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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (57 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Eres afortunado, griego, vas a ser recibido por el rey de reyes. ¿Sabes cómo comportarte en su presencia? —le preguntó a Giorgios.

—Imagino que te han delegado para que me lo expliques.

—Así es. Cuando te encuentres ante la excelsa majestad del rey de reyes deberás inclinarte ante él hasta quedar de rodillas y luego tumbarte completamente con la cara hacia el suelo, los brazos alargados y las palmas de las manos hacia el pavimento. Y no te muevas hasta que el consejero real Kartir lo indique. Cuando te levantes, muéstrate sumiso y sólo habla cuando el canciller te pregunte. No te dirijas nunca directamente al rey, sino al consejero Kartir. Tus acompañantes deberán permanecer en silencio e inmóviles mientras dure la audiencia, y siempre con la cabeza ligeramente agachada y mirando al suelo.

—¿En qué idioma hablaremos?

—El rey de reyes habla persa, parto, griego y arameo; pero se dirigirá a ti en persa, como ya te dije.

—En ese caso, hará falta traductor —asentó Giorgios.

—Hará de intérprete un secretario.

—¿Me estás diciendo que yo le hablaré a un secretario en arameo, éste le traducirá al persa a Kartir y Kartir se lo transmitirá a Sapor? E imagino que a la inversa será del mismo modo: el rey hablará a Kartir en persa, Kartir se lo transmitirá al intérprete y éste me lo traducirá al arameo.

—Es lo que indica la etiqueta de la corte.

Giorgios resopló pero no tuvo más remedio que aceptar aquel juego protocolario.

El palacio era un enorme complejo con decenas de edificios ubicado sobre una plataforma elevada sobre varias gradas de piedra y rodeado de un imponente cinturón de murallas y torres. El acceso, a través de una monumental puerta protegida por dos torreones, daba paso a un amplísimo patio al que desembocaban dos escalinatas y varias rampas. Centenares de guardias y funcionarios se afanaban en poner orden en aquel lugar y evitar que se colaran visitantes no deseados.

Ardavan mostró al jefe de la guardia sus credenciales selladas con el emblema del sacerdote Kartir, el canciller imperial.

Dejaron los caballos al cuidado de unos guardias y ya a pie atravesaron varios patios hasta que llegaron a la sala más grande que Giorgios hubiera visto jamás; era varias veces mayor que la gran sala de la biblioteca de Alejandría. Se trataba de un cuadrado de unas proporciones descomunales, y lo asombroso es que carecía de columnas, pues se cubría con una única gigantesca bóveda. Las paredes se decoraban con esculturas de toros, grifos y águilas de un tamaño tres veces superior al natural y con relieves en cerámica barnizada y esmaltada con imágenes de todos los pueblos que configuraban el imperio de los soberanos sasánidas, cuyas siluetas humanas, todas de perfil, se alineaban en interminables séquitos procesionales que confluían hacia la zona del trono, donde se representaba la imponente figura del rey de reyes.

Varias lámparas de plata tan grandes como un buey iluminaban la sala y en gigantescos pebeteros de bronce se consumían olorosas esencias y fragancias de un turbador y denso aroma oriental.

Delante del relieve donde se mostraba al rey de los persas en todo su poder y majestad se alzaba sobre siete gradas de mármol negro un trono de oro sostenido por dos toros también de oro, con los ojos destacados con cuatro enormes rubíes del tamaño de un huevo de oca.

Varios funcionarios se encargaban de que los invitados a la recepción estuvieran convenientemente colocados en sus lugares precisos, según el riguroso orden que establecía la etiqueta de corte de palacio.

—¿A qué dios vamos a visitar? —comentó Giorgios a Ardavan con ironía al entrar en el inmenso salón.

—Al único dios viviente sobre la Tierra, a Sapor de Persia, rey de reyes —Ardavan habló con orgullo de su soberano.

Era mediodía, la hora prevista para la recepción, pero transcurrieron dos horas según el cómputo romano del tiempo hasta que apareció el canciller y anunció la inmediata presencia del señor de la Tierra, el rey de reyes.

Unas trompetas sonaron al fondo de la sala. Se abrieron unas puertas de bronce y tras ellas salieron varios cortesanos, entre ellos el sumo sacerdote Kartir, que se colocaron a los lados del trono. Volvieron a sonar las trompetas y un redoble de tambores y al fin apareció Sapor. Vestía una túnica de seda blanca, cinturón de oro y zapatos puntiagudos de cuero blanco con cordones de oro; sobre su cabeza lucía la corona imperial sasánida, una diadema de oro con incrustaciones de perlas, esmeraldas y rubíes.

Todos los cortesanos comenzaron a tumbarse en el suelo, postrados boca abajo, completamente arrumbados ante la presencia de su monarca, el señor de la Tierra y el cielo, el «soberano de Irán y de lo que no es Irán».

