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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (29 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—Muy necesitada tiene que estar la policía si tú has llegado a inspector, hijo.

—¿Cómo?

—Que te vas a ganar un sitio de honor en mi libro de idiotas.

—¿Yo? —Leo calculó el tiempo que llevaban hablando de Alba. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Cómo era posible que ya estuviese insultándole?

—¿No te das cuenta de que si sólo quisiera darme un beso me habría llamado ella misma?

—¿Ella a ti?

—No sería la primera vez.

—¿Hablas con Alba?

—¿Te parece mal?

Leo Caldas abrió los brazos.

—No, no sé…

—Es igual, perdona. El caso es que te llamó y te dio recuerdos para mí, ¿no?

—Eso es.

Siguieron sentados en silencio hasta que su padre preguntó:

—¿Y tú quieres que te escuchen o que te den un consejo?

Leo Caldas levantó la vista. Desde la muerte de su madre no había vuelto a oír aquellas palabras.

—Ya sabes que no me gusta hablar —dijo.

—Ya lo sé —convino su padre.

Una de las enfermeras se asomó a la sala para informarles de que habían terminado de cambiar al paciente.

El padre de Leo Caldas le dio las gracias y se levantó.

—¿Vamos? —sugirió, y el inspector le siguió por el pasillo.

Entraron en la habitación. La televisión estaba encendida y sin voz, como una ventana por la que su tío Alberto se asomaba al mundo.

—Mira quién está aquí —dijo el padre del inspector, y el rostro del enfermo se arrugó bajo la mascarilla verde del respirador.

Leo Caldas le contó que había estado con Manuel Trabazo esa mañana, que había salido con él al mar.

—Hablando de mar —intervino el padre señalando la televisión.

Un noticiario mostraba imágenes aéreas del rescate de los tripulantes de un barco en medio de un temporal. Los marineros habían sido izados uno a uno desde la cubierta hasta un helicóptero. Un rótulo en la parte inferior de la imagen informaba: «Rescatados con vida los once tripulantes del pesquero gallego hundido en el Gran Sol».

El reportaje terminaba con unas imágenes del barco escorado, ya sin marineros a bordo, siendo engullido por las olas. Caldas pensó en el
Xurelo
, en la pesadilla vivida por el capitán Sousa y sus tres marineros. En el caso que se le escapaba.

Siguieron viendo el informativo, y Caldas comprobó cómo su padre y su tío Alberto comentaban cada noticia en su lenguaje de miradas.

Recordó una película que había ido a ver con Alba hacía algún tiempo. El protagonista era un anciano que recorría cientos de kilómetros montado en una máquina de cortar el césped para visitar a su hermano enfermo, con quien se había enemistado muchos años atrás. Al final de su odisea, cuando el viejo llegaba a casa de su hermano, apenas intercambiaban un saludo. Se sentaban juntos en el porche, y arreglaban sus diferencias sin necesidad de hablar.

Había caído la noche cuando abandonaron el hospital. Leo Caldas acompañó a su padre hasta el aparcamiento donde había dejado el coche.

—No vienes, ¿verdad? —preguntó el padre abriendo la portezuela.

Caldas movió la cabeza a ambos lados.

—Tengo trabajo —se excusó.

—Es viernes.

El inspector no retrocedió:

—Ya.

—Mañana estaré aquí alrededor de la una —dijo el padre señalando con su mano el edificio verde del hospital—. Los sábados hay visitas antes de comer.

—Intentaré pasarme.

El padre asintió.

—Con respecto a lo que me dijiste antes…

—¿Qué?

—Lo de Alba.

—Ah.

—Ten valor, Leo.

—¿Valor?

—Valor, sí. Llámala —dijo su padre—. Vuelve con ella. Ten una familia, hijos o lo que quiera.

—¿Hijos?

—¡Qué más te da! Es cuestión de prioridades. ¿Crees que a mí me gustabas tú?

El inspector le miró de reojo. Su padre sonreía.

—Antes de conocerte, quiero decir.

—Yo no sé si podría —susurró Leo, pensando en alto—. No querría que crecieran sin un padre.

—No exageres, coño. Ser policía no es ir al frente.

—Yo no hablo de morirme —dijo Caldas—. Hablo de no estar.

Su padre se sentó en el coche. Arrancó el motor, encendió las luces y bajó la ventanilla.

—Cada uno lo hace lo mejor que puede, Leo.

—Lo sé —afirmó Caldas, y dio dos golpecitos en el capó—. Hasta mañana. Y no te preocupes por mí. Ya maduraré.

—No se madura, Leo —replicó su padre antes de acelerar y dejarlo de pie en el aparcamiento—. Sólo se envejece.

Travesía:

1. Callejuela que atraviesa entre calles principales. 2. Viaje realizado por mar o aire. 3. Viento que sopla perpendicular a la costa. 4. Distancia entre dos puntos de tierra o de mar.

