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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (40 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¿Por qué? —en esta ocasión era Alí quien preguntaba.

—Tal vez porque no quería que los peligrosos corredores llenos de líquido interfiriesen con el resto de una hipotética edificación, con la construcción de las posteriores cámaras de la tumba.

—Así que descartamos de un plumazo todos los pasadizos del lado derecho — aventuró Marie.

—Yo diría que sí —dijo el inglés—. Los pasillos de la derecha son más anárquicos y ayer me dio la impresión de que están trazados un poco al tuntún, como para despistar.

—¿Y el pasillo más alto de ese lado? —se extrañó Alí—. Está muy cerca del nivel del pozo.

—Sí, pero sigue quedando un poco por debajo del mismo —interpretó John—, además es demasiado recto y se aleja del lecho rocoso de la montaña, que es el sitio ideal para cimentar un sólido mausoleo. No, no creo que continúe, yo le descartaría en principio, aunque siempre podemos volver a fijarnos en él si no tenemos éxito con los otros.

—Bueno, resumiendo, entonces los candidatos a llevarse el gran premio se reducen a dos —formuló Marie que, aunque no llevaba la iniciativa y se limitaba a escoltar los razonamientos de John, trataba de que no se notase demasiado.

—Sí, los dos pasillos superiores del flanco izquierdo —indicó John calmado.

—¿Y el ganador es…? —preguntó la francesa con ademán de frívola presentadora de televisión.

—No lo sé —admitió John, que tampoco las tenía todas consigo—, me sumergiré y exploraré con más cuidado que ayer para ver si encuentro algún signo o señal que nos dé la respuesta antes de ejecutar nada irreparable.

—Bien, pues manos a la obra —invitó Marie levantando la sesión.

Justo cuando salían de la tienda vieron llegar a los trabajadores, aunque no estaban todos, faltaban dos.

Osama ni siquiera pensó en pedirles explicaciones, seguro que hoy tampoco tendrían mucho que hacer a juzgar por el plan de acción que acababan de establecer. Los obreros se limitarían a deambular por el campamento contando los granos de arena que se introducían dentro de sus sandalias de cuero. Y, en cuanto a su tardanza, tampoco se iba a quejar porque sabía lo que le iban a responder, que ellos habían llegado tarde, pero que los celosos celadores habían vigilado más horas de las que tenían estipuladas, con lo que todos quedaban en paz.

Sí, mejor que no dijera nada, únicamente les miró de forma más adusta de lo que acostumbraba. A modo de explicación, y para relajar el ceño del teniente, los Zarif le contaron que alguien de su familia se había puesto de parto y que las mujeres necesitaban un par de hombres para ayudar en las labores del nacimiento.

Vanas excusas. El teniente Osman se limitó a ordenarles que tensasen todos los cordajes de las tiendas. Alí, como el día anterior, se quedó encargado de supervisar el fútil e innecesario trabajo de los
fellah.
Osama, por su parte, tendría que ayudar a los dos europeos y disponerse a manejar otra vez los mandos de la grúa. Como sabía que tarde o temprano serían necesarios, cargó de paso con el martillo neumático y el taladro submarino que también había adquirido a instancias del inglés.

Cuando compró este material a un proveedor de El Cairo especializado en la venta de equipos para la realización de trabajos bajo el agua, le había asegurado que era la mejor maquinaria para efectuar cualquier tipo de operación debajo del cauce del Nilo, aunque sospechaba que los artilugios, al ser de segunda mano, debían estar un poco anticuados y bastante gastados.

John ya se había constreñido el cuerpo con el circunscrito traje de submarinista cuando llegó el teniente a la base de piedra donde estaba ubicado el siniestro pozo. El inglés decidió cargar a su espalda una única botella de oxígeno, no esperaba estar demasiado tiempo en el agua esta vez.

—Estoy listo —dijo a sus dos compañeros mientras se dirigía a sujetarse del arnés que colgaba del gancho del tosco elevador de muebles.

Osama bajó a John hasta el agua y éste decidió explorar inicialmente, de los dos únicos orificios que le interesaban ahora mismo, el túnel más largo, el que estaba debajo del primero. El otro túnel, el más corto de todos y el más cercano a la superficie, lo dejaría para el final.

El agua parecía estar algo sucia y revuelta, mucho más que en sus inmersiones del día anterior.

No tardó ni un minuto en llegar a la boca del corredor elegido, empezó a recorrerlo despacio, girándose continuamente para abarcar con la mirada las cuatro paredes de la cueva artificial. Buscaba cualquier anormalidad, cualquier saliente, alguna piedra mal dispuesta, algún desgaste en la superficie no explicable por la erosión. Escudriñaba cualquier cosa, porque lo importante cuando no sabes lo que buscas es valorar muy bien todo lo que encuentras.