Giorgios y los palmirenos de su delegación se comportaron como los demás; en cierto modo, el ateniense y sus compañeros ya estaban acostumbrados a hacerlo de esa manera en las grandes ceremonias en presencia de Zenobia, que había copiado buena parte del protocolo persa en el ceremonial de su corte.

El rey ascendió con parsimonia la escalera del estrado del trono y se sentó sobre una almohada de seda blanca. De nuevo sonaron las trompetas, el canciller golpeó tres veces en el suelo con su cayado y ordenó a todos los presentes que se levantaran.

Los cortesanos recitaron en persa, como una letanía, varias frases, a modo de saludo ritual a su soberano, que Ardavan tradujo al oído de Giorgios.

—Honor y gloria al soberano del mundo, honor y gloria al rey de reyes; el poder y la gloria son de Sapor, hijo de Artajerjes, señor de las cuatro partes del mundo.

Y entonces lo vio por primera vez: alto y delgado, con más de sesenta años de edad, de rostro severo y facciones afiladas, curtido por el aire frío y seco del altiplano de Irán y el viento tórrido y el sol ardiente de Mesopotamia. Su porte había sido sin duda majestuoso y altivo en otro tiempo, pero la edad y los achaques lo habían afectado mucho y, aunque a cierta distancia semejaba todavía un aire de majestad y grandeza, de cerca sus rasgos eran los de un anciano cansado y desafecto ya a los asuntos de este mundo. Aquel ser gastado y enjuto era el hombre audaz y arrojado que había asolado Dura Europos, saqueado Antioquía y derrotado y capturado al emperador Valeriano, pero también el precavido y asustadizo temblón que había rehuido el combate ante Odenato y había escapado dejando atrás a sus mujeres y buena parte de su tesoro.

Giorgios recordó que en los campos de batalla del Danubio su comandante, el mismo que en esos momentos era emperador de Roma, le había dicho en una ocasión que a veces solo el azar dispone si mi hombre se convertirá en un héroe magnífico o en un cobarde villano. «Todos los hombres somos duales», pensó.

Entre los cortesanos más próximos a Sapor, y por tanto de mayor rango, Giorgios identificó al sátrapa Arbaces, el mismo que había propuesto matrimonio a Zenobia. Justo a la derecha del trono se situó un hombre muy delgado, de aspecto enfermizo y débil; era Ormazd Ardashir, el heredero de Sapor.

El canciller se adelantó unos pasos y comenzó a recitar una larga retahíla de nombres y de honores que leía de unos rollos de papiro. El ateniense supuso que se trataba de los nombramientos de altos funcionarios y gobernadores del Imperio.

Acabada de recitar la lista, varios hombres se adelantaron y se colocaron frente al trono; fueron pasando tino a uno y Kartir les impuso sobre los hombros un collar de oro con un sello de bronce, sin duda la señal de su distinción como funcionarios del Imperio de Sapor.

Después fueron citados varios gobernadores de diversas provincias, que pasaron ante el trono depositando a los pies del rey de reyes unas tablillas y unos cofres que debían de estar repletos de joyas y de oro.

Por fin, tras varias recepciones y sin que Sapor hubiera pronunciado todavía una sola palabra, el canciller citó la ciudad de Palmira por su nombre árabe, Tadmor, y Giorgios supo que había llegado su turno.

Ardavan le indicó que podía adelantarse hasta los pies del trono.

El canciller anunció entonces que el rey de reyes recibía con gusto al embajador de la reina Zenobia de Palmira, a la que llamó hermana pequeña y fiel aliada, y se retiró a un lado para dejar paso a Kartir, que se colocó entre Giorgios y Sapor, acompañado por el intérprete.

—El rey de reyes da la bienvenida al embajador de su hermana pequeña Zenobia y le desea paz y prosperidad —le comunicó el intérprete.

—El reino de Palmira y su reina Zenobia agradecen la hospitalidad del rey de reyes y le ofrecen su amistad eterna —respondió Giorgios—. Es nuestro deseo sellar un acuerdo de mutua ayuda en caso de un ataque del emperador de Roma a cualquiera de nuestros dos reinos, y como muestra de esa amistad, la reina te regala este precioso puñal.

Un secretario recogió la caja azul y la abrió ante Sapor.

—El rey de reyes acoge de buen grado la oferta de su hermana pequeña y ordena que se ponga por escrito el tratado. Puedes retirarte, embajador.

—¿Esto es todo? —Giorgios se quedó atónito.

—Debes retirarte inmediatamente —añadió el intérprete.

El general de Palmira bajó la cabeza y se alejó del trono caminando hacia atrás.

Unos criados entregaron a los delegados palmirenos unas copas de plata de extraordinaria factura como regalo del soberano sasánida.

Sonaron de nuevo las trompetas y los redobles de tambor, todos los presentes se postraron tumbados en el suelo y Sapor salió de la sala rodeado del mismo boato con el que había entrado.

Cuando se cerraron las puertas, se rompió el silencio y todo fueron murmullos y cuchicheos en los diversos corrillos que se formaron.

