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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (10 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¿Por todo Oriente? Es increíble —la doctora dejaba notar su asombro—. ¿Pero que les llevó a semejante búsqueda? ¿Qué datos manejaban para rastrear el Arca?

—Pues las únicas fuentes escritas que se tenían en la época, las de la Sagrada Biblia.

Mientras pronunciaba esta última frase Carlo metió su huesuda mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un libro negro con una gran cruz dorada en su portada. No podía ser otra cosa que la obra literaria más antigua del mundo.

—Aquí está escrita la historia de la humanidad. Pasado, presente y futuro —dijo con convicción el cardenal y recuperando su lado más lóbrego empezó a leer:

Se halla escrito en los documentos que el profeta Jeremías mandó a los deportados que tomaran el fuego, como queda señalado; y también, cómo al entregarles la ley, recomendó el profeta a los deportados que no olvidaran los mandamientos del Señor y que no se extraviaran en sus pensamientos al ver ídolos de oro y plata y el ornato de que están rodeados. Y diciendo otras cosas por el estilo, los animaba a no apartar de su corazón la ley. Constaba también en el documento cómo el profeta, después de recibir un oráculo, mandó que le siguieran con el tabernáculo y el Arca cuando salió en dirección al monte adonde había subido Moisés para contemplar la heredad de Dios. Llegado allá, encontró Jeremías una habitación a modo de cueva; allí metió el tabernáculo, el Arca y el altar de los perfumes, y luego tapó la entrada. Algunos de los que lo acompañaban volvieron después con la intención de señalar el camino, pero no pudieron encontrarlo. Cuando lo supo Jeremías, los reprendió y les dijo: Este lugar quedará desconocido hasta que Dios tenga misericordia de su pueblo y lo reúna de nuevo. Entonces el Señor dará a conocer todo esto; y aparecerá la gloria del Señor y la nube, como se manifestaba en tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el lugar fuera consagrado con magnificencia.

(2Mac 2, 1-8)

Carlo principió a explicar el pasaje antes de que Marie tuviese ocasión de preguntar lo que significaba.

—Jeremías fue un profeta que vivió en tiempos de Yosías, rey de Judá a finales del siglo VII antes de Cristo, el mismo Yosías que usted cree que falsificó el Arca para volver a exhibirla en el Templo —aclaró el cardenal—. El caso es que este Arca, falsa o no, fue escondida por Jeremías en algún lugar incógnito del monte Nebo, en Moab, hoy la actual Jordania, el mismo monte desde el que Moisés vio la tierra prometida de Israel antes de morir. Jeremías ocultó el Arca antes de que Jerusalén fuese arrasada por Nabucodonosor a principios del siglo VI antes de Cristo.

—Estoy impresionada —intervino Marie brevemente para dejar continuar a Carlo.

—Los caballeros templarios, después de explorar la montaña del Templo, dirigieron sus investigaciones a la propia ciudad de Jerusalén y la colina de Sión, donde también fue escondida el Arca en tiempos de David antes de que Salomón empezase la construcción del primer Templo para custodiarla. Al no encontrar nada extendieron su búsqueda principalmente a este monte Nebo que menciona el texto que le acabo de leer —Carlo señaló la Biblia con el dedo, que todavía estaba abierta por la página que había recitado—. Ya le puedo anticipar que esta batida también resultó infructuosa. Posteriormente extendieron la búsqueda a los territorios de la antigua Babilonia, Persia y Egipto, a cualquier lugar donde pudieran encontrarse huellas del Arca.

—Perdone mis continuos reparos, pero el reino cristiano de Jerusalén no se extendió tanto —discrepó Marie—. Esos territorios que ha mencionado no quedaron bajo control de los cruzados en ningún momento.

—Los Caballeros del Temple no eran cruzados —la voz de Carlo tenía una autoridad innegable—. Su objetivo era encontrar el Arca y tenían permiso para llegar a acuerdos, incluso económicos, con los musulmanes siempre que lo considerasen necesario para llevar a cabo su santa misión. Incluso llegaron bastante más allá de la Isla Elefantina, en el sur de Egipto.

—¡La Isla Elefantina! —prorrumpió Marie—. Pero si esa isla está casi en Sudán, a más de 1.000 kilómetros de Jerusalén.

—Exacto —corroboró Carlo—. Cerca de la actual Asuán, e incluso buscaron más lejos.

—¿Pero qué les llevó hasta allí?

—La tradición y la leyenda —ahora Carlo se permitió el lujo de volver a recuperar su antigua sonrisa—. Según algunos relatos Salomón tuvo un hijo con la Reina de Saba, una legendaria cortesana que visitó Jerusalén por aquel tiempo y tuvo relaciones carnales con el sabio monarca; eso a pesar de estar ya casado con una esposa egipcia de sangre real.

Carlo se mostraba ahora más relajado, el narrar algo que no tuviese que ver con la interpretación de las Sagradas Escrituras le tranquilizaba porque no tenía que cuidar tanto sus palabras. Era un mecanismo inconsciente del que ni siquiera él se daba cuenta.

