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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (4 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—¿Te contaron esos soldados cómo se produjo el asalto a la ciudad y su ocupación? —preguntó Odenato a la vez que indicaba a un criado que le sirviera a su informador una copa de vino rojo de Siria rebajado con agua, aromatizado con canela y perfumado con almizcle.

—Sí, mi señor. —Antioco saboreó un trago de la copa de vino—. El ejército persa apareció por sorpresa, cerró el asedio y comenzó a lanzar sobre Dura balas incendiarias desde sus catapultas y enormes bolaños contra sus murallas. Pese a los continuos lanzamientos los muros resistieron bien y los incendios fueron sofocados con presteza debido al abundante suministro de agua de que se disponía gracias a la proximidad del cauce del Eufrates.

»Fue entonces cuando los persas pusieron en práctica una táctica de asalto jamás vista hasta ahora. Sus zapadores cavaron bajo los muros de la ciudad unos largos túneles hasta alcanzar los principales baluartes de los legionarios; sobre las minas y los incendios los muros se resquebrajaron, pero resistieron. Enterados de la táctica de los persas, los romanos excavaron a su vez sus propias minas para cortar el avance subterráneo de los enemigos. Durante días se combatió con la misma intensidad bajo la tierra que sobre la superficie. Al fin, los persas lograron asentar sus posiciones en los túneles y colocaron unas bolas de betún, esa sustancia negruzca, maloliente y pegajosa que brota del suelo en algunas zonas de Mesopotamia, y las mezclaron con cristales de azufre; después les prendieron fuego y salieron de los túneles corriendo. La combustión de aquella pringosa amalgama emitió unos gases venenosos que se filtraron por el suelo arenoso y poroso de la ciudad hasta salir a la superficie; centenares de defensores y miles de pobladores murieron asfixiados por los efluvios tóxicos.

—Tienes razón; jamás se había utilizado una argucia como ésa en el asedio de una ciudad —ratificó Odenato.

—Un centurión de la II cohorte de la XVI Legión, formada en su integridad por hombres de Palmira, que salvó su vida descolgándose durante la noche por la muralla, nos contó que los venenosos vapores del azufre mataban en el acto a todos cuantos los inhalaban, hombres, mujeres y bestias, y que era imposible librarse de ellos, pues brotaban del mismo suelo por toda la ciudad. Los que pudieron escaparon esa noche por las murallas de la puerta que da al río; una vez en la orilla sc arrojaron a la corriente aprovechando la oscuridad y nadaron huyendo de la masacre. Un puñado de legionarios logró evadirse, o tal vez desertó, y con ésos fue con quienes nos topamos y quienes nos avisaron de la caída de Dura Europos y de que un regimiento del ejército persa venía hacia nosotros, pues se habían enterado por algunos cautivos de que una caravana cargada con ricas mercancías acababa de partir de la ciudad antes de su sorpresivo ataque —continuó Antioco—. Desconocedores de lo que sucedía a nuestras espaldas, habíamos acampado para pasar la noche a unas cuantas millas de Dura, pero en cuanto nos enteramos de lo ocurrido levantamos el campamento con presteza.

»Zabaii, como jefe de nuestra caravana, me ordenó que me dirigiera con las mercancías y los caravaneros a toda prisa hacia Palmira mientras él nos cubría la retirada con un puñado de valientes. A Zabaii lo mataron los persas, pero mi corazón alberga una sospecha…

—¿Qué es lo que te inquieta? —le pidió Odenato.

—El clan de los Tanukh ha sido tradicional enemigo del de los Amlaqi, de los cuales Zabaii era su jefe. Creo que algunos miembros de esa tribu, que tienen agentes en Dura, pudieron informar a los persas sobre nuestra situación.

—Esa acusación es muy grave. ¿La puedes probar?

—No; sólo se trata de un presentimiento.

—En ese caso, nada puedo hacer. ¿Y los soldados que huyeron de Dura Europos, dónde están?

