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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La sangre de los elfos (27 page)

BOOK: La sangre de los elfos
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Jaskier no solía ceder a las súplicas pese a que su amor por los vagabundeos luchaba constantemente en su interior con su gusto por la comodidad, el lujo y unos ingresos estables. Como también, está claro, con su querencia por la pequeña ciudad de Oxenfurt.

Miró hacia atrás. Dos individuos que no habían adquirido ocarinas, caramillos ni cítaras iban tras él a cierta distancia observando con atención las copas de los árboles y las fachadas de los edificios.

Silboteando despreocupadamente, el poeta cambió la dirección de la marcha y se dirigió al palacete que albergaba la Cátedra de Medicina y Herbología. El bulevar que conducía hacia la Cátedra estaba lleno de muchachas con sus características túnicas verde claro. Jaskier las miró atentamente, buscando caras conocidas.

—¡Shani!

La médica jovencita de cabellos rojo oscuro, cortados justo por debajo de las orejas, sacó la cabeza de un atlas de anatomía, se levantó del banco.

—¡Jaskier! —sonrió, entrecerrando sus alegres ojos pardos—. ¡La tira de años hace que no te he visto! Ven, te presentaré a mis amigas. Adoran tus versos...

—Luego —murmuró el bardo—. Mira discretamente, Shani. ¿Ves a esos dos?

—Chotas. —La médica arrugó su nariz respingona, bufó, no por vez primera haciendo que Jaskier se admirara de la facilidad con la que los escolares reconocían a los soplones, espías y confidentes. La aversión que los estudiantes mantenían por los servicios secretos era proverbial, aunque no demasiado racional. El recinto de la universidad era extraterritorial y sagrado, y los estudiantes y profesores intocables. Los secretas, aunque entraran, no se atreverían a importunar ni fastidiar a los académicos.

—Van detrás de mí desde la Plaza Mayor —dijo Jaskier fingiendo que rodeaba con su brazo a la médica y le hacía la corte—. ¿Harías algo por mí, Shani?

—Depende de qué. —La muchacha retiró su esbelto cuello como un corzo asustado—. Si de nuevo te has metido en alguna tontería...

—No, no —la tranquilizó con rapidez—. Sólo quiero llevar un mensaje, y yo mismo no puedo por culpa de esa mierda que se me ha pegado a los tacones...

—¿Llamo a los muchachos? Basta que pegue un grito y en un instante te habrás librado de los chotas.

—Tranquila. ¿Quieres que estalle un tumulto? ¿La disputa por el ghetto de los pupitres y las discriminaciones para los no humanos apenas se han terminado y tú necesitas ya otro nuevo? Aparte de eso, odio la violencia. Sé arreglármelas con los espías. Tú en cambio, si pudieras...

Acercó los labios a los cabellos de la muchacha, susurró durante un instante. Los ojos de Shani se desencajaron.

—¿Un brujo? ¿Un brujo de verdad?

—Silencio, por los dioses. ¿Lo harás, Shani?

—Claro. —La médica sonrió animada—. Aunque sólo fuera por la curiosidad de ver de cerca al famoso...

—Silencio, te he pedido. Pero recuerda, ni una palabra a nadie.

—Secreto profesional. —Shani mostró una sonrisa aún más hermosa y a Jaskier le entraron de nuevo ganas de componer un romance acerca de las mujeres como ella, no demasiado guapas pero hermosas, aquéllas con las que se soñaba por las noches, mientras que a las bellezas clásicas se las olvidaba al cabo de cinco minutos.

—Gracias, Shani.

—No es nada, Jaskier. Hasta pronto. Adiós.

Después de besarse en las mejillas correspondientes, el bardo y la médica se fueron veloces en direcciones contrarias, ella en dirección a la Cátedra, él hacia el Parque de los Pensadores.