—Ese hijo se llamaba Menelik. Según se cuenta, fue a Jerusalén a conocer a su padre y éste, ya a punto de morir, le entregó el Arca como herencia. Esto en detrimento de Roboam, el heredero legítimo al trono.

—Pero de esto no hay ningún dato histórico —rebatió Marie.

—Desde luego —aceptó Carlo—, pero ya hemos convenido que en aquella época no se guiaban por preceptos estrictamente historiográficos. De hecho, sólo ahora sabemos que el Reino de Saba estaba en Yemen, no en Egipto como antes se creía.

—Y esto no lo sabían los templarios ¿no es cierto? —apoyó Marie.

—No, no lo sabían —ratificó Carlo como disculpa de los caballeros, sus ojos ahora parecían opacos—. Se apoyaron en los datos que se manejaban en la época, solamente conocían que había muchos cristianos en el norte de Etiopía y que decoraban las columnas y paredes de sus iglesias con profusas representaciones del Arca de la Alianza.

—¿Los antepasados de los cristianos coptos que aún hoy residen en Egipto como minoría cultural, quizá? —aventuró Marie, aunque casi lo desconocía todo sobre ese tema.

—Exactamente —confirmó Carlo—. La leyenda decía que Menelik se llevó el Arca y que la guardó en un templo de la isla Elefantina donde estuvo expuesta durante más de 800 años.

—Tampoco los Templarios encontraron nada en esta zona, ¿no es cierto? — preguntó Marie al pozo de sabiduría que parecía ser el cardenal.

—Tampoco —confirmó Carlo y volvió a apesadumbrarse—. A partir de aquí la sucesión de los acontecimientos se manifestaron en contra de la Orden Templaria y su supervivencia.

—¿Se refiere a su condena por herejía?

—Sí, al perder los territorios de Oriente los templarios tuvieron que volver a Europa con el resto de los cruzados. Tenían por entonces mucho poder y lo dedicaron a fundar monasterios y castillos en todos los lugares sagrados y cargados de energía telúrica que pudieron encontrar a lo largo y ancho del viejo continente.

—Sí, lo sé —apoyó Marie—. Tendían a ubicar sus abadías y fortalezas en lugares que mucho tiempo antes habían estado ocupados por templos paganos y cultos primitivos. ¿A qué se debió tal cambio?

—Pues fue un poco por desesperación —la nube oscura volvía a cubrir al sacerdote—. Al fracasar su misión en Oriente se propusieron buscar y recuperar cualquier objeto espiritual que pudiese ser útil a la iglesia católica y al Papa para afianzar la fe de los creyentes. Cualquier cosa, fabulosa o histórica, sagrada o pagana.

—Cayeron en el misticismo —afirmó Marie más que preguntó.

—Ya no eran útiles para la Iglesia, incurrieron en la idolatría y la superstición, se empeñaron en buscar el Santo Grial, en recuperar veracruces, reliquias y túnicas sagradas, entraron en una etapa de franca decadencia y empezaron a ser peligrosos para la ortodoxia y la liturgia establecidas.

Carlo aparentaba tener el espíritu compungido y el corazón contrito, parecía que más que justificar a la Iglesia de aquellos lejanos días estaba haciendo un ejercicio de descargo de su propia conciencia.

—Y también molestaban al poder civil —certificó Marie que conocía de sobra el final de los templarios porque era una materia que siempre le había llamado la atención.

—Por supuesto —confirmó el cardenal—. Sus riquezas y grandes latifundios eran anhelados por los reyes europeos. Felipe IV de Francia se alió con el Papa Clemente V y acusaron falsamente a la Orden de herejía, culto al diablo y prácticas de sodomía. La Inquisición hizo el resto.

Hubo un momento de pausa tácitamente concertado. El cardenal se sirvió otro vaso de agua, hablar durante tanto rato le secaba el paladar. Mientras bebía aprovechó para aclarar sus ideas y replantearse la estrategia que estaba siguiendo en la entrevista que le había traído a París. Hasta ahora no había conseguido nada y había dado mucho. Tendría que lanzar la red dentro de poco y, como Pedro, esperaba sacarla llena de peces.

Marie, sin embargo, no había tocado su bebida. Creía que durante todos estos días había aprendido todo lo que era posible saber sobre el Arca y que estaba preparada para afrontar la prueba de encontrar tan venerable objeto. Ahora su mente tenía una hendidura, un pequeño orificio por donde se colaba una inquietante sospecha, un temor que la enfrentaba a lo desconocido. El Arca de la Alianza era algo más que un mero recuerdo de otros tiempos. Hay entes cargados de espiritualidad, de magia, cosas que ponen al hombre en contacto con lo divino.

Pero, no, no dejó que la abertura se agrandara. Marie poseía una mentalidad eminentemente científica, enseguida cerró el paso a cualquier delirio religioso que le apartase de su escrupulosa profesionalidad. El Arca, si existía, no podía ser otra cosa que un objeto material, cargado de historia, pero físico y tangible.