A pesar de todo, el inglés no apreciaba nada raro en su exhaustivo sondeo, el pasadizo no podía ser más uniforme y regular. Decidió, pues, encaminar sus aleteos al otro pasillo, al que se situaba por encima. Si este segundo túnel se mostraba tan poco revelador como su hermano tendrían que echar a suertes cuál de los dos perforar primero, con lo poco que le gustaba a John hacer las cosas a ciegas.

Buceó hasta el pasaje más pequeño, parecía hecho de las mismas grandes piedras que el resto de galerías inundadas. Era desalentador no encontrar nada que lo diferenciase del resto.

Se puso a examinar cuidadosamente la piedra que cegaba el pasadizo. Como en todos los otros casos, era un enorme bloque de una sola pieza de granito, debía pesar toneladas. Lo tocó. No sintió nada. De pronto, vio algo.

¡Distinguió el signo, la señal que indicaba que éste era el camino para continuar desvelando los secretos de Sheshonk, para rescatar el Arca de su sueño milenario!

El buzo estaba eufórico, como mostraba la gran cantidad de burbujas que escupía su respirador fruto de una respiración más que agitada, espasmódica.

John se dirigió a la superficie, a compartir el develamiento, a anunciar la caída de la cortina que mantenía oculta la secreta ventana, a informar de lo que había descubierto a sus dos compañeros que esperaban pacientes en el hocico de la tenebrosa sima.

—¡Subidme! —gritó el submarinista olvidándose del gran poder de reverberación que presentaban los muros de la oquedad y que hacía del todo innecesario elevar el tono de voz.

Osama accionó el botón que recogía la cuerda y vigiló el correcto enrollado de la misma. Después ayudó al inglés a hacer pie en la resbaladiza losa de la plataforma donde estaba instalado el puesto avanzado de investigaciones subacuaticas.

—¡Ya sé cuál es el túnel! —reveló sin poder ocultar su gran regocijo.

—¿Cuál? —emitieron al unísono Marie y Osama.

—¡Es el primero! ¡El más corto! —dijo mientras se quitaba el pesado cilindro de aire de su castigado dorso.

—¿Y cómo lo sabes? —pregunto Marie indiferente.

—¡Han puesto la piedra al revés! —gritó John mientras las paredes se hacían eco de su entusiasmo.

Marie no entendía nada, Osama ni siquiera intentaba entenderlo. John trató de ser más explícito.

—La piedra que ciega el primer corredor, tiene una pequeña marca de cantería esculpida a cincel. Esto significa que la han colocado desde el otro lado, no desde la parte inundada. Ese pasillo tiene, por fuerza, que continuar hacia el interior de la tumba.

Marie ya sabía lo que quería decir John. Los antiguos canteros egipcios, los que extraían y pulían las piedras de los yacimientos del sur del país solían hacer determinadas marcas para controlar el ritmo de producción y el número de bloques que salían de su fábrica. Estas huellas o signos característicos no se podían ver casi nunca porque, cuando se montaban los muros, los albañiles se encargaban de que quedasen a cubierto, tapados por los otros mazacotes de sillería. Esta realización de marcas de cantería era una práctica habitual, propia del gremio, que incluso perduró hasta la Edad Media europea.

Tardaron unos cinco minutos en explicárselo a Osama, aunque lo comprendió muy bien, porque hizo una pregunta para la que los demudados egiptólogos no tenían respuesta.

—Pero, sí esa piedra la pusieron desde dentro de la tumba, para taponar el pasadizo., quien la colocó se tuvo que quedar en el interior de la sepultura, sin poder salir.

La vacilación y la confusión se hicieron dueñas de las lenguas y mentes de los dos científicos.

—Pues, la verdad, no tengo ni idea de cómo salieron de allí —admitió John—, y digo salieron porque tuvo que ser una cuadrilla de trabajadores, la piedra pesa demasiado para una sola persona.

—Entonces, estamos como al principio —declaró Marie algo desanimada.

John meditó un rato, al igual que parecían hacerlo sus dos compañeros de fatigas.

—Creo que ese es el túnel —aseguró convencido al cabo de un tiempo—. Es el único donde hay una palpable anomalía, todos los demás parecen hermanos gemelos homocigóticos en sus hechuras.

—¿Estás seguro? —preguntó una Marie que se mostraba bastante indecisa.

—Creo que ese es el túnel que hay que perforar —repitió—. Donde se encuentra una excepción hay una nueva regla por enunciar.

—De acuerdo entonces —dio vía libre la directora de la expedición.

Osama explicó al inglés el funcionamiento del taladro submarino. Era de manejo sencillo, como uno de superficie, lo único que lo diferenciaba es que tenía todas sus partes eléctricas impermeabilizadas. Aunque poseía una única pega, era un poco menos eficaz que sus congéneres terrestres.