Caldas bajó caminando desde el hospital por la calle México. Frente a la estación de ferrocarril tomó la calle Urzaiz, cruzó la Gran Vía y continuó descendiendo por su acera abarrotada hasta la farola de forja de Jenaro de la Fuente. Luego recorrió la calle del Príncipe entre el olor de las castañas asadas y las melodías de los artistas callejeros. Poco antes de la Puerta del Sol, en la esquina en que un músico andino soplaba una flauta de pan, se desvió a la izquierda por la pequeña travesía de la Aurora que conducía al Eligio.

Entró en la taberna, se acercó a la barra, saludó a Carlos y olisqueó el aroma proveniente de la cocina.

—Hay fideos con almejas, ¿no?

—Carallo, Leo —exclamó Carlos—. Buen olfato.

—Es que no he probado bocado en todo el día.

—¿Y eso? —preguntó Carlos mientras colocaba frente al inspector una copa que llenó de vino blanco.

—Salí esta mañana en barco con un amigo y me mareé —confesó—. No he tenido el estómago para fiestas.

El bigote espeso de Carlos perfiló media sonrisa y desapareció en la cocina para encargar la cena del inspector. Leo Caldas se acercó con su vino a la mesa de los catedráticos y se sentó entre ellos. Al cabo de un instante, Carlos salió de la cocina y volvió a su puesto de mando tras la barra.

—Así que el «Patrullero de las ondas» se marea en los barcos —dijo desde allí con una mueca divertida.

—Si sólo fuese en los barcos… —respondió lacónico Caldas.

—¿No irías a bordo del pesquero que naufragó en el Gran Sol? —se burló uno de los catedráticos—. ¿Visteis el rescate en las noticias?

Todos asintieron.

—Los salvaron por minutos —añadió otro.

—¿Dónde está el Gran Sol? —preguntó Caldas, que había oído mencionar infinidad de veces aquel nombre pero era incapaz de localizarlo en un mapa.

—Entre el sur de Inglaterra y el Mar del Norte —respondió un catedrático.

—Sí —dijo otro—, al oeste de Gran Bretaña.

Todos alababan a los pilotos de helicóptero que se jugaban la vida volando en medio de los peores temporales.

—En cambio, cuando yo estaba embarcado suspiraba por que hubiese tempestad —dijo Carlos, quien antes de regentar la taberna fundada por su suegro había sido marino mercante.

—¿Y eso? —preguntó uno.

—Porque íbamos a algún puerto a refugiarnos —explicó—. Sabíamos que ese día desembarcaríamos y daríamos un paseo, así que cuando se anunciaba temporal todos nos frotábamos las manos.

Caldas recordó una de las noticias del naufragio del
Xurelo
que había leído durante la tarde. El patrón de un barco que faenaba en la misma zona se había sorprendido al conocer el naufragio del pesquero de Panxón. Aseguraba que Sousa le había transmitido por radio su intención de recoger el aparejo para ir a resguardarse a tierra.

—¿Los pesqueros también? —preguntó.

—Igual —rió Carlos con su vozarrón—. Con mal tiempo, todos a puerto a tomar un vino y al carallo la pesca hasta que escampe.

Las palabras de Carlos resonaron como un eco en la cabeza de Leo Caldas, poniendo sus sentidos en alerta. «Con mal tiempo, todos a puerto», repitió para sí.

Se acercó a la barra.

—Oye, Carlos, si estuvieses navegando cerca de Sálvora y se desatase un temporal, ¿dónde te refugiarías? —preguntó en voz baja.

—No sé —dudó Carlos—. ¿Por qué?

—Necesito saberlo.

—Espera.

Carlos se acercó a la librería situada junto a la puerta y volvió con un atlas que colocó sobre la barra, abierto en la página correspondiente a las rías bajas gallegas.

—Sálvora está aquí —dijo colocando el dedo sobre la isla, en la boca de la ría de Arousa.

—¿Dónde te abrigarías? —insistió el inspector.

—Supongo que iría a Ribeira o a Villagarcía —dijo Carlos peinándose el bigote con dos dedos—. Allí hay calado suficiente para un mercante.

—¿Y si fueses en un pesquero pequeño?

—¿De qué tamaño?

—Uno de esos que van al mar un par de noches.

—Ah, entonces me quedaría en Aguiño.

—¿En Aguiño? —preguntó—. ¿Seguro?

—Creo que sí… —volvió a mirar el mapa—. Sí, seguro. ¿Qué pasa?

—Que tengo que consultar algo —murmuró el inspector, y todavía con el estómago vacío, salió de la taberna hacia la comisaría.

Papel:

1. Hoja delgada hecha con pasta de fibras vegetales utilizada para escribir, dibujar, envolver… 2. Carta, credencial, título o documento de cualquier clase. 3. Periódico. 4. Parte de la obra dramática que ha de representar cada actor. 5. Función que una persona desempeña en un lugar o en una situación.

Leo Caldas saludó a los agentes de guardia que charlaban junto a la puerta, caminó hasta su despacho y encendió un cigarrillo. Luego abrió la carpeta azul, sacó las hojas de periódico conservadas desde hacía más de una década por el cura de Panxón y fue desdoblándolas una a una con la seguridad de haber leído el nombre de Aguiño en alguna de ellas.

