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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (2 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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No obstante, no siempre se podía ser tan comprensivo, algunas piezas arqueológicas eran activamente reclamadas por los gobiernos de los países de procedencia y, otras veces, tenían tanto valor que había que dar luz pública a su recuperación; aunque, lo más usual, es que los fragmentos de historia que rescataban eran hasta desconocidos para sus legítimos propietarios: lejanas herencias de la época de las colonias, "regalos sospechosos" de los numerosos contactos que mantenían los miembros del cuerpo diplomático u objetos "distraídos" en las numerosas misiones de paz en las que participaba el ejército británico.

John sabía que existía otro agente, un alter ego, que desempeñaba su misma labor, pero más volcado en las antigüedades orientales. Por lo que había podido averiguar, con la todavía relativamente reciente devolución de Hong Kong a las autoridades chinas, su colega tenía mucho más trabajo que él.

El tren arribó a la minúscula estación de Ashford. Bajó al andén y echó un vistazo a su alrededor, no había nada que llamase su atención, sólo era una simple estación de pequeña ciudad, lo suficientemente lejos de la City como para no sentirse parte del hormiguero y lo bastante cerca del ojo del huracán como para entrar en el remolino siempre que se quisiera. La típica zona tranquila que gusta a los poderosos.

John vio un quiosco de periódicos, se acercó al dependiente y le preguntó con aire despreocupado.

—Buenos días, ¿me puede decir cómo llegar al cementerio?

—El cementerio está a 300 metros de aquí, siguiendo la calle que tiene enfrente de la estación, no tiene pérdida, en cuanto vea una tapia sígala a la derecha y dará con la entrada.

Distinguió el muro y lo acompañó, los altos cipreses que se mecían con el viento delataban enseguida la función del terreno que había tras él. Hay cosas que son obvias. Se le vino a la mente la expresión que solía utilizar su abuela como eufemismo de cualquier necrópolis: huerto del señor. La consideró ciertamente macabra viendo lo vigorosos que crecían los árboles en el aciago paraje.

John se preguntaba lo que debía hacer ahora, ¿esperar en la puerta o entrar dentro? Se decidió por la primera opción.

El camposanto era pequeño, desde el enrejado umbral no abarcaba toda su extensión con la mirada, pero podía ver gran parte del mismo. Su jefe no parecía hallarse en el interior. Aparte de los pájaros, solamente había una pareja de ancianos observando una lápida, tan quietos y pesados como ella, y un tipo vestido con un mono azul que paseaba despacio la mirada distraída en los parterres de flores amarillas y rojas. Sería seguramente el jardinero.

Hay gente a la que los cementerios les produce cierta sensación de quietud, desde luego el tiempo parecía tan detenido allí como agua estancada, claro que los pájaros, ajenos a los observadores, rompían impúdicos la composición del cuadro cada vez que se desplazaban en excitada jauría de una rama a otra.

—¡Winters! —dijo alguien a su espalda—. Siento romper tu éxtasis, pero nos están esperando.

John se dio la vuelta, era su jefe, tan agradable como siempre, pensó.

—Buenos días Jeremy, muy bonito el sitio que has elegido esta vez. ¿Tenemos que desenterrar alguna tumba para recuperar algún objeto valioso, quizá?

Parecía que la frase había perturbado un poco la compostura del inspector, pasó la mirada rápidamente de la cara de su subordinado al cementerio varias veces.

—A veces tienes el don de la profecía John. ¿No apuestas nunca en las carreras?

Como solía hacer para no perder la iniciativa en la conversación, el policía no le dio a John ninguna opción para que pudiera responder.

—Te dije —prosiguió Jeremy— que buscases el cementerio porque era el sitio más fácil de encontrar para servir de punto de encuentro, vamos a una mansión que está aquí cerca, aunque no te confundes mucho en tus suposiciones. Sígueme.

—¿Hay algo enterrado en la casa?

—Ya basta, dentro de poco te enterarás. Y, otra cosa, intenta parecer un poco menos indiferente y apático de lo que habitúas, vamos a reunirnos con gente bastante importante.

—¿Sí? ¿De los que miran alrededor cada vez que hablan? —preguntó John, aunque su sarcasmo no tuvo ninguna respuesta por parte de su jefe, que ya había comenzado a andar a buen ritmo.

Jeremy era un buen ejemplar de homo sapiens, cruce de galés y escocesa, alto de cruz, con la cabeza pequeña y alargada, fuerte y resistente, capaz de moverse con inusitada habilidad y soportar todo tipo de adversidades. Caminaba siempre casi al trote, olfateando el aire, y no le importaba que sus acompañantes tuviesen que dar tres o cuatro pasos rápidos de vez en vez para ponerse a su altura.