—Los legionarios romanos decidieron dirigirse hacia el norte, a la ciudad de Apamea, donde está ubicado el mando de su legión. Los palmirenos que servían en la II cohorte han venido con nosotros hasta Palmira; algunos de ellos se adelantaron para dar cuenta de nuestra llegada.

—Entonces, Dura está en manos de los persas…

—Sí, pero no creo que consoliden allí una posición estable. Sapor le prometió a su padre que conquistaría Siria, pero me parece que ése no es su objetivo. Se han limitado a desinili el campamento romano y a acabar con la principal fortaleza de Roma en la frontera de Mesopotamia. Si me permites una opinión, señor, creo que dejaron escapar a aquellos pocos hombres porque les interesaba que contaran a sus generales cómo se había producido la toma de Dura y la mortandad que causaron los gases emitidos por esa mezcla venenosa de azufre y betún.

—Si dominan esa poderosa arma, cualquier fortaleza puede ser ocupada por los persas.

—Si los suelos son permeables a los gases y se pueden excavar galerías bajo ellos. Aunque también podrían arrojar sobre las fortalezas esa letal mezcla en bolas ardientes desde sus catapultas; el efecto devastador sería el mismo.

Odenato se atusó la barba, teñida de un negro intenso, pues de natural comenzaban a asomar algunas canas, y musitó:

—Habrá que darles una lección. Han matado a muchos de los nuestros y lo han hecho con crueldad. Juro solemnemente ante los dioses de Palmira que no dejaré esta afrenta en el olvido; juro que vengaré a nuestros muertos; se arrepentirán de lo que han hecho.

Tras morir el primero de sus hijos varones en el momento del parto, Zabaii había ordenado a una cuadrilla de albañiles que construyeran un hipogeo en la necrópolis al suroeste de la ciudad, donde también enterró a sus otros retoños muertos al poco de nacer. Hacía ya ocho años que se había terminado la tumba subterránea excavada en el suelo, dotada de una sala principal de quince pasos de largo por cuatro de ancho y una pequeña antecámara. Por consejo de su amigo y socio Antioco, Zabaii encargó a un escultor griego unos relieves donde el joven y bello Ganímedes era raptado por Zeus en forma de águila; en otro, Aquiles aparecía vestido de mujer entre las hijas del rey Nicomedes de Esciros intentando evadirse de la guerra de Troya. Cuando el rico mercader encargó su excavación, no esperaba que su cadáver la ocupara tan pronto.

Obsesionados por el más allá de la muerte, hacía tiempo que los palmirenos construían unas formidables tumbas para procurar en ellas su descanso eterno y el de sus familiares más próximos. Las lujosas casas y palacios en la vida y las notables tumbas en la muerte constituían los símbolos de la riqueza y prosperidad de sus propietarios. En el valle de las tumbas y en las laderas de los montes ocres que protegen Palmira de los vientos del septentrión, las sepulturas se construían en forma de torres de piedra labrada, de planta cuadrada; algunas alcanzaban una altura superior a la de la suma de diez hombres. Se trataba de enterramientos colectivos para ser ocupados por varios miembros de una misma familia. La mayoría respondían a un mismo tipo: sobre un amplio plinto construido con enormes sillares se levantaba una torre de planta rectangular, en cuyo interior se alineaban los cadáveres en sarcófagos ubicados en nichos. Las paredes y los techos estaban decorados con frescos en los que predominaban los colores rojo, azul, marrón y púrpura, los favoritos de los palmirenos, en tonos muy vivos y perfilados con filetes dorados. Muchas de esas sepulturas se asentaban sobre entradas de túneles que perforaban la montaña y se ramificaban para crear nuevos espacios para los enterramientos y para intentar evitar el saqueo de los ladrones.

En la necrópolis del suroeste, en el llano más allá del palmeral, las tumbas se excavaban en el suelo, como los hipogeos de los egipcios, se cubrían con una bóveda de piedra y quedaban enterradas bajo la arena. Unos apuntando hacia el cielo, como hitos orgullosos de las familias allí enterradas, otros ocultos bajo la tierra, esperando disfrutar del silencio y la tranquilidad del mundo subterráneo, aquellos sepulcros eran los monumentos erigidos a la memoria de los muertos.