Encontró lo que buscaba en la página de un periódico local fechada el lunes 23 de diciembre de 1996, tres días después del naufragio. Bajo la crónica de la reanudación de las tareas de rastreo encaminadas a localizar el cuerpo del capitán Sousa había otras dos noticias más breves. La primera refería los detalles del asalto a una gasolinera perpetrado por dos motoristas encapuchados. La otra recogía de forma escueta la desaparición de una mujer en Aguiño.

Mujer desaparecida en Aguiño

Una vecina de Aguiño, Rebeca Neira, de treinta y dos años de edad, falta de su domicilio desde la noche del pasado viernes día 20. La desaparición fue denunciada por su hijo en la mañana de ayer domingo, y, durante la tarde, grupos de vecinos y miembros de Protección Civil buscaron a la joven por las inmediaciones de su casa. A primera hora de la noche la búsqueda se suspendió sin haber obtenido resultados. Fuentes policiales consultadas por este diario confirmaron que manejan el abandono voluntario del hogar como hipótesis más probable de la desaparición, aunque tampoco descartan otras posibilidades.

Leo Caldas leyó dos veces el texto. La mujer había sido vista por última vez la noche del viernes 20, la misma noche del naufragio del
Xurelo
.

Una fotografía pequeña ilustraba la noticia. En ella podía verse a un hombre inspeccionando la cuneta de una carretera. El inspector buscó en el resto de las hojas de periódico con la esperanza de hallar alguna otra noticia que comentase aquella desaparición, pero no encontró más referencias a la mujer de Aguiño.

Tal vez no guardase relación con el hundimiento del
Xurelo
, pero las fechas de ambos sucesos coincidían y el puerto de Aguiño era el más próximo al lugar donde faenaba el pesquero cuando se levantó el temporal.

Se encogió en su butaca negra y su estómago protestó con un rugido hambriento. Lo acalló dando una calada al cigarrillo y volvió a tomar la hoja del periódico. Contempló la fotografía del capitán Sousa, los ojos envueltos en arrugas que le miraban desde la parte superior de la página. Luego leyó una vez más la noticia de la desaparición de Rebeca Neira. Reparó en que se mencionaba una denuncia presentada por su hijo, y coligió que una copia del atestado habría sido remitida a la jefatura Superior de Policía de Galicia para su archivo.

Leo Caldas descolgó el teléfono. El agente que contestó su llamada en la jefatura le confirmó que Nieves Ortiz aún trabajaba en el turno de noche.

—¿Me puede pasar con ella? —pidió—. Soy el inspector Caldas, de Vigo.

Al cabo de unos instantes oyó la voz aguda de Nieves.

—Cuánto tiempo, Patrullero —le saludó, y Leo Caldas imaginó la sonrisa amplia de Nieves bajo sus ojos diminutos.

Hacía más de un año que había pedido el traslado a la jefatura en A Coruña, pero en la comisaría de Vigo todavía se echaba de menos el estruendo de sus risotadas.

—¿Qué puedo hacer por ti? —se ofreció, después de preguntar al inspector por varios de sus antiguos compañeros.

—Necesito consultar un atestado.

—Venga, dime.

—A ver si encuentras el legajo con la denuncia por desaparición de una tal Rebeca Neira —dijo el inspector.

—¿Dónde?

—En Aguiño.

—¿Sabes la fecha?

—Entre el 20 y el 22 de diciembre de 1996.

—¿Noventa y seis?

—Eso es.

—Necesito ir al archivo —le advirtió Nieves—. ¿Prefieres esperar o que te llame yo en un minuto?

—Si es un minuto casi espero —dijo Caldas, pero tuvo tiempo de encender un nuevo cigarrillo antes de volver a escuchar la voz de Nieves Ortiz en el auricular.

—Tengo la denuncia —le confirmó.

—¿Hay algo más?

—Nada —respondió Nieves—. Hay una nota manuscrita en el margen que dice: «Se están realizando averiguaciones de las que se dará cuenta». Pero no hay más papeles.

El inspector chasqueó la lengua.

—Sería una falsa alarma —dijo Nieves Ortiz.

—Ya —murmuró Leo Caldas, fastidiado al ver cómo se desvanecía una nueva línea de investigación.

—¿Quieres que te la envíe de todos modos? —se ofreció ella.

—¿No te importa?

—¿La mando al fax de la comisaría?

El inspector le dio las gracias y se quedó fumando en su butaca. Si no había más documentos en el legajo tenía que ser porque la mujer había aparecido sin daños poco después. Volvió a leer la noticia en la hoja de periódico amarilleada por el paso del tiempo. Allí figuraba el abandono voluntario del domicilio como causa más probable de la desaparición de Rebeca Neira, y Leo Caldas sabía que las cosas solían ser lo que aparentaban.

Apagó el cigarrillo y salió de su despacho con el cenicero en la mano. Lo vació en la papelera del cuarto de baño, y después de lavarlo con agua bajo el grifo, regresó a su oficina y lo devolvió al cajón. Luego miró la hora en el reloj de su muñeca.

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