John y Jeremy se respetaban y, aunque lo ocultaban a miradas ajenas e incluso propias, habían llegado a cierto estado de camaradería profesional, hasta incluso llegar a tratarse con excesiva familiaridad, algo bastante raro entre policías de diferente escalón jerárquico.

Jeremy volvió la cabeza y se dirigió a John que caminaba dos metros por detrás.

—Hemos llegado —anunció sin pararse.

Una mole de piedra gris erizada con multitud de chimeneas se elevaba tras un muro enrejado y los árboles de un ralo jardín. Parece que el otoño se había quedado a vivir allí más de la cuenta, el suelo estaba lleno de hojas caídas, ya en pleno proceso de descomposición.

—Pasa —dijo Jeremy abriendo la puerta de hierro forjado con una llave propia—, voy a presentarte a algunas personas.

—Claro —respondió John mientras pensaba desencantado en que la puerta tendría que haber chirriado.

El recibidor de la imponente mansión era una espaciosa pieza, con numerosas puertas en las paredes laterales terminando en una pretenciosa escalera doble que conducía a la planta superior.

—Tenemos que ir al piso de arriba —espetó Jeremy, sin hacer ningún amago de intentar enseñar la casa a su subordinado.

Subieron por el tramo izquierdo de la escalera, lo suficientemente rápido como para no tener tiempo de admirar el suntuoso mobiliario y la abigarrada decoración de las paredes.

El primer piso era más de lo mismo, los tabiques estaban llenos de cuadros de los más diversos tamaños y los muebles soportaban infinidad de contornos y formas de ambiguos e inexplicables artificios.

El guía abrió otra puerta y entraron. Era una habitación espaciosa, aunque con poca luz. Las paredes estaban enteramente cubiertas por altas estanterías, pero no parecían guardar ningún libro, estaban desiertas, abandonadas por sus habituales inquilinos.

Una ovalada y maciza mesa se situaba entre los dos muros de inexplicables tablas y en ella esperaban sentados y sin hablar tres hombres, aparentemente relajados y mirando indiferentes los huecos de la gran librería.

—Ya estoy aquí —anunció Jeremy con una perceptible disminución del acostumbrado tono de arrogancia de su voz—. Les presento a John Winters, el mejor especialista de Scotland Yard en antigüedades egipcias y escritura jeroglífica.

—Buenos días —saludó John un poco azorado, nunca había esperado que su jefe le presentase con tanta pompa.

Jeremy enunció rápidamente el nombre de los allí reunidos y sus cargos: Lord Stanley, encargado de asuntos árabes del Foreign Office; Sir Arthur Willian, consejero del gobierno en materias culturales; y, por último, Patrick Allen, agregado cultural del gobierno de los Estados Unidos.

Los tres individuos pasaban de la mediana edad, aunque el Sir parecía el más entrado en años; no obstante, también parecía el más corpulento y enérgico. En cambio, el americano era algo más joven y enjuto, a uno parecían consumirle los problemas, al otro debían engordarle. El Lord poseía una complexión intermedia entre los otros dos ejemplares extremos, parecía el único, a pesar de su ademán inamovible, capaz de expresar alguna emoción en las delgadas arrugas de su rostro, eso si se lo proponía alguna vez.

Los dos recién llegados imitaron a los presentes y tomaron asiento en dos sillas con reposabrazos alrededor del gran tablero de caoba situado en el centro de la habitación.

John estaba impresionado, un Lord, un Sir y un americano de traje impecable que tenía aspecto de todo menos de agregado cultural. La triada desprendía un intenso influjo de autoridad que se transmitía a través de sus rostros graves, severos, de sus miradas duras y de sus gestos firmes e infalibles. El halo del poder brillaba sobre las cabezas de los tres hombres, que no parecían que fuesen capaces de hablar de otra cosa más que de asuntos sumamente importantes y trascendentes. El interés de John estaba desperezándose y de un momento a otro, intuía, se despertaría por completo.

—¿Quieren tomar un té o un café? —preguntó Lord Stanley señalando una bandeja bastante bien provista de tazas y cafeteras; evidentemente era el anfitrión, por eso presidía la mesa ligeramente ovoide.

—Yo tomaría un té —se apresuró a contestar John sin ningún indicio de retraimiento, era la hora perfecta.

El Lord sirvió la bebida con desenvoltura y preguntó ceremoniosamente a John si lo tomaba solo o con azúcar, con leche o sin ella, o si quería una pasta o no. Los demás permanecían mudos, aunque ya no miraban las librerías, observaban al, pretendidamente, gran experto en egiptología, estudiándolo, como juzgando si realmente podía serles útil en sus planes o tendrían que buscar a otro sujeto.

Después de la formalidad de servir el té, uno de los miembros del tribunal, Sir Arthur, que estaba situado a la izquierda del Lord, se revolvió en su asiento y tomó la palabra.

