La soledad de la reina (20 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Para Tino, sin embargo, la práctica del deporte náutico era casi su única ocupación. Por mucho que Federica en sus Memorias nos hable de la dura instrucción que le dio al heredero, al que hacía asistir a las audiencias de su padre desde los diez años, y a partir de los quince se le pedía incluso su opinión, la verdad es que estaba muy mal preparado
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. El embajador francés Guy de Girard de Charbonnières cuenta en su autobiografía que, en una ocasión en que le tocó comer con los príncipes griegos, se dirigió a Tino en francés, y la princesa Irene, con jubilosa precisión, le indicó:

—No se moleste usted en hablar a Constantino en francés, no entiende una palabra, ¡es el bobo de la familia!

El embajador, que trató íntimamente a la familia real griega, se asombraba de lo mal educado que estaba el heredero. Mimado por su madre y adulado por los cortesanos, ¡solo había estudiado con mediocres preceptores privados! A los dieciséis años había seguido un simulacro de instrucción militar de la que se reía la prensa de su país. También se dijo que estaba estudiando en diversos ministerios, pero todavía fue más risible la mentira, ya que se descubrió que los citados estudios se limitaron a un par de mañanas en las que el diádoco tan solo estrechó algunas manos.

De Irene también comentaba el embajador que era ignorante y maleducada, que se notaba que tenía muy poco mundo, aunque añadía con algo de incongruencia que a pesar de eso era «deliciosa». Supongo que a esto se le llama alta diplomacia.

La mente incansable de Federica, siempre en ebullición, pensó que otra buena jugada de marketing, en una época en que esta palabra ni siquiera existía, sería aprovechar la única buena cualidad del diádoco: su aptitud para el deporte. Para aumentar la popularidad de su hijo sería bueno que este participara a bordo de su balandro Nereus en la olimpiada de 1960 que se debía celebrar en Italia. No solamente sería bueno para él, sino también para ella, pues empezaban a aparecer datos en la prensa, filtrados seguramente por Pedro de Grecia, el hijo de la tía María Bonaparte, sobre sus propiedades. En ellos se demostraba que la supuesta modestia de la familia real no era tal. En algún inventario salió que los otrora pobres reyes poseían treinta coches, veintisiete yates, doce mil pinturas de firma, doscientos iconos bizantinos y otros novecientos objetos de arte de gran valor, seguramente, según se decía la oposición, gracias a comisiones y regalos recibidos por parte de los armadores, dueños de fabulosas fortunas.

Como era imposible atribuir el pecado de la codicia a ese hombre tranquilo y bondadoso, espiritual y distante, que era el rey Pablo, siempre ataviado con viejas y descoloridas guerreras, las miradas se volvieron a su mujer, en la que su cansado marido había delegado todas sus atribuciones.

Cuando Federica protestó delante de la tía María por la deslealtad de su hijo Pedro, la madre intentó justificarlo:

—No sé si es comunista o quiere ser rey en lugar de Palo…

Yo creo simplemente que está loco.

Y luego había añadido:

—Te odia y dice que los griegos terminarán también odiándote.

Es muy pesado tener una persona en la familia que siempre te dice la verdad.

Un diplomático todavía en activo me contó hace pocos años:

—De la noche a la mañana Federica, aquella mujer que se creía el hada protectora de Grecia, la «mitera», pasó a ser la persona más odiada por sus súbditos… Es lógico y hasta aceptable que las familias reales prosperen a lo largo de generaciones, ¡pero es que Federica lo hizo en unos pocos años! Almacenó mucho, pero yo creo que ella en ningún momento pensó que estaba obrando mal.

¡Tenía derecho! ¡Enriqueciéndose ella se enriquecía el país, porque Grecia era ella!

Sí. Un triunfo en las olimpiadas sería el triunfo no de Grecia, sino de Federica.

En una de las regatas de preparación, en invierno todavía, Sofía se cayó al mar, lleno de placas de hielo, ¡con el peso del jersey y el anorak estuvo a punto de hundirse! Fue salvada cuando ya había tragado bastante agua.

Decidió no participar en la olimpiada, no por miedo, sino para no obstaculizar la victoria de su hermano. Había tanta presión para que ganase el oro que la princesa reconoció dolorosamente:

—¡Si perdía por mi culpa, nunca me lo hubiera perdonado!

Quedó relegada al papel de suplente.

La competición tuvo lugar en la bahía de Nápoles. Karamanlis, el primer ministro griego de aquellos años, despidió solemnemente al equipo diciéndoles:

—¡Debéis traer el oro olímpico, el diádoco no puede perder!

