La Regenta (97 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Agapita lloró sobre el pecho flaco de su padre. Desde la sala habían oído el diálogo Somoza y la hija menor de Guimarán, Perpetua. Media hora después toda Vetusta sabía el milagro. «¡
El Ateo
llamaba al Magistral para que le ayudara a bien morir!».

Don Fermín estaba en cama. Su madre echada a los pies del lecho, como un perro, gruñía en cuanto olfateaba la presencia de algún importuno. El Magistral se quejaba de neuralgia; el ruido menor le sonaba a patadas en la cabeza. Doña Paula había prohibido los ruidos, todos los ruidos. Se andaba de puntillas y se procuraba volar.

Teresina creyó que el recado de las señoritas de Guimarán era cosa grave, y merecía la pena de infringir la regla general.

—Están ahí de parte de la señora y señoritas de Guimarán....

—¡De Guimarán!—dijo el Magistral que estaba despierto, aunque tenía los ojos cerrados.

—¡De Guimarán! Tú estás loca...—dijo doña Paula muy bajo.

—Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo, que se está muriendo y quiere que le vaya a confesar el señorito.

Hijo y Madre dieron un salto; doña Paula quedó en pie, don Fermín sentado en su lecho.

Se hizo entrar a la criada de Guimarán y repetir el recado.

La criada lloraba y describía entre suspiros la tristeza de la familia y el consuelo que era ver al señor pedir los Santos Sacramentos.

El Magistral y doña Paula se consultaron con los ojos. Se entendieron.

—¿Te hará daño?

—No. Que voy ahora mismo.

—Salid. Que el señorito está muy enfermo, pero que lo primero es lo primero y que va allá ahora mismo.

Quedaron solos hijo y madre.—¿Será una broma de ese tunante?

—No señora; es un pobre diablo. Tenía que acabar así. Pero yo no sabía que estaba enfermo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo.

—¿Fermo, y si tú te pones malo de veras... es decir, de cuidado?...

—No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabeza sí. Es preciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted?

—Sí, claro; tienes razón.

Callaron. El Magistral se cogió a la pared y al hombro de su madre para tenerse en pie.

En su despacho se sentó un momento.

—¿Mandamos por un coche?...—Sí, es claro; ya debía estar hecho eso. A Benito, aquí en la esquina....

Entró Teresa.—Esta carta para el señorito.

Doña Paula la tomó, no conoció la letra del sobre.

Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra de una mano temblorosa....

—¿De quién es?—preguntó la madre al ver que Fermín palidecía.

—No sé... ya la veré después. Ahora al coche... a ver a Guimarán....

Y se puso de pies, escondió la carta en un bolsillo interior, y se dirigió a la puerta con paso firme.

Doña Paula, aunque sospechaba, no sabía qué, no se atrevió esta vez a insistir. Le daba lástima de aquel hijo que enfermo, triste, tal vez desesperado, iba por ella a continuar la historia de su grandeza, de sus ganancias; iba a rescatar el crédito perdido buscando un milagro de los más sonados, de los más eficaces y provechosos, un milagro de conversión. «Era un héroe». «¡Cuánto había padecido durante aquella cuaresma!». Ella, doña Paula, había acabado por adivinar que su hijo y la Regenta no se veían ya; habían reñido por lo visto. Al principio el egoísmo de la madre triunfó y se alegró de aquel rompimiento que suponía. Conoció que su hijo no se humillaría jamás a pedir una reconciliación, que antes moriría desesperado como un perro, allí, en aquel lecho donde había caído al cabo, después de pasear la cólera comprimida por toda Vetusta y sus alrededores, de día y de noche. Pero la desesperación taciturna de su Fermo, complicada con una enfermedad misteriosa, de mal aspecto, que podía parar en locura, asustó a la madre que adoraba a su modo al hijo; y noche hubo en que, mientras velaba el dolor de su Fermo pensó en mil absurdos, en milagros de madre, en ir ella misma a buscar a la infame que tenía la culpa de aquello, y degollarla, o traerla arrastrando por los malditos cabellos, allí, al pie de aquella cama, a velar como ella, a llorar como ella, a salvar a su hijo a toda costa, a costa de la fama, de la salvación, de todo, a salvarle o morir con él.... De estas ideas absurdas, que rechazaba después el buen sentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda, reconcentrada, y una aspiración vaga a formar un proyecto extraño, una intriga para cazar a la Regenta y hacerla servir para lo que Fermo quisiera... y después matarla o arrancarle la lengua....

Los primeros días, después de separarse Ana y De Pas, era el Magistral quien preguntaba más a menudo a Teresina, afectando indiferencia, pero sin que su madre le oyera: «¿Ha habido algún recado, alguna carta para mí?». Después, también doña Paula, a solas también, preguntaba a la doncella, con voz gutural, estrangulada: «¿Han traído algún recado... algún papel... para el señorito?».

