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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (6 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Hacia allá se dirigió en primer lugar Odenato, que observó los impávidos rostros de piedra de los dioses a la vez que pronunció una breve oración en el idioma palmireno.

—¡Oh, gran Marduk, todopoderoso señor del cosmos, creador del universo! ¡Oh, celeste Bel, dueño supremo del mundo! Os doy las gracias por las victorias obtenidas y os requiero para que sigáis protegiendo a vuestra ciudad de Tadmor de todos sus enemigos. ¡Oh, Yarhibol, dios del sol y de la luz, sigue calentando la tierra y fecundando las cosechas! ¡Oh, Aglibol, dios de la luna y de la noche, cuida de nuestros muertos, guíalos en su tránsito al mundo de las sombras y acógelos en tu seno reparador!

Depositó su casco de combate y su espada delante del altar, se arrodilló y se postró ante las esculturas de los dioses, que permanecían mudas e inmóviles, bañadas por la tenue luz ambarina de las lámparas de aceite.

Después atravesó la sala y se colocó ante el altar meridional, en cuya hornacina principal se ubicaba un antiguo ídolo de madera, muy venerado en Palmira, que representaba al dios Nebo, al que algunos griegos identificaban con Apolo; esta escultura articulada podía moverse gracias a un ingenio mecánico que los sacerdotes del templo de Bel accionaban mediante unas palancas, según les convenía, cuando los fieles acudían ante ella en demanda de una predicción sobre el futuro que les aguardaba.

Nebo era amable y cercano, la deidad más próxima a la que dirigir las plegarias y solicitar los ruegos cotidianos, pero también la de la sabiduría y la palabra escrita. Hijo del gran dios Marduk, había descendido del cielo para enseñar a los hombres el camino del conocimiento. Además de ese altar en el sancta sanctórum del gran santuario, disponía de su propio templo privativo junto al arco triunfal de la gran avenida porticada. Los sacerdotes del santuario de Bel le habían erigido ese altar en el edificio más sagrado de Palmira porque su culto rendía numerosos ingresos a causa de las consultas que se le demandaban y de las cuantiosas ofrendas que se le rendían. Por ello, en ocasiones, los sacerdotes de ambos templos se habían enfrentado en agrias disputas en las que había tenido que mediar el propio Odenato para evitar altercados mayores.

—Divino Nebo, señor de los auspicios y del destino, dueño del futuro y de los sueños, amigo de los hombres, también te ofrezco la victoria y te pido que me muestres el mejor camino para alcanzar la grandeza y aumentar la prosperidad de Tadmor.

Acabada su plegaria, Odenato se tumbó en el suelo boca arriba y contempló la bóveda que cubría el altar de Nebo, decorada con elegantes casetones y delicados florones de hojas de acanto esculpidos en piedra. Cerró los ojos y se sumió en una especie de letargo entre las vaporadas de mirra; por su cabeza pasó toda su vida como en un sueño.

Y allí, en la penumbra y el silencio del santuario de Bel, embriagado por la misteriosa luz amarillenta de las lámparas y el aroma de la mirra que ardía en sendos pebeteros, se acordó de ella. Como si uno de los dioses de aquel sagrado recinto, tal vez Afrodita-Venus, la diosa del amor de los griegos y los romanos, lo hubiera alcanzado con sus hechizos, la imagen de la joven Zenobia, la hermosísima hija del difunto mercader Zabaii ben Selim, se presentó una y otra vez, casi obsesivamente, en el interior de su cabeza, como un relámpago que arrastraba una inquietante sensación de deseo. Mirara hacia donde mirase allá aparecía siempre el rostro de la bella Zenobia, joven, fresco, con sus ojos negros deslumbrantes de luz y su cautivadora mirada serena y atrayente. Supuso que aquella aparición era fruto del deseo de los dioses, que le indicaban que aquella muchacha debería ocupar un lugar a su lado; y entonces fue cuando decidió que la haría suya.

El gobernador de Palmira ya tenía una esposa legítima, hija de uno de los más ricos y poderosos comerciantes de la ciudad. No era lo habitual, pero los árabes podían casarse con varias mujeres a la vez. Claro que Odenato no era uno más de entre los árabes; era el
dux
de Siria y, como tal, el más alto representante de Roma en Oriente. Además, su primera esposa le había dado un hijo varón, Hairam, un muchacho alegre y jovial al que Odenato amaba y al que había designado como heredero a los pocos meses de su nacimiento. Decidió que se casaría con Zenobia y que tendría dos esposas, y supuso que debería resolver aquella cuestión. En esos momentos ya había olvidado la razón de su presencia en el santuario y las oraciones y plegarias a los dioses: en sus pensamientos sólo había lugar para Zenobia.