Toda la familia real griega se alojó en su barco, el Polemitis.

Supongo que siguiendo los consejos de doña Victoria Eugenia, los Barcelona, con Juanito, también fueron a presenciar la final. Su interés, más que deportivo, era de pura estrategia matrimonial, porque no se entiende que descartaran acudir a Roma, donde se celebraban las pruebas más importantes, para asistir a una regata con la que no tenían ninguna relación, ni patriótica ni familiar, tan lejos de su casa. Se alojaron entre el hotel Santa Lucia y el palacio de los Serra di Cassano en la via Monte di Dio de Nápoles.

Después de una reñida lucha con otro participante, un italiano, Tino ganó la medalla de oro, ¡la primera de Grecia de los juegos modernos! Sofía lo recuerda como uno de los momentos más hermosos de su vida:

—Cogí una manguera y los mojé a todos… Nuestro primo Karl de Hesse se tiró al mar con una botella gigante de champán y las copas…

¡Se rompieron platos y no se bailó el sirtaki, porque todavía no estaba inventado! Lágrimas, abrazos; en Grecia se paseaban fotos del diádoco por las calles en procesión. Federica organizó a bordo del Polemitis una fiesta de celebración donde hizo de orgullosa anfitriona con el magnífico aderezo de rubíes de Birmania color sangre de paloma compuesto por una tiara de hojas y flores y un collar que le llegaba casi hasta la cintura que había pertenecido a la gran duquesa Olga, la abuela de su marido. Como la corona recordaba a las hojas de laurel con que los romanos coronaban a sus deportistas, hubo quien con bastante irreverencia le dijo:

—¡Ave, Freddy Augusta!

Se lanzaron cohetes, se abrazaban los desconocidos, todos reían y lloraban a la vez. Irene y Mauricio de Hesse se cogían de las manos.

Exultante, segura de sí misma, Sofía vio que Juanito la miraba sonriente. Espontáneamente, se dirigió hacia él y casi le echó los brazos al cuello. Pero de pronto retrocedió:

—Oh, llevas bigote, ¡estás horrible!

Grande debió de ser el asombro de Juanito cuando aquella princesa tan prudente que casi resultaba cursi, a la que tenía por seria y tímida, lo cogió del brazo con descaro, lo llevó arrastrando hasta el cuarto de baño, le hizo sentarse, le puso una toalla por encima de los hombros, como en las barberías, le levantó la nariz, ¡y lo afeitó!

Quizás Sofía se dio cuenta de que, si tenía que competir con las Olghinas de este mundo, no estaría mal sacar las viejas armas de mujer, el coqueteo y la picardía, aunque, como era una chica inteligente y había estudiado las características de su amado, se daba cuenta de que a Juanito, como buen español, lo que en el fondo le gustaba eran las mujeres puritanas.

Me imagino las miradas complacidas que Juan y Federica debieron intercambiar mientras sus dos hijos se encerraban en el cuarto de baño y a través de la puerta solo se oían risas y silencios.

¡El «acuerdo de Corfú» estaba dando sus resultados!

También le gustaba a Freddy que la historia de amor entre Irene y su primo Mauricio prosperase. ¡A ver si después de tanto preocuparse iba a casar a las dos hijas de una sola tacada!

Sofía y Juanito probablemente continuaron viéndose en esos días, aunque algunos autores (Preston y Gurriarán) cuentan que María Gabriela era la acompañante oficial de don Juanito en las jornadas olímpicas. Personalmente, pongo en duda este dato, ya que la república había prohibido que los Saboya pisaran territorio italiano.

Lo que sí me parece más verosímil es lo que dice la condesa Olghina de Robilant en sus memorias: ella sí estuvo en Nápoles, viéndose a escondidas con Juanito.

Lo que también es cierto es que, cuando Juanito regresó a Estoril, se pavoneaba delante de sus amigos enseñándoles una valiosa pitillera de oro adornada con algunas piedras ostentosas, de aire oriental, que, según contaba:

—Me la ha regalado la princesa griega.

Y también:

—¡Nos carteamos!

Este encuentro no para todos fue tan memorable. Doña María ni lo menciona en sus minuciosas memorias. Tampoco lo hace el rey en la biografía que le dictó a José Luis de Vilallonga, aunque el hecho de que no hable de este episodio que atañe a su mujer no tiene nada de excepcional. En las 250 páginas del libro apenas se nombra a la reina media docena de veces, siempre de forma tangencial, y tan solo en una página completa. Es ahí donde don Juan Carlos la define con cierta crueldad:

—¡Es una gran profesional!