No, no habían traído nada. La cuaresma había pasado así, había comenzado la semana de Dolores, estaba concluyendo... y nada.

«Debe de ser de ella», pensó doña Paula cuando vio el papel que presentó Teresina. Sintió ira y placer a un tiempo.

El Magistral sentía en los oídos huracanes. Temía caerse. Pero estaba dispuesto a salir. También se juró negarse a leer la carta delante de su madre, aunque ella lo pidiera puesta en cruz. «Aquella carta era de él, de él solo». Llegó el coche. Una carretela vieja, desvencijada, tirada por un caballo negro y otro blanco, ambos desfallecidos de hambre y sucios.

Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal, dijo con énfasis al cochero:

—A casa de don Pompeyo Guimarán... ya sabes....

—Sí, sí... Dobló el coche la esquina; don Fermín corrió un cristal y gritó:

—Despacio, al paso. Miró la carta de Ana. Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadas unas con otras. Adivinó más que descifró los caracteres que se evaporaban ante su vista débil.

«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarle que soy digna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarme otra vez; la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo le busque a usted, que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa. Pero temo que sea indiscreción. Sin embargo, iré, a pesar de todo, si es verdad que está usted enfermo y que no puede salir. ¿Dónde le podré hablar? Estoy segura de que por caridad a lo menos no dejará sin respuesta mi carta. Y si la deja, allá voy. Su mejor amiga, su esclava, según ha jurado y sabrá cumplir.—ANA».

De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensó siquiera en esto; miró al cielo, iba a obscurecer. Cogió con mano febril la blusa azul del cochero que volvió la cabeza.

—¿Qué hay señorito?

—A la Plaza Nueva... a la Rinconada....

—Sí, ya sé... pero ¿ahora?

—Sí, ahora mismo, y a escape.

El coche siguió al paso. «Si está don Víctor, que no lo quiera Dios, basta con que Ana me mire, con que me vea allí... Si no está... mejor. Entonces hablaré, hablaré...».

Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejó caer la cabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquel rincón obscuro del coche, ocultando el rostro en las manos que ardían, lloró como un niño, sin vergüenza de aquellas lágrimas de que él solo sabría.

No estaba don Víctor en casa.

El Magistral estuvo en el caserón de los Ozores desde las siete hasta más de las ocho y media. Cuando salió, el cochero dormía en el pescante. Había encendido los faroles del coche y esperaba, seguro de cobrar caro aquel sueño. Don Fermín entró en casa de don Pompeyo a las nueve menos cuarto. La sala estaba llena de curas y seglares devotos. Todas las hijas de Guimarán salieron al encuentro del Provisor, cuyo rostro relucía con una palidez que parecía sobrenatural. Se hubiera dicho que le rodeaba una aureola.

Tres veces se había mandado aviso a casa del Magistral para que viniera en seguida. Don Pompeyo quería confesar, pero con De Pas y sólo con De Pas: decía que sólo al Magistral quería decir sus pecados y declarar sus errores; que una voz interior le pedía con fuerza invencible que llamara al Magistral y sólo al Magistral.

Doña Paula contestaba que su hijo había salido a las siete, en coche, en cuanto había recibido aviso, que había ido derecho a casa de Guimarán. Pero como no llegaba, se repetían los recados. Doña Paula estaba furiosa. ¿Qué era de su hijo? ¿Qué nueva locura era aquella?

Al fin las de Guimarán, en vista de que el Provisor no parecía, llamaron al Arcediano, a don Custodio, al cura de la parroquia, y a otros clérigos que más o menos trataban al enfermo. Todo inútil. Él quería al Magistral; la voz interior se lo pedía a gritos. Glocester al lado de aquel lecho de muerte se moría de envidia y estaba verde de ira, aunque sonreía como siempre.

—Pero, señor don Pompeyo, hágase usted cargo de que todos somos sacerdotes del Crucificado... y siendo sincera su conversión de usted....

—Sí señor, sincera; yo nunca he engañado a nadie. Yo quiero reconciliarme con la iglesia, morir en su seno, si está de Dios que muera....

—Oh, no, eso no...—Tal creo yo; pero de todas suertes... quiero volver al redil... de mis mayores... pero ha de ser con ayuda del señor don Fermín; tengo motivos poderosos para exigir esto, son voces de mi conciencia....

—Oh, muy respetable... muy respetable.... Pero si ese señor Magistral no parece....

—Si no parece, cuando el peligro sea mayor, confesaré con cualquiera de ustedes. Entre tanto quiero esperarle. Estoy decidido a esperar.

