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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (10 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Pero nada pasaba desapercibido a mamá:

—¡Tino!

El niño se sobresaltaba y se le caía el tenedor al suelo. El criado se apresuraba a recogerlo y a llevarle otro. Federica no decía nada, pero cuando el servidor ya se había retirado junto a la pared, reñía a su hijo con dureza:

—Si te portas como un niño, no te podrás sentar con nosotros.

—Sí, mamá.

Y proseguía comiendo y hablando con su marido. Desde que habían llegado, ocho meses atrás, se habían pasado siete meses viajando. Los alemanes habían convertido el país en una pura ruina, pero ruina y todo continuaba desangrándose en una insidiosa y desesperante lucha de guerrillas. Los comunistas, que habían luchado contra los nazis con un arrojo suicida, ahora no aceptaban la restauración monárquica por mucho que lo hubieran decidido las urnas, ¡ellos no se habían enfrentado a los alemanes para después bajar la cabeza, hacer reverencias y rendir pleitesía a un rey!

Con la ayuda de la Unión Soviética y la Yugoslavia de Tito, confiaban en vencer a un ejército agotado y sin recursos y establecer una república democrática. ¿No nació la república en Atenas y la palabra democracia no está formada por dos vocablos griegos, demos, que quiere decir «pueblo», y kratos, que quiere decir «soberano»? ¡Los griegos tienen la república en su código genético, corriendo tumultuosamente por su sangre torrencial! ¡O tatuada en la piel, como llevaban los guerreros de Esparta escrito en el pechoel nombre de su pueblo, por si morían en combate y debían repatriar sus restos!

Nada más llegar a Grecia, Federica se había puesto al frente de la Cruz Roja, reclamando ayuda humanitaria internacional. Con voluntarios, médicos y enfermeras, recorrió Macedonia junto a su cuñada Catalina y su dama de honor, María Carolo, y el diagnóstico fue descorazonador:

—¡En los pueblos solo hay mujeres vestidas de negro! Van descalzas y harapientas. Han matado a sus maridos y se han llevado a sus hijos.

Pablo suspiró:

—Sí, ya lo he comentado con Jorge… se habla de veintitrés mil niños…

—Y los que se quedan se mueren de hambre… El otro día se murió uno delante de mí, ¡es una muerte dulce! Con las caritas transfiguradas, no lloran, sonríen y sus ojos parecen mirar más allá…

Pablo le informó mientras se servía puré de manzana:

—Sí, Freddy, está comprobado que sus seres queridos ya fallecidos vienen a buscarlos, hay un túnel y una luz…

Federica rechazó el puré, ¡estaba a dieta!, e interrumpió a su marido:

—Sí, sí, ya lo sé, es tremendo, pero como todo está arrasado, los padres no tiene tierras que cultivar y se van a las ciudades a pedir limosna abandonando casa y familia o, peor todavía, se unen a la guerrilla. ¡Irene! ¿Quieres hacer el favor de explicarme por qué lloras?

Irene, entre pucheros y suspiros tan hondos que apenas la dejaban hablar, contestó:

—Es que me dan pena los niños muertos…

—Las princesas no lloran, Irene.

Pablo trató de interceder:

—Pero, Freddy… ¡Son tan pequeños!

—Es ahora cuando se forman sus personalidades y cuando tienen que enterarse de lo dura que es la vida.Claro, claro, siempre tienes razón, Freddy.

—Cuando sean un poco más mayorcitos, me los llevaré conmigo.

—Sí, querida.

Federica lo miró de soslayo e insinuó:

—Quizás preferirías que me quedara en casa a construir casitas de madera y a pintar cuadritos.

—No, no, ¡por la Virgen del Icono! ¿Qué haríamos Grecia y yo sin ti?