Kartir, que se había quedado en la sala de audiencias, se acercó a Giorgios.

—Bien, ya tienes lo que habías venido a buscar —le dijo.

—Así de fácil.

—A veces los persas hacemos fácil y simple lo aparentemente complejo, aunque es cierto que también tenemos fama de complicar lo sencillo. Esta semana cerraremos todos los puntos del tratado de alianza militar entre Palmira y Persia. Te espero mañana en mi palacio, a mediodía. El capitán Ardavan te escoltará.

—Por mi seguridad, claro.

—Por supuesto; y ahora con más motivo, pues ya somos aliados.

De regreso a su residencia, siempre escoltado por Ardavan y seis soldados, Giorgios preguntó al capitán sobre Kartir.

—El mago Kartir Hangirpe es el hombre más poderosode Persia después del emperador Sapor. Fue el discípulo del gran mago Tantar, y lo sucedió como sumo sacerdote del dios Ahura Mazda y supremo defensor de la religión del gran profeta Zaratustra. Está empeñado en que todos los súbditos del Imperio profesen la verdadera religión, por eso, y aunque hace algunos años su majestad Sapor invitó a los judíos a instalarse en su reino, ha promulgado algunos decretos contra los judíos, los cristianos, los budistas y los maniqueos.

—¿Quiénes son los maniqueos? —preguntó Giorgios.

—Una secta de fanáticos que siguen ciegamente a un falso profeta llamado Mani; un tipo poco aconsejable a quien sus ciegos seguidores llaman el Elegido. Nació y se crió en Babilonia, en una familia de magos, pero sus ideas peregrinas derivaron en una locura que ha contagiado a muchos incautos.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Controlado y vigilado por orden de Kartir. Mani ha predicado en contra de nuestra religión verdadera y ha calumniado y difamado nuestra fe del doble principio. Afortunadamente Kartir se dio cuenta de su maldad y ha logrado atajar esa peligrosa gangrena.

—¿Y cuál es tu verdadera fe? —le preguntó Giorgios.

—La que nos enseñó el profeta Zaratustra: que el mundo está regido por el dios Ahura Mazda, señor de los cielos, hacedor de todo el universo; que toda la luz proviene de él; que existe un cielo y un infierno; que para ganar el cielo es imprescindible cumplir los preceptos y participar en los ritos de la religión verdadera.

»Kartir ha construido templos en honor de Ahura Mazda y ha enviado misioneros para difundir la fe de Zaratustra. Los fieles a la religión verdadera cada vez son más, y muy pronto la aceptarán todos los hombres. Entonces el Imperio sasánida será un imperio universal, y el rey de reyes gobernará en verdad en Irán y en todo lo que no es Irán.

—Imagino que con el permiso de Roma…

—Roma será vencida por Persia. Recuerda que sus más poderosas legiones sucumbieron ante Sapor, y que su emperador cayó en sus manos.

—¿Todavía sigue vivo? —Giorgios pretendió sonsacar alguna información a Ardavan sobre Valeriano.

—No me está permitido hablar de ese asunto.

—He oído que fue despellejado y que su piel cuelga de la pared de un templo persa.

—No estoy autorizado para hablar de ello. Pero sí puedo informarte de que en la ciudad de Istakhr, la cuna de la dinastía de los sasánidas, existe un templo dedicado a la diosa Anahita…

—¿Quieres decir que es en ese lugar donde se encuentra Valeriano?

Ardavan mantuvo sus labios sellados y se limitó a encogerse de hombros.

En los días siguientes a la recepción en el palacio real de Ctesifonte, Giorgios se entrevistó varias veces con Kartir y al fin se acordó el tratado de alianza militar entre Palmira y Persia. En caso de ser atacado uno de los dos reinos por los romanos, el otro acudiría en defensa del agredido. Pese a la insistencia de Giorgios en que se precisase el tipo de ayuda, o que al menos se pusiera por escrito la cuantía de tropas a movilizar, no consiguió que Kartir concretara detalle alguno de dicha alianza, que quedó convertida en una mera declaración de intenciones y en la promesa mutua de ayuda en caso de ser atacados por Roma.

Los embajadores palmirenos recogieron sus pertenencias, cargaron un par de camellos con los regalos de Sapor a Zenobia y pusieron rumbo oeste hacia Palmira. Tenían ante ellos varios cientos de millas de desierto que recorrer.

CAPÍTULO XXXI

Palmira,
finales de invierno de 271
;

1024 de la fundación de Roma

En Palmira se aguardaba con expectación el regreso de Persia de la embajada encabezada por Giorgios.

Tras recibir varias informaciones de los movimientos de las tropas romanas en el
limes
del Danubio, el general Zabdas no tenía ninguna duda de que el emperador Aureliano atacaría en cuanto estuviera en condiciones de poder hacerlo.

Los dos amigos se fundieron en un largo abrazo y se dirigieron de inmediato hacia el palacio real, donde los aguardaba Zenobia.

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