El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. De don Custodio no hay que hablar. Todos aquellos señores sacerdotes «estaban allí en ridículo», según opinión de Glocester. La verdad era que un color se les iba y otro se les venía.

—¿Será esto un complot?—dijo Mourelo al oído de don Custodio.

Después de tanto hacerse esperar llegó el Magistral.

Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre.

De Pas parecía un santo bajado del cielo; una alegría de arcángel satisfecho brillaba en su rostro hermoso, fuerte en que había reflejos de una juventud de aldeano robusto y fino de facciones; era la juventud de la pasión, rozagante en aquel momento. Mientras Guimarán estrechaba la mano enguantada del Provisor, este, sin poder traer su pensamiento a la realidad presente, seguía saboreando la escena de dulcísima reconciliación en que acababa de representar papel tan importante. «¡Ana era suya otra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodillas, llorando.... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de hacer ver a toda Vetusta en ocasión solemne que la Regenta era sierva de su confesor, que creía en él con fe ciega!...». Al recordar esto, con todos los pormenores de la gran prueba ofrecida por Ana, don Fermín sintió que le temblaban las piernas; era el desfallecimiento de aquel deleite que él llamaba moral, pero que le llegaba a los huesos en forma de soplo caliente. Pidió una silla. Se sentó al lado del enfermo y por primera vez vio lo que tenía delante; un rostro pálido, avellanado, todo huesos y pellejo que parecía pergamino claro. Los ojos de Guimarán tenían una humedad reluciente, estaban muy abiertos, miraban a los abismos de ideas en que se perdía aquel cerebro enfermo, y parecían dos ventanas a que se asomaba el asombro mudo.

Quedaron solos el enfermo y el confesor.

De Pas se acordó de su madre, de los Jesuitas, de Barinaga, de Glocester, de Mesía, de Foja, del Obispo, y aunque con repugnancia se decidió a sacar todo el partido posible de aquella conversión que se le venía a las manos. En un solo día ¡cuánta felicidad! Ana y la influencia que se habían separado de él volvían a un tiempo; Ana más humilde que nunca, la influencia con cierto carácter sobrenatural. Sí, él estaba seguro de ello, conocía a los vetustenses; un entierro les había hecho despreciar a su tirano, otro entierro les haría arrodillarse a sus pies, fanatizados unos, asustados por lo menos los demás. Mientras hablaba con don Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de la necesidad de una Iglesia que se funde en revelaciones positivas, el Magistral preparaba todo un plan para sacar provecho de su victoria.... Ya que aquel tontiloco se le metía entre los dedos, no sería en vano. Los otros tontos, los que creían que Guimarán era ateo de puro malvado y de puro sabio, mirarían aquella conquista como cosa muy seria, como una ganancia de incalculable valor para la Iglesia.

«¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo, creían los más en su maldad ingénita y en una misteriosa superioridad diabólica. Y aquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a los pies del señor espiritual de Vetusta.... ¡Oh! ¡qué gran efecto teatral!... No, no sería él bobo, su madre tenía razón, había que sacar provecho.... Y después, aquello no era más que una preparación para otro triunfo más importante; ¿no se había dicho que hasta la Regenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regenta...». Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo; se le atragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía, y entre esputo y esputo de flema decía con voz débil:

—Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagro esto... sí, un milagro.... He visto coros de ángeles, he pensado en el Niño Dios... metidito en su cuna... en el portal de Belem... y he sentido una ternura... así... como paternal... ¡qué sé yo!... ¡Eso es sublime, don Fermín... sublime.... Dios en una cuna... y yo ciego... que negaba!... pero dice usted bien.... Yo me he pasado la vida pensando en Dios, hablando de Él... sólo que al revés... todo lo entendía al revés....

Y continuaba su discurso incoherente, interrumpido por toses y por sollozos.

Después el Magistral le hizo callar y escucharle.

Habló mucho y bien don Fermín. Era necesario para obtener el perdón de Dios que don Pompeyo, antes de sanar, porque sin duda sanaría—y eso pensaba él también—diese un ejemplo edificante de piedad. Su conversión debía ser solemne, para escarmiento de pícaros y enseñanza saludable de los creyentes tibios.

—Puede usted hacer un gran beneficio a la Iglesia, a quien tantos males ha hecho....

—Pues usted dirá... don Fermín... yo soy esclavo de su voluntad.... Quiero el perdón de Dios y el de usted... el de usted a quien tanto he ofendido haciéndome eco de calumnias.... Y crea usted que yo no le quería a usted mal, pero como mi propósito era combatir el fanatismo, al clero en general... y además Barinaga sólo así podía ser conquistado.... ¡Oh Barinaga! ¡infeliz don Santos! ¿Estará en el infierno, verdad, don Fermín? ¡Infeliz! ¡Y por mi culpa!

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