Al decirle eso Osama, que era menos eficiente, John optó por llevarse el martillo neumático. Este aparato, más voluminoso y potente, tenía un motor de aire comprimido capaz de vérselas con el más duro material. También tenía un inconveniente, porque no hay nada perfecto en este mundo, destrozaría completamente la piedra, que por su parte trasera podía estar grabada con algún tipo de inscripción. John decidió arriesgarse sin decirle nada a Marie, no fuese que aflorase la vena escrupulosa de su compañera y no admitiese tal contingencia.

Se sumergió con su nuevo adminículo y pronto llegó a la roca que quería perforar. Fijó el aparato en el centro de la piedra con ayuda de un mecanismo de ventosa del que estaba provisto y lo encendió. El detective Winters no tardó ni diez minutos en comprobar que sus pesquisas le habían llevado por el buen camino, al otro lado se adivinaba un corredor completamente seco.

En cuanto el martillo neumático hizo un agujero lo suficientemente grande como para que un submarinista curioso pasase, desapareció de la historia. John lo dejó sujeto a un muro lateral y se dispuso a escalar el nuevo pasadizo.

Escalar en toda regla, porque el ángulo de inclinación continuaba la pronunciada cuesta arriba que ya mantenía el túnel submarino. Se desprendió de la botella y respiró otra vez el enrarecido aliento del sepulcro, el nauseabundo olor que ya había inhalado una vez, cuando abrieron el primer acceso de la tumba. Lo malo era que, en esta ocasión, no había aire del exterior que paliase y renovase el corrompido gas que llegaba hasta las membranas de su nariz. No obstante era mínimamente respirable, por eso continuó adelante.

Dejó la botella y las aletas apoyadas en los pedazos de granito de la piedra que acababa de destrozar y que todavía se mantenían firmes, pegados al muro. El bloque no mostraba ningún tipo de decoración en su reverso, al igual que el túnel con forma de embudo que se abría y mostraba ante sus ojos.

Ya, desembarazado de pesos innecesarios, empezó a trepar, a gatear usando las paredes para apoyar manos y pies. El conducto se iba estrechando paulatinamente hasta hacerse más angosto que cualquier otra abertura de la tumba que hubiesen inspeccionado ya, lo más parecido que habían visto hasta entonces era la reducida cámara donde Sheshonk había montado su delirante trampa de fuego.

Con esfuerzo llegó al lugar donde el pasadizo se transmutaba otra vez en horizontal, en pasillo. Se puso de pie.

El plano corredor mantenía la misma disposición opresiva. Parecía ingeniado y realizado para que un solo individuo transitase por él.

De altura era igual de prominente que los otros pasadizos que ya habían recorrido, quizá algo más estimó John, pero la gran proximidad e irregularidad de las paredes laterales daban la extravagante sensación de estar en otro sitio totalmente distinto, quizá en una gruta natural o en la madriguera de una peligrosa alimaña.

No había ni rastro de frescos o cualquier tipo de adorno suntuario, exclusivamente piedra desnuda dispuesta en hiladas de aparejo a soga, sin ningún tipo de argamasa bituminosa entre sillares.

Esta ausencia del betún impermeabilizante, seguramente parecido al que se usaba desde tiempos del Antiguo Testamento para calafatear los barcos, hizo confirmar a John sus sospechas del día anterior: toda la tumba, incluida su trampa de agua, estaba planteada precisamente así desde un principio. La inundación no había sido fortuita, sino claramente pretendida, intentada y alcanzada. Este corredor por el que transitaba el inglés había sido proyectado para que se mantuviera seco, por eso las juntas de las piedras no habían sido untadas con la impenetrable substancia asfáltica que cubría la obra del pozo.

Era de todo punto increíble. Y no es que el arqueólogo dudase de la pericia de los antiguos, en absoluto, lo que le parecía inconcebible es que la construcción se hubiese mantenido inalterada durante más de tres milenios. Cuanto más lo pensaba, más dudaba de la naturaleza matemática del tiempo, no debía pasar igual para todos.

A John no le gustaba nada andar descalzo por el lóbrego y asfixiante recinto, el suelo estaba alfombrado por capas y capas de antiquísimos posos y sedimentos que no le merecían ningún respeto histórico. Aborrecible polvo de los siglos.

Era bastante desagradable caminar por semejantes estratos de sarro, por eso se apoyaba con ambos brazos en los muros, para que su cuerpo hiciese menos presión en las plantas de sus asqueados y arqueados pies.

La luz halógena que llevaba atenazada en la cabeza no conseguía alumbrar el fondo de un corredor donde se sentía que las paredes se derrumbaban a medida que se transitaba. Aparentaban estrecharse cada vez más, casi parecían tocarse, pero

John sabía que era una ilusión óptica producida por lo ceñido de la inquietante travesía.

Llevaba incómodamente recorridos muchos metros en lo que parecía un mero corredor de servicio. Los sillares, aunque perfectamente dispuestos en hiladas horizontales, parecían mucho más toscos y menos pulimentados que los de otras estancias ya visitadas. Todo hacía indicar que los artesanos egipcios no se habían esmerado mucho en la construcción de este tramo de sepultura.

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