Que el rey no aluda apenas a la reina creo que es un dato penoso y poco comentado, que en su momento debió de doler mucho a su mujer, ya que se produjo precisamente en un periodo de graves distracciones conyugales, como comentaremos en su momento. No hay ni un elogio a doña Sofía, aparte del mencionado «¡Es una gran profesional!», ni una anécdota familiar, ni una situación vivida juntos, ni se menciona el apoyo de la reina en el largo camino hacia el trono, una ayuda tan esencial que quizás don Juan Carlos no hubiera llegado a ser rey nunca sin ella, como trataremos de demostrar en estas páginas que tienen ustedes entre las manos.

Leyendo el libro de Vilallonga parece como si la relación de la reina con su marido fuera inexistente. ¿Es un olvido del rey? ¿Es una ocultación deliberada por parte de Vilallonga? Yo me inclino más por esta segunda opción, sabiendo cómo fue la génesis de estas memorias y quién apoyó su candidatura a biógrafo oficial de don Juan Carlos, lo que contaremos más adelante.

Resulta todavía más patético si se tiene en cuenta que las memorias de la reina dictadas a Pilar Urbano no son más que un canto de amor a su marido.

De todas formas, la olimpiada de 1960 pasará a la historia no por esa única medalla de Grecia en una categoría menor, sino porque en la maratón de Roma llegó el primero al Arco de Constantino un etíope que corría con los pies descalzos con la elegancia de un príncipe de la selva: Abebe Bikila, convertido en leyenda por ser el primer negro africano ganador de una medalla olímpica.

Las casas reales europeas prácticamente solo se encuentran en bodas o entierros. Siempre se ha dicho que el día D de Juan Carlos y Sofía tuvo lugar en la boda de Eduardo de Kent, primo de la reina de Inglaterra, ¡uno de los efímeros pretendientes de Sofía! La princesa sonreía con algo de melancolía al recordarlo con su albornoz de rayas y sus pies de pato a bordo del Agamemnon. Se casó con una chica plebeya, de origen campesino, pero muy guapa, Katherine Worsley, en York, el 8 de junio de 1961.

Más tarde la reina confesó:

—Por una vez, el protocolo hizo bien las cosas y me sentó junto a Juanito.

Sin embargo, también en este caso, la realidad dista bastante de lo que nos han contado. El rey Olav de Noruega había enviado a Harald a estudiar a Oxford, provocando su ruptura con Sonia Haraldsen. ¡Freddy volvía a tener esperanzas! Juanito estaba bien, pero era mejor Harald, por ser heredero de un trono que ya existía.

Y si alguien arguyera que Sofía estaba enamorada de Juanito, Federica le contestaría lo mismo que solía decir don Juan:

—Es una princesa real, y como tal acatará las decisiones de sus mayores.

Y yo estoy convencida de que Sofía lo habría hecho.

Federica maniobró y consiguió que colocaran juntos a Sofía y Harald en el banquete. Las revistas vuelven a especular y comentan que, al finalizar esta boda, se anunciará el compromiso entre la princesa griega y el príncipe noruego. Fue entonces cuando la persistente Sonia viajó con premura a Inglaterra, le amenazó, le suplicó, y el inestable príncipe noruego volvió a caer en sus brazos, prometiéndole que no se casaría nunca con otra que no fuera ella. Envalentonado, le dijo a su padre:

—Acudiré a la iglesia, pero después me iré con Sonia. No pienso casarme con Sofía.

Desalentado, Olav no tuvo más remedio que contárselo a Federica, que entonces sí que tiró la toalla. El campo estaba libre para Juanito.

En la catedral de Westminster se encontraron un príncipe que seguramente llegaría a ser rey, de veintitrés años, libre, ya maduro y dispuesto al matrimonio, y una princesa de gran categoría, inteligente, sin ataduras, disciplinada y con la sangre más pura de Europa.

Se sentaron el uno al lado del otro. Sofía, humillada, no le dirigió ni una mirada a Harald, que, cariacontecido pero seguramente aliviado, se quedó a un lado. Tino estaba también junto a Sofía. Freddy debió de suplicar en silencio a la Panagia para que el asunto de Juanito se resolviera de una vez; cuanto más tiempo pasara, más se devaluarían las acciones matrimoniales de la inocente Sofía.

Si Harald no hubiera estado enamorado de Sonia, ¿Sofía se habría casado con él y no con el chico de los Barcelona? Era una princesa dócil y muy consciente de su deber. Su