La arqueóloga volvió los ojos al sacerdote, que parecía inmerso en una profunda meditación mientras miraba los amplios vanos acristalados de la habitación. Miraba sin ver, porque era ya de noche, más que los reflejos de las farolas que empezaban a echar su pulso cotidiano a las sombras que trataban de envolver París.

Marie rompió el silencio con una frase que en otro contexto no hubiese parecido tan repentina y cargada de violencia.

—¿Qué hay en el Arca para que valga tanto?

Carlo no pareció afectado por la impetuosidad de la pregunta, siguió mirando su reflejo en los oscuros cristales que parecían una prolongación fantasmagórica de sus propios ojos.

—Las Tablas de la Ley con los 10 mandamientos que Yahvéh entregó a Moisés, el recipiente con el maná con el que Dios alimentó durante 40 años a los judíos en su travesía por el desierto y el cayado de Aarón, un bastón de madera seca que llegó a florecer por intercesión de Dios —recitó el cardenal con voz algo cantarina.

—¿Nada más? —preguntó Marie—. Estos objetos ya los conocía, aparecen citados en la Biblia, pero no sabía si podía haber algún otro elemento o artefacto más ignorado.

—Qué se sepa, nada más; sin embargo, también el Arca era un aparato de comunicación entre los hombres y Dios, actuaba como una especie de oráculo, de caja de resonancia de la voz de Dios, "los querubines hablaban a los hombres con la voz de Yahvéh" —parecía que citaba de memoria.

El representante del Vaticano miró a Marie con ojos ásperos. Había decidido que ésta sería su última confesión. Era hora de reclamar la justa compensación.

—Supongo que se habrá dado cuenta de la enorme importancia del objeto que va a buscar.

—Sí, pero no estoy todavía segura de que el Arca vaya a estar esperándome en esa tumba —repuso Marie.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió el prelado a Marie con los dos carbones encendidos fijos en ella.

—Desde luego —respondió Marie distraída.

—¿Es usted religiosa?

—No, soy atea.

—¿Atea o simplemente agnóstica?

—Atea convencida. No creo que exista un poder superior al de los hombres. Estamos solos en el mundo, para bien o para mal.

Marie miró al sacerdote y se dio cuenta que, a pesar de que estaban casi en penumbra, sus palabras habían deshinchado un poco el pecho de Carlo.

—¿Hay algún problema? —articuló Marie con voz neutra.

—No… —Carlo dudó—, bueno me preocupa un poco que un ateo dirija la excavación de un objeto tan sagrado e importante para la Iglesia. Por eso he venido a verla, para lograr que tome conciencia de que lo que va a buscar no es un mero trozo de cerámica o un vestigio arqueológico habitual.

—Sí, supongo que el Arca tiene una gran carga emocional para demasiada gente —Marie sonrió—, mejor que sea yo quien la encuentre que soy totalmente imparcial.

Carlo también trató de esbozar una sonrisa, pensó que mejor mostrarse condescendiente y agradable en lo que quedaba de conversación.

—¿Sabe que en el mundo hay un porcentaje insignificante de ateos? —dijo Carlo que parecía ahora divertido.

—Sí, ¿en serio? Yo creía que seríamos casi mayoría —opinó la arqueóloga.

—Pues el porcentaje no llega al 5 % de la población mundial —decretó el cardenal.

—¡Tan pocos somos! ¡No puedo creerlo! —Marie no fingía sorpresa, estaba realmente escandalizada por el dato.

—Pues sí, los de su credo están en franca minoría —a Carlo parecía hacerle gracia el asombro de Marie.

—Siento decepcionarle, pero no creo que a estas alturas de mi vida vaya a convertirme a ninguna religión, incluida la católica. ¿No habrá venido a verme en misión de evangelización, ¿verdad padre?

—No, desde luego que no —contestó Carlo todavía con la sonrisa en la boca—, solamente he concertado esta entrevista para conseguir de usted una sola cosa.

—¿Qué cosa?

—Que me tenga informado de sus progresos —rogó el cardenal.

—Claro padre —Marie había llegado a un grado de confianza en el que veía natural llamar a Carlo con este sobrenombre tan poco utilizado por ella.

—Y que si necesita algún tipo de ayuda —continuó el clérigo—, por muy apurada que sea su situación, no dude en acudir a mí para socorrerla. Tengo medios e influencias que ni siquiera podría imaginar.

El dignatario de la Iglesia Católica tocó la mano de Marie al articular su ofrecimiento, para reafirmar lo dicho con un gesto amable.

Marie sintió un escalofrío, la mano del cardenal estaba helada. Se dominó para no retirar la suya y que no se le notase el espasmo de turbación.

—No se preocupe —emitió despacio una vez repuesta—, le tendré informado de los éxitos o fracasos de la excavación, si necesito ayuda acudiré a usted y… si veo a Dios también se lo haré saber.

A Carlo no le hacían ninguna gracia bromas tan irreverentes, aunque rió fingidamente la ocurrencia de la egiptóloga. Había conseguido el objetivo que se marcó con este encuentro, y de una forma totalmente jovial y natural, no hay nada como la risa compartida para confraternizar con otro ser humano. Qué cándidos e inocentes somos, pensó mientras seguía carcajeándose.

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