Palmira, principios de 260;

1013 de la fundación de Roma

Zenobia estaba nerviosa. Dos esclavas la habían lavado con agua aromatizada con fragancia de áloe y esencia de algalia y jacinto y masajeaban su cuerpo con crema de nardos y aceite de rosas. Hacía unos días que acababa de cumplir catorce años y ya estaba plenamente desarrollada como mujer. Era hermosa, muy hermosa: tenía la tez brillante y morena, herencia de su madre egipcia y de su padre árabe; los dientes blancos e inmaculados, pues los cuidaba con esmero, los limpiaba con palillos aromáticos y los blanqueaba con polvo de ceniza; su cabello era negro, liso y suavísimo, y al sol tornasolaba con reflejos metálicos de tonos azulados como la siderita pulida; sus ojos eran luminosos y profundos, y sus pupilas, de un negro tan intenso como la noche sin luna en el desierto, chispeaban cual si contuvieran el fulgor titilante de mil estrellas; su mirada era enérgica y estaba llena de determinación pero a la vez manifestaba serenidad y templanza, y de vez en cuando mostraba gestos de una ternura que enamoraba; el tono de su voz era rotundo y seco, casi varonil, pero hablaba de una manera tan melódica que sonaba como un delicado susurro; su cuerpo torneado, de piel fina y delicada al tacto que cubría unos músculos duros como el hierro pero flexibles como los juncos, parecía cincelado por el más magnífico de los escultores griegos.

Aquél era el día que los arúspices del santuario de Bel, siguiendo el oráculo dictado por los sacerdotes del dios Nebo y tras consultar con los astrólogos, habían convenido como el más propicio para celebrar la boda de Zenobia y Odenato. En realidad, la decisión para el casamiento se había fijado unas semanas atrás, cuando la madre de Zenobia y el gobernador acordaron que éste tomaría por esposa a la muchacha cuando cumpliera los catorce años. Los arúspices no hicieron sino confirmar como bueno lo que ya estaba pactado y ratificar el deseo de Odenato de tomar a Zenobia como esposa cuanto antes.

La madre de Zenobia había encargado a Nicómaco, el contable de los negocios de su esposo y de su socio Antioco, que adquiriera los mejores perfumes y ungüentos que pudiera encontrar en el mercado de Palmira para que su hija se acicalara con ellos.

Tras bañarla y perfumarla, las esclavas se afanaron en preparar a la novia para la ceremonia nupcial. La vistieron con una túnica de seda de color verde, muy brillante, esmaltada con filigranas florales tejidas con hilos de oro y de plata; le colocaron sobre la cabeza una diadema de oro engastada con perlas, rubíes y esmeraldas y adornaron sus brazos con varios brazaletes de oro. La calzaron con unas sandalias de cuero rojo, repujadas con remaches dorados, en las que había engarzados una docena de rubíes.

—Ni la mismísima diosa Afrodita se atrevería a competir contigo en belleza, hija mía. ¡Nuestro príncipe se lleva la mejor joya de Palmira! —exclamó su madre al contemplar a Zenobia lista para la ceremonia—. Toma, hija —la egipcia se quitó el amuleto de piedra roja de aetita que siempre había llevado al cuello—; este talismán me lo regaló tu padre cuando me hizo su esposa. Tiene la eficacia del más poderoso de los sortilegios contra los abortos; espero que te sirva y que te proteja de ellos.

—Gracias, madre, lo conservaré siempre conmigo.

Cuando Zenobia salió al exterior de la casa la esperaba una comitiva de familiares, miembros del clan árabe de los Amlaqi, del cual era ella la cabeza, y numerosos vecinos y amigos. Una exclamación general de admiración ante la belleza de la joven se extendió entre los presentes.

Antioco Aquiles, el socio de Zabaii ben Selim, y en quien la madre de Zenobia había confiado la administración de sus negocios al quedar viuda, había sido el designado para conducir a la joven ante su futuro esposo y entregarla a Odenato en matrimonio. Lo acompañaba el escribano griego Nicómaco, notable experto en matemáticas, que seguía trabajando como contable para la compañía de Antioco y de la viuda de Zabaii, y el joven Aquileo, un muchacho de dieciocho años que acababa de llegar a Palmira desde Grecia, acompañando a Antioco en uno de sus viajes comerciales a las ciudades griegas de la costa occidental de Anatolia, al que el mercader había presentado como su sobrino.

Antioco Aquiles ayudó a Zenobia a colocarse en la sillita sobre la peana que, una vez asegurada, seis fornidos esclavos alzaron en vilo, y la comitiva partió hacia el palacio de Odenato, donde se celebraría la boda, seguida por varios músicos que tocaban melodías con cítaras y flautas, por los familiares y amigos invitados a la ceremonia y por una multitud de curiosos.

Avisado de la llegada de la novia, Odenato salió a recibirla a la puerta de su palacio. Hacía varios días que no había visto a su futura esposa, pues aunque la había visitado en varias ocasiones en su casa, siempre bajo la atenta mirada de la madre de Zenobia, se había convenido mantener la distancia entre los futuros esposos en los días previos a la boda. Cuando Odenato la contempló de cerca, su corazón se aceleró y ardió en deseos de hacerla suya cuanto antes. Sin duda, esa noche sería el hombre más envidiado de Palmira.