—Señor Winters —expuso resuelto—, le hemos traído hasta aquí para hacerle unas preguntas en su calidad de especialista en el antiguo Egipto. En una situación normal hubiésemos acudido a alguien más… idóneo; no se ofenda, quiero decir a alguien más introducido en el mundo académico.

Sir Arthur tomó aire, resopló y prosiguió con sus justificaciones.

—Usted en calidad de empleado del gobierno y miembro de sus fuerzas de seguridad nos inspira más confianza en este momento que cualquier profesor universitario. Además, por lo que tenemos entendido, no tiene nada que envidiar en conocimientos y experiencia a ningún catedrático.

Sir Arthur sacó con premura una hoja de una cartera a la que llevaba rato manoseando el cierre.

—Se ha doctorado en historia antigua y filología clásica en Oxford y se ha especializado en egiptología en la Universidad de París. Ha participado en varias excavaciones arqueológicas en calidad de ayudante e, incluso, dirigió un par de ellas en Egipto, en la zona de Tell el Amarna.

John pensó que no era el momento indicado para decirles que en realidad solamente fue codirector y que, fiel a su forma de ser, en todo momento dejó que sus colegas llevasen la voz cantante durante todo el proceso de investigaciones.

Sir Arthur devolvió el papel a la carpeta.

—¿Cómo es que no continuó en la universidad?— preguntó elevando una poblada y blanca ceja.

—No me gusta enseñar, incluso no me agrada demasiado que me enseñen — respondió John, aunque con el suficiente deje de humildad como para no parecer prepotente.

—Sí, ya sabemos que prefiere pasar desapercibido, esa es una de las razones por la que nos hemos decidido a contactar con usted —dijo Sir Arthur mientras asentía. Al momento añadió con tono de agudeza:

—La discreción es una cualidad que los que se sientan en esta mesa valoran bastante.

John asintió con la cabeza fruto de un acto reflejo y observó, aturdido, como el resto de participantes en la reunión a duras penas conseguía controlar sus músculos faciales, no podían evitar que sus bocas se tensasen en una leve sonrisa. Estaban todos apretando los labios para controlar la hilaridad. Sólo su jefe parecía una estatua de cera, estaba visto que no se sentía muy a gusto allí y que no dominaba para nada la situación.

Sir Arthur volvió a abrir la cartera para sacar una carpeta negra de cuyo interior liberó una foto que miró por unos instantes entornando los ojos. Contempló seguidamente a John y le dijo:

—Quiero que vea esta fotografía y nos dé su opinión profesional señor Winters.

Le alargó la imagen y John la estudió con detenimiento, sin ninguna prisa. La calidad de la foto no era extraordinaria pero se acertaba a ver con bastante nitidez una gran losa de piedra, rectangular, semejando una puerta de entrada, con tres grandes figuras esculpidas artísticamente en su centro. Los relieves representaban a mujeres con las típicas cabezas animales de los dioses egipcios. Las tres estaban alineadas a lo ancho de la estela y posaban con la acostumbrada disposición de perfil, típica de las manifestaciones artísticas del país del Nilo. La efigie del centro, una mujer con cabeza de gato y vestido muy ceñido, sostenía una larga vara ondulada; era algo mayor que las que le flanqueaban, una mujer con cabeza de leona y fiero aspecto a su derecha y, a su izquierda, otra con cabeza de vaca y un disco solar entre los cuernos. El disco solar todavía parecía brillar. En la parte de arriba de la gran piedra había esculpidos unos jeroglíficos indistinguibles dada la resolución de la imagen, y en la parte inferior había otras figuras más pequeñas que parecían transportar algo sobre unas parihuelas.

John carraspeó, bebió un sorbo de té y se dispuso a emitir su dictamen.

—Bueno, parece una lápida que tapa el acceso a algún nicho o monumento. Por el estilo de la decoración, seguramente será o formará parte de la entrada a alguna tumba de la Época Tardía, más o menos por el año 1000 antes de Cristo. La figura grabada en el centro, la más grande, es Bastet, la diosa de cabeza de gato, divinidad de la hechicería entre los antiguos egipcios.

John miró la fotografía por unos segundos más y continuó con su análisis.

—La vara retorcida que lleva en la mano derecha pudiera remedar una culebra. Según la leyenda, cuando Bastet viajaba en compañía del dios lunar Thot le salvó del ataque de la Serpiente del Caos, desde entonces fue adorada como la deidad protectora contra las sierpes y su veneno.

—Supongo que habría muchas serpientes por esa época— soltó Sir Arthur para romper el monólogo de John.

—Pues sí, debía haberlas, el desierto es un hábitat bastante atrayente para estos reptiles, el calor es el mejor aliado para los animales de sangre fría; y los gatos de entonces debían contribuir bastante a controlar su proliferación.

Hubo un momento de silencio, como nadie decía nada John interpretó que debía seguir con su exposición.

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