Y con ademán galante cogió la mano de su enfurruñada esposa y le besó el dorso con los ojos cerrados. A veces Pablo prefería no mirar a esta mujer dura, tenaz, tan segura de sí misma que daba miedo, para no tener que preguntarse dónde diablos había ido a parar la dulce Freddy, la prinzessin, su gorrioncito.

Pero Federica ya no le atendía, estaba fumando un cigarrillo y tomando un café tan fuerte que, si se volcaba la taza, probablemente el líquido quedaría de pie.

—Por cierto, Palo, tengo que hablar con Jorge del asunto de nuestra asignación, ¡necesitamos más si queremos arreglar esta casa y Tatoi! Y me gustaría reponer mi vestuario, te recuerdo que todo se cayó al mar cuando veníamos. ¿Y las joyas de la corona? ¡El tesoro de los Romanov todavía no ha aparecido, si es que existe!

Las esmeraldas, los zafiros… Catalina me ha hablado de una tiara que llevaba siempre tu madre, un bandeau de diamantes… Mamá me ha enviado la corona helena y tengo la prusiana de la boda, ¡pero no puedo ir siempre con las mismas!

—Pero, Freddy, ¡no te las vas a poner para ir en Jeep!

Una sonrisa fugaz hizo asomar por un momento un hoyuelo en la mejilla de Freddy, pero volvió a esconderse rápidamente:

—¡Daremos fiestas! ¡Nos abriremos a Europa! Tenemos que ofrecer una imagen unida a los Estados Unidos para que a nosotros también nos llegue la ayuda del general Marshall y su famoso plan de recuperación. ¡Nosotros también hemos sufrido y necesitamos su dinero! Hay que poner esta monarquía en pie, solo así nuestro pueblo confiará en nosotros.

Agitada, Freddy se puso en pie ella sola para ir dando ejemplo y recorrió el comedor a grandes zancadas mientras la falda de seda de Jean Dessès se le arremolinaba en las pantorrillas. Los niños y los sirvientes la miraban fascinados:

—Hemos conseguido volver. ¡Nadie daba ni un dracma por nosotros! ¡Mira lo que pasa en España! Los Borbones están esperando en Estoril a que Franco los llame, y ¿sabes lo que te digo, Palo? ¿Sabéis lo que os digo, niños míos?

Sofía, interesada aunque no sabía por qué, preguntó:

—¿Qué, mamá?

—¡Que Juan y María nunca serán reyes!

Sofía volvía a preguntar:

—¿Quiénes son Juan y María?

—Los herederos en el exilio de la Corona española ¡pueden esperarse sentados! ¡Franco no va a dejar el poder nunca! —Con el puño de una mano se golpeaba la palma de la otra—. Tenemos que establecer en Grecia una monarquía tan fuerte como la inglesa, ¡pero si el marido de la reina de Inglaterra será un griego!

Pablo sonrió con amargura:

—Sí, querida, Felipe es griego, ¡pero está empeñado en que se olvide! Su origen ha sido borrado de las biografías oficiales. ¡Nadie se acuerda de que es primo nuestro! Por cierto, ya hemos recibido la invitación, la boda será en noviembre.

—Ah, ¿sí? —dijo su mujer momentáneamente sorprendida—.

Bueno, claro que iremos. Pero Felipe es griego, aunque él no quiera.

Federica se sentó y dio otro golpe, esta vez en la mesa, que derramó una copa de vino y casi hizo caer a Sofía:

—¡Necesitamos la ayuda del presidente Truman como sea!

¡Voy a escribir yo personalmente al general Marshall! No sé cuál será la forma protocolaria de dirigirme a él…

Pablo le dedicó una sonrisa en la que solo Sofía advirtió el sarcasmo:

—Muy fácil, querida. De hombre a hombre.

—Sí, sí, tal vez —respondió Federica algo desconcertada, reponiéndose en el acto—. Lo importante es convencerle de que la única manera de evitar que la Unión Soviética domine Europa es mantenerte a ti en el trono. ¡Seremos el muro de contención de Stalin y compañía!