Los dos cementerios estaban orientados hacia el sol poniente, una significativa señal de que los palmirenos creían que este astro representaba al dios más poderoso de los cielos.

El cadáver de Zabaii, descompuesto por las terribles mutilaciones a las que lo sometieron los persas y por el tiempo transcurrido desde su muerte, fue lavado por los embalsamadores y bañado en natrón, una sustancia blanquecina que se obtenía tras mezclar con sal las cenizas que quedaban al quemar una planta llamada barilla. Los maestros enterradores habían descubierto que el natrón conservaba los cadáveres durante mucho tiempo y evitaba que los tejidos humanos se descompusiaran; la extrema sequedad de los terrenos que rodean Palmira contribuía además a evitar la putrefacción.

Los embalsamadores, una profesión muy rentable en Palmira dado el extendido culto a los muertos, extrajeron el cerebro de Zabaii por el hueco de la nariz, cercenada por los persas, y le abrieron el vientre para vaciarle las entrañas y los órganos internos, que enterraron lejos de la ciudad; no era costumbre, como sí hacían los egipcios, conservar las vísceras del difunto en unos vasos junto al resto del cadáver. Sólo dejaron en su interior el corazón, impregnado de natrón, pues consideraban que en él radicaba el espíritu del muerto y la fuerza que le había transmitido el dios del Sol.

Una vez preparado el cadáver, lo envolvieron con varias bandas de tejido de lana y de lino y lo vistieron con una túnica de seda repuntada con hilo de oro. Los familiares de Zabaii fueron avisados de que ya estaba listo para ser colocado en la tumba. La viuda se vistió de negro y cubrió su rostro con un velo de gasa. A su lado estaba la joven Zenobia, cuya belleza y serenidad, pese a que todavía no había cumplido los once años de edad, asombraron a cuantos asistieron al sepelio del mercader.

Una procesión integrada por unas quinientas personas, entre las que se encontraban algunos familiares del clan de los Banu Selim y de la tribu de los Amlaqi, destacados miembros del gremio de mercaderes, comerciantes de la cofradía a la que pertenecía el difunto y artesanos de Palmira y no pocos curiosos, así como los principales magistrados de la ciudad, acompañaron al cortejo fúnebre hasta la tumba en la necrópolis del suroeste, en la zona de los hipogeos.

Al sepelio también se sumó Odenato, el gobernador de Palmira; quería demostrar la gratitud de la ciudad hacia el hombre que con sus negocios había contribuido a enriquecerla y al sacrificio realizado para salvar a la caravana y a sus componentes.

El cadáver fue depositado al fondo de la sala principal del sepulcro excavado en la tierra, dentro de una sepultura coronada por una escultura en piedra en la que aparecía el propio Zabaii recostado sobre un diván, con una sutil sonrisa perfilada en sus finos labios, al lado de su esposa, representada en actitud de retirarse el velo con el que cubrían su rostro en público las mujeres, su hija Zenobia, esculpida a la edad de diez años pero imaginada como si tuviera veinte, y los otros miembros de la familia, los tres niños muertos apenas recién nacidos, representados cual si hubieran alcanzado varios años de vida y vestidos con ricas telas estampadas y engalanados con primorosas joyas. La imagen de piedra de Zabaii mantenía una copa en la mano, en actitud de brindar por la vida futura, mientras la de su esposa sostenía una lanzadera, el utensilio para hilar la lana y el algodón cuyo uso solía identificarse con la ocupación propia de las mujeres.

El día anterior al enterramiento unos canteros habían labrado una inscripción en la pared de la tumba donde figuraba el nombre de Zabaii ben Selim y la fecha de su muerte según el cómputo del tiempo del calendario seléucida, el que más se usaba en Palmira, en el idioma propio de los palmirenos, que se escribía con caracteres similares a los del arameo, y debajo su traducción en griego, en las letras de los helenos.