—En el nombre y en el recuerdo del noble Zabaii ben Sellin, que dio su vida en defensa de esta ciudad de Tadmor, y en el de su viuda, te ofrezco en matrimonio a ti, Udainath ibn Udainath ibn Hairam ibn Waballath ibn Namur ibn Namur, a su única hija, Znwbia ibn Zabaii ibn Selim, heredera del noble clan de los Amlaqi. Las matronas asignadas para ello por los sacerdotes del templo de Nebo ratifican que es virgen, el magistrado encargado del archivo del registro de Palmira certifica que es soltera y el médico testifica que está sana y no tiene enfermedades —proclamó solemne Antioco ante Odenato en idioma palmireno. Y de inmediato repitió en griego—: Te ofrezco a ti, Odenato, príncipe de Palmira, cónsul de Roma y
dux de
Siria, a Julia Aurelia Zenobia, hija de Zenobio, hijo de Selim.

El mercader indicó a los esclavos porteadores que depositaran la peana en el suelo y ayudó a bajar a Zenobia. Odenato seguía plantado ante la puerta del palacio, obnubilado por la rutilante belleza de su novia. Meonio recogió a Zenobia de manos de Antioco y se la entregó a su vez a su primo Odenato. Ahora tenía una poderosa razón para envidiar a su pariente.

—Yo, Zenobia, hija del honorable Zabaii ben Selim, acepto a Odenato, hijo de Odenato, como esposo y señor —consintió la muchacha.

—Y yo te recibo como esposa. A partir de ahora te llamarán Septimia Zenobia —añadió Odenato.

Los miembros de la comitiva rompieron en aplausos y vítores y siguieron a la pareja al interior del palacio, en cuyo patio se había dispuesto un altar y una imagen del dios Bel para celebrar el rito del matrimonio y unas mesas para servir el banquete de bodas. Los guardias de la puerta tuvieron que identificar a cada uno de los invitados y expulsar a los gorrones y curiosos que pretendían colarse aprovechando la aglomeración de gente; para acceder al banquete se habían emitido unas fichas de barro numeradas y con el sello del gobernador impreso en una de sus caras; sólo quienes poseían una de ellas podían participar en el convite nupcial.

Tras el casamiento, oficiado según el rito árabe por Shagal, el sumo sacerdote del templo de Bel, los doscientos invitados asistieron al más extraordinario de los banquetes jamás ofrecido en Palmira. Fuentes de granadas y piñas aromatizadas con cardamomo y canela y endulzadas con miel dieron paso a un guiso de pescado seco en salazón, empapado en salsa del más fino y delicado garum importado de las lejanas factorías ubicadas en el sur de Hispania. Cuatro gacelas del desierto, asadas enteras en grandes espetones, rellenas con la carne de perdices y torcaces deshuesadas, acompañadas por una espesa salsa de hierbas aromáticas, almendras y pistachos, fueron presentadas sobre sendos carritos de plata. Las patas y el costillar de un buey, asados sobre una enorme parrilla, aparecieron sobre unas parihuelas portadas por esclavos negros, mientras un certero trinchador cortaba grandes tajadas que depositaba con enorme pericia en los platos de los comensales. Los mejores vinos blancos de Grecia y rojos de Siria se sirvieron en delicadísimas copas de plata y de ónice, entre abundantes bandejas rebosantes de empanadas de carne picada aromatizada con las más caras especias, pasteles de queso, huevos rellenos, bollos de harina candeal horneados con pistachos, pasas y dátiles, bizcochos empapados en los almíbares y siropes más refinados y copas de zumo de uva y de granada.

—¡Larga vida al príncipe Odenato y a Septimia Zenobia! ¡Que los dioses os sean propicios y os colmen de hijos, de riquezas y de bienes! ¡Que la diosa Fortuna os sea benéfica siempre! ¡Que el amable Nebo os depare un futuro feliz! ¡Que Aglibol y Yarhibol os concedan una larga vida! —exclamaban de vez en cuando algunos comensales.

Odenato apenas comió; sólo tenía ojos para su joven esposa y lo único que anhelaba era el momento en el que acabaran aquellos ruidosos festejos para encontrarse a solas con ella en su lecho nupcial.

Llegada la noche, cuando Sirio lucía fulgurante en el horizonte meridional, bajo la constelación de Orión, los nuevos esposos se retiraron al dormitorio.

Los esclavos de palacio, un grupo de eunucos que se encargaban de la custodia de las habitaciones privadas del gobernador, habían preparado una bañera de mármol con agua templada aromatizada con áloe, algalia y esencia de rosas. Mientras Odenato se desvestía, dos esclavas ayudaron a Zenobia a quitarse sus joyas y sus vestidos y la bañaron en el agua perfumada.

Fue entonces cuando Odenato la vio desnuda por primera vez. El
dux
había yacido con hermosas mujeres a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado una belleza semejante. El cuerpo de Zenobia sólo era comparable a la más perfecta de las esculturas modelada por el más exquisito artista griego. La virilidad de Odenato se enardeció y ordenó a las dos esclavas que los dejaran solos.

Se acercó hasta la bañera y acarició el rostro y el pecho de su joven esposa.

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