Y apuraba el café y vaciaba de golpe una copita de ouzo, rezongando:

—A esos comunistas les iba yo a… Claro que los reyes poco podemos hacer… no tenemos ningún poder efectivo.

Su marido le recordó con suavidad mientras le apartaba un rizo que le caía sobre los ojos:

—Todavía no somos reyes, Freddy.

Federica
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tuvo a bien ruborizarse un poco:

—Bueno, claro… no quería decir eso… Me refería a que el rey de Grecia no tiene poder, todo se ha de consultar, consultar aquí, consultar allí…

Y hacía gestos exagerados con la mano, a un lado y al otro, como en un baile versallesco, y los niños reían a carcajadas, pero Pablo se apresuraba a detenerla, porque aunque los criados fingían no escuchar no había que fiarse de nadie:

—Y está muy bien así, Freddy querida. Vivimos en una monarquía constitucional, así lo aceptamos cuando volvimos del exilio.

Silencio. Del exilio no se hablaba. Las ratas. El hambre. Los desprecios.

Sin que nadie se diera cuenta, Federica apretó la cruz, «contigo resistiré», que continuaba llevando en el bolsillo.

Se oyó el timbre del teléfono. Entró un criado con el aparato en la mano: Pablo arrugó el ceño, ¿quién podría ser? ¿Su hermano? Habían cenado juntos anoche y después habían ido a un estreno benéfico, se proyectaba la película Enrique V, de Laurence Olivier. Cuando salían Freddy le había dicho cogiéndose de su brazo y reclinando la cabeza en su hombro con un gran despliegue de hoyuelos y miradas tiernas que ahora solo reservaba para la intimidad:

—Tú eres más guapo.

Y el diádoco, que estaba perdiendo pelo a pasos agigantados, y que, a pesar del deporte que practicaba, estaba engordando, metió barriga, abombó pecho y dio un suspiro, preguntando:

—¿Tú crees?

Esa misma mañana, hacía unas horas, había ido a palacio y había visto un momento a su hermano. Estaba como siempre, con aspecto fatigadísimo, ¡pero es que los tiempos eran tan duros! ¡Se necesitaba ser de hierro, como Freddy, para aguantarlos!

Se puso al teléfono y echó una mirada maquinal al reloj, la una. Creyendo que era su ayudante, Babis Potamianos, le informó mecánicamente:

—Ahora voy.

Y ya se levantaba para marcharse, cuando Federica lo detuvo:

—No, pregúntale para qué es, por si tengo que ir yo también.

Pero no era su ayudante el que estaba al otro lado del teléfono, sino el ministro del interior, Georgios Papandreu, que le dijo:

—El rey está muy mal.

Se levantaron los dos; era el momento que llevaban esperando desde hacía años y para el que se preparaban Palo desde que se había convertido en diádoco y Freddy desde que se había casado con él.

Los niños continuaron comiendo. Cuando se fueron sus padres, Irene preguntó:

—¿Qué pasa?

Y Sofía contestó con suficiencia, por algo era la mayor:

—Les han gastado una broma… Hoy es primero de abril, el día de los Inocentes.

Cuando Pablo y Federica llegaron a palacio, quien había reinado con el nombre de Jorge II ya estaba muerto, se había tumbado tranquilamente en un diván después de una audiencia y su corazón había dejado de latir. Las penalidades del exilio, el ingente trabajo al que se enfrentaba cada día desde su regreso, el sufrimiento de ver su tierra desgarrada, rota y pobre, habían acabado por agotar la batería de aquella cansada maquinaria que a duras penas podía llamarse vida humana.

A su lado lo velaba su hermana Helena, que acababa de ser expulsada de Rumanía y había venido con su hijo Miguel a refugiarse al Palacio Real.

Lloraba. Pero cuando entró Pablo en la habitación se dirigió hacia él, se puso de rodillas y le besó la mano. Su hermano le trazó una cruz en la frente y lo mismo hizo con los sirvientes que se fueron postrando de hinojos a su paso.