La viuda colocó dentro de la tumba, como ofrenda a la memoria de su esposo y de sus antepasados, unos delicados anillos de plata, un broche y un torques de bronce, tres lucernas de barro con aceite para iluminar el tránsito del cuerpo al otro mundo en la oscuridad de la muerte y unos ungüentarios de piedra para recoger las lágrimas que se suponía que derramaban los recién fallecidos cuando se encontraban solos en el tenebroso mundo de los difuntos.

El sacerdote que dirigía la comitiva y que no había cesado de musitar oraciones fúnebres desde que la procesión saliera de la ciudad pronunció en voz alta una última plegaria dirigida al dios Bel y trató de consolar a la viuda y a la hija de Zabaii con hermosas palabras.

Los más allegados, que habían descendido al sepulcro, salieron por la escalera tras depositar ofrendas en los nichos donde yacían los cadáveres de los hijos de Zabaii, y, tras ellos, lo hizo Antioco Aquiles, tutor de los bienes de su socio, quien cerró las pesadas puertas de piedra, que no volverían a abrirse hasta que otro miembro de la familia falleciera y pasara a ocupar su lugar en el hipogeo.

Durante el limerai, el gobernador Odenato no había dejado de fijarse en Zenobia; parecía fascinado por los brillantes y hermosos ojos de aquella bellísima adolescente, y se sintió atraído por su serenidad y su elegancia. Odenato ya estaba casado, pero entre los árabes, aunque no era lo habitual, la poligamia estaba permitida siempre que el esposo pudiera garantizar el mantenimiento adecuado de todas sus esposas y manifestara un trato igualitario hacia todas ellas. Sólo unos pocos de los muy ricos ciudadanos de Palmira tenían más de una esposa, y apenas una docena de grandes potentados estaban casados con más de dos.

Ya en el exterior de la tumba, Odenato, sentado sobre su caballo, anunció a la multitud que aguardaba fuera que Zabaii dispondría de su propia estatua, que sería ubicada en uno de los pedestales de las columnas de la avenida principal de Palmira, un honor reservado a los ciudadanos más ilustres.

Pocas semanas después, la estatua de Zabaii, tallada en un taller dirigido por un maestro escultor griego, fue colocada sobre la peana de una de las columnas de la gran avenida triunfal de la ciudad, cerca de la calle lateral que daba acceso al patio de la Tarifa, como correspondía a un destacado comerciante cual había sido el padre de Zenobia.

CAPÍTULO III

Palmira, tres años después; primavera de 259;

1012 de la fundación de Roma

Tras la conquista y destrucción de Dura Europos, y ante la inacción del ejército romano, que se mostraba incapaz de reaccionar, pues estaba siendo acosado por bandas de bárbaros germanos en las fronteras del Danubio y en las costas de Anatolia, Sapor I, henchido de majestad y de orgullo por sus victorias ante las desmoralizadas tropas romanas de Mesopotamia, recorrió y saqueó varias ciudades al norte de Siria y alcanzó la misma Antioquía, la ciudad más populosa de toda aquella región, sin que ninguna fuerza le hiciera frente. Ocupó ciudades y fortalezas que hasta entonces habían pertenecido a Roma, aprovechando el caos que reinaba en las regiones orientales del Imperio romano, invadidas y saqueadas por tribus bárbaras y asoladas por varias erupciones volcánicas en las islas del Egeo y en Anatolia y por una oleada de terremotos que habían provocado enormes olas marinas que causaron terribles inundaciones en las ciudades costeras de Siria. Sin nadie que las defendiera, populosas ciudades y ricas regiones fueron saqueadas impunemente por los persas, que capturaron a una ingente cantidad de cautivos que se llevaron como esclavos. Palmira se presentaba ahora como svi objetivo inmediato. Parecía como si todos los dioses se hubieran conjurado para castigar con toda su crueldad a aquellos desasistidos humanos.

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