Pasó junto al moderno y siniestro edificio de la Cátedra de Técnica, que entre los escolares llevaba el nombre de Deus Ex Machina, dobló en el puente de Guildenstern. No llegó lejos. Detrás de una curva del bulevar, junto al pedestal con el busto en bronce de Nicodemus de Boot, primer rector de la Academia, esperaban ambos individuos. Siguiendo la costumbre de todos los chotas del mundo evitaban mirarle a los ojos y como todos los chotas del mundo tenían jetas triviales y descoloridas, a las que intentaban dotar de una expresión inteligente, con la que sólo conseguían parecerse a un mono que tuviera una enfermedad mental.

—Saludos de Dijkstra —dijo uno de los espías—. Vamos.

—Igualmente —respondió descaradamente el bardo—. Idos.

Los espías se miraron el uno al otro, sin moverse del sitio, clavaron los ojos en las repugnantes palabras que alguien había escrito con carbón en el zócalo del busto del rector. Jaskier suspiró.

—Lo que me imaginaba —dijo, colocando el laúd que llevaba al hombro—. ¿Así que me voy a ver obligado irrevocablemente a ir a algún lado con los señores? Difícil cuestión. Vayamos pues. Vosotros delante, yo detrás. En este caso concreto que la edad ceda ante la belleza el lugar de honor en la formación.

 

Dijkstra, jefe de los servicios secretos del rey Vizimir de Redania, no parecía un espía. De hecho se alejaba bastante del estereotipo según el cual un espía siempre ha de ser bajo, delgado, con aspecto de rata, con pequeños ojos penetrantes que brillaban por debajo de una capucha negra. Dijkstra, como bien sabía Jaskier, nunca llevaba capucha y prefería decididamente los trajes de colores claros. Medía cerca de siete pies, y pesaba con seguridad no menos de nueve arrobas. Cuando cruzaba los antebrazos sobre los pechos —y le gustaba hacerlo— parecía como si dos cachalotes se tendieran sobre una ballena. En lo que respecta a los rasgos de la cara, al color de los cabellos y a su encarnación recordaba a un puerco recién restregado. Jaskier conocía muy pocas personas cuya apariencia podría engañar tanto como la apariencia de Dijkstra. Porque el tal gigante porcino, que daba la sensación de ser un cretino eternamente soñoliento y torpe, poseía un intelecto increíblemente rápido. Y considerable autoridad. Un dicho popular en la corte del rey Vizimir pregonaba que si Dijkstra afirma que es mediodía y alrededor imperan unas tinieblas impenetrables, entonces hay que comenzar a intranquilizarse por la suerte que haya podido correr el sol.

En este momento, sin embargo, el poeta tenía otras razones para intranquilizarse.

—Jaskier —dijo soñoliento Dijkstra, cruzando los cachalotes sobre la ballena—. Cabeza de alcornoque. Idiota patentado. ¿Es que tú siempre tienes que destrozar todo lo que se te encarga? ¿Acaso por una sola vez en tu vida no podrías haber hecho lo que hay que hacer? Ya sé que no eres capaz de pensar por ti mismo. Ya sé que tienes cerca de cuarenta años, tu aspecto es de cerca de treinta, te crees que tienes poco más de veinte y actúas como si no tuvieras ni diez. Sabiendo lo ya dicho, por lo general te imparto instrucciones precisas. Te digo lo que tienes que hacer, cuándo tienes que hacerlo y de qué forma. Y regularmente obtengo la impresión de que hablo con las paredes.

—Pues yo, en cambio —respondió el poeta fingiendo arrogancia—, regularmente tengo la impresión de que hablas para hacer gimnasia con la lengua y los labios. Así que pasa al grano y elimina las figuras retóricas y la falsa oratoria. ¿De qué se trata esta vez?

Estaban sentados a una gran mesa de roble, entre estanterías cubiertas de libros y pergaminos enrollados, en el piso más alto del rectorado, en unos locales arrendados a los que Dijkstra denominaba en broma Cátedra de Historia Contemporánea y Jaskier Cátedra de Espionaje Comparado y Sabotaje Aplicado. Eran, contando al poeta, cuatro personas, es decir, aparte de Dijkstra en la conversación tomaban parte otros dos individuos. Una de estas personas, como solía ser normal, era Ori Reuven, provecto y eternamente acatarrado secretario del jefe de los espías redanos. La otra persona no era persona en absoluto normal.

—Bien sabes de qué se trata —respondió Dijkstra con frialdad—. Sin embargo, como el fingirte idiota parece que te divierte, no te voy a aguar la fiesta y te lo voy a explicar con simples palabras. ¿O puede que quieras usar de tal privilegio, Filippa?

Jaskier miró a la cuarta asistente al encuentro, quien había guardado silencio hasta entonces. Filippa Eilhart no hacía mucho que debía de haber llegado a Oxenfurt, y dado que planeaba irse enseguida, no llevaba por tanto un fino vestido ni portaba sus joyas preferidas de ágatas negras ni maquillaje de fuertes tonos. Llevaba una corta chaqueta masculina, calzas y botas altas, una vestimenta que el poeta llamaba "de campaña". Los oscuros cabellos de la hechicera, que llevaba por lo general sueltos y en un pintoresco desorden, estaban peinados hacia atrás y sujetos con una cinta al cuello.

—No perdamos tiempo —dijo, alzando sus cejas regulares—. Jaskier tiene razón. Podemos ahorrarnos la oratoria elocuente y afectada que no nos lleva a ningún lado, mientras que el asunto que tenemos que resolver es simple y banal.

—Oh, sí —se sonrió Dijkstra—. Banal. El más peligroso agente nilfgaardiano, quien podría ya estar metido banalmente en la más profunda mazmorra de Tretogor, desapareció banalmente, asustado y advertido banalmente por la banal estupidez de los señores Jaskier y Geralt. He visto gente que dio un paseo por el cadalso por banalidades menores. ¿Por qué no me informaste de vuestras intenciones, Jaskier?

¿Acaso no te recomendé que me informaras de todos los planes del brujo?

—Nada sabía yo de los planes de Geralt —mintió Jaskier con convicción—. Ya te dije que se había dirigido a Temeria y Sodden para buscar al tal Rience. También te informé de que había vuelto. Estaba seguro de que había dado la cosa por perdida. Rience había desaparecido literalmente en el aire, el brujo no halló ni la más mínima pista, de esto, si lo recuerdas, también te había hablado...

—Mentiste —afirmó frío el espía—. El brujo encontró huellas de Rience. En forma de cadáveres. Entonces decidió cambiar de táctica. En vez de ir detrás de Rience, decidió esperar a que Rience lo encontrara a él. Se hizo contratar en una barcaza de la Compañía de Malatius y Grock como escolta. Lo hizo con premeditación. Sabía que la Compañía extendería la noticia y entonces Rience se enteraría y emprendería algo. Y el señor Rience lo emprendió. El extraño e inalcanzable señor Rience. El descarado y seguro de sí mismo señor Rience, el cual ni siquiera tiene ganas de usar alias ni nombres falsos. El señor Rience, que a millas apesta a humo de chimenea nilfgaardiana. Y a hechicero renegado. ¿Verdad, Filippa?

La hechicera ni confirmó ni negó. Guardó silencio, mirando a Jaskier inquisitiva y penetrantemente. El poeta bajó la vista, carraspeó inseguro. No le gustaban tales miradas.

Jaskier dividía a las mujeres atractivas, y contando entre ellas a las hechiceras, en superagradables, agradables, desagradables y muy desagradables. Las superagradables reaccionaban a la propuesta de irse a la cama con alegre aceptación, las agradables con alegre sonrisa. Las desagradables reaccionaban en formas difíciles de prever. En cambio entre las muy desagradables el trovador contaba a aquéllas hacia las que el simple pensamiento de realizar una propuesta producía un extraño frío en la espalda y un temblor en las rodillas.

Filippa Eilhart, aunque muy atractiva, era decididamente muy desagradable.

Dejando esto aparte, Filippa Eilhart era una persona importante en el Consejo de los Hechiceros y maga de confianza de la corte del rey Vizimir. Era una maga muy dotada. Corría el rumor de que era una de las pocas que dominaba el arte del polimorfismo. Su aspecto era de tener treinta años. Seguramente tenía no menos de trescientos.

Dijkstra, descansando las mullidas manos sobre la barriga, hacía girar en molinete sus pulgares. Filippa seguía callada. Ori Reuven tosió, sorbió la nariz y se hurgó con el dedo, mientras se colocaba sin pausa su amplia toga. La toga recordaba a la de un profesor, pero no parecía que la hubiera obtenido del claustro. Parecía que la hubiera encontrado en un cubo de basura.

—Tu brujo —ladró de pronto el espía— no apreció al señor Rience en lo que vale. Puso un cebo pero, mostrando una completa falta de razón, apostó a que Rience vendría a por él en persona. Rience, según el plan del brujo, había de sentirse seguro. Rience no pudo olfatear por ningún lado el cebo, nunca pudo ver a los subordinados del señor Dijkstra que le estaban buscando. Porque por recomendación del brujo, don Jaskier no le había cascado al señor Dijkstra lo de la trampa. Y de acuerdo con las órdenes obtenidas, don Jaskier estaba obligado a hacerlo. Don Jaskier tenía en este asunto órdenes claras y concretas, que consideró adecuado menospreciar.

—No soy tu subordinado —se enfurruñó el poeta—. Y no tengo que acomodarme a tus órdenes ni mandatos. Te ayudo a veces, pero lo hago por propia voluntad, por deber patriótico, para no quedarme sin hacer nada contra los cambios que sobrevienen...

—Espías para todo el que te paga —le interrumpió Dijkstra—. Informas a todo el que te tiene pillado con algo. Y yo también tengo un par de cosas para pillarte, Jaskier. Así que no alardees.

—¡No acepto el chantaje!

—¿Apostamos algo?

—Señores. —Filippa Eilhart alzó la mano—. Más seriedad. No nos apartemos del tema.

—Cierto. —El espía se recostó en el sillón—. Escucha, poeta. Lo que sucedió no se puede rehacer. Rience resultó advertido y no hay repetición posible. Pero no puedo permitir que algo parecido suceda en el futuro. Por eso quiero hablar con el brujo. Tráemelo. Deja de pindonguear por la villa y de intentar librarte de mis agentes. Vete derecho a Geralt y tráemelo aquí, a la Cátedra. Tengo que hablar con él. Personalmente y sin testigos. Sin el ruido ni los rumores que se levantarían si detuviera al brujo. Tráemelo aquí, Jaskier. Eso es todo lo que de momento quiero de ti.

—Geralt se ha ido —mintió el bardo con serenidad. Dijkstra miró a la hechicera. Jaskier se tensó en espera de un impulso que le sondeara el cerebro, pero no sintió nada. Filippa le miraba, con los ojos entornados, pero nada señalaba que estuviera intentando confirmar su veracidad a base de hechizos.

—Esperaré a su regreso —suspiró Dijkstra, fingiendo que le creía—. El asunto que tengo que hablar con él es importante, así que realizaré un cambio en el calendario de mis tareas y esperaré al brujo. Cuando vuelva, tráemelo. Cuanto antes suceda esto, mejor. Será mejor para muchas personas.

—Puede haber dificultades —Jaskier frunció el ceño— para convencer a Geralt de que venga aquí. Él, imagínate, guarda un inexplicable asco a los espías. Aunque se suele entender que se trata de un trabajo como otro cualquiera, le repugnan aquellos que lo realizan. Las excusas patrióticas, por lo general, son una cosa, pero para la profesión de espía se escogen exclusivamente a canallas redomados y además...

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