Federica, detrás de él, avanzaba con la cabeza alta, como si le aplaudieran multitudes.

Las basilisas Sofía e Irene y el prigkipas Constantino se fueron al Lawn Tennis Club de Atenas, las niñas tenían clase de ballet
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, su hermano de tenis. Nursi los recogió, un poco más silenciosa que de costumbre. Sorprendentemente, el chófer abrió la puerta e hizo pasar a Tino en primer lugar.

También Nursi le ofreció en primer lugar la merienda.

Sofía le preguntó:

—¿Por qué le das al prigkipas la merienda antes que a nosotras?

—Porque ya no es prigkipas —contestó Nursi, pero no les explicó lo que ya todos sabían en Atenas.

Después, cuando estaban en el cuarto de jugar, el de los dibujos de Walt Disney, entró Federica, elegantemente vestida de negro, poniéndose los guantes.

Les dijo:

—El tío Jorge se ha muerto y ahora vuestro padre es el rey. No me beséis que me acaba de peinar la peluquera.

Y se acercó a aquel muchachito de siete años, posó la mano en su hombro y con más compasión que orgullo le dijo:

—Tino, ahora tú eres el diádoco.

Antes de salir les informó en tono frío:

—A partir de ahora todo va a cambiar. Vuestro padre tiene muchas responsabilidades, mucho trabajo, tendrá que viajar, lo vais a ver muy poco.

¡Pobre papá!

Sofía, alarmada, preguntó:

—Pero, nosotros, ¿qué va a pasar con nosotros?

Federica, secamente, con una ceja más alta que la otra, le contestó:

—Tendremos que irnos de aquí, por supuesto, al palacio de Atenas… Os va a costar, ¡pero más le va a costar a vuestro padre!

¡Esperemos que su salud no se resienta! Ya no es un niño, tiene cuarenta y siete años.

Irene se puso a llorar y a frotarse los ojos y señaló los dibujos de las paredes:

—Pero, mamá, tendremos que dejarlos ¡a ellos! A Cenicienta, y a Dumbo, y a Pluto… yo no quiero que papá sea rey…

Federica, ya en la puerta, contestó con voz exasperada:

—Irene, no seas cría, ¡cómo no va a ser rey vuestro padre! Eso no se escoge, se acepta y punto… ¡a quién se le ocurre pensar ahora en unos tontos dibujos!

Salió, y por una vez Sofía se apiadó de su hermana y le rodeó los hombros con el brazo. ¡También le daba mucha pena no volver a ver a Blancanieves! Hasta Tino, que era hombre y además el diádoco, se acercó a sus hermanas y las abrazó a ellas porque no podía abrazar a Pinocho, que, con su nariz roja y sus piernas rígidas, parecía suplicarle «no me abandones».

Podemos ver en filmaciones de entonces el entierro impresionante del rey Jorge. Un sobrio armón del ejército cubierto de banderas griegas y unas coronas de laurel. Detrás, su caballo con las espuelas puestas del revés y arneses de color negro. A ambos lados, marinos de la armada griega y los altos tsoliades, la guardia real con la fustanella, la vistosa falda que identifica a los soldados griegos en todo el mundo, y sus zuecos de cuero negro. Detrás, en primer lugar, el gigantesco Pablo dando la mano a un niño, Tino, el diádoco, vestido de forma inadecuada, con camisa blanca, pantalón corto de color beis y calcetines altos. Con sus piernecitas de siete años intenta acoplar sus pasos a la larga zancada de su padre.

El error de la indumentaria del diádoco ya ha sido corregido para la coronación de Pablo en el Parlamento. Tino lleva un traje completo con corbata, sus hermanas Sofía e Irene van con abrigos de color claro —la filmación, por supuesto, es en blanco y negro— y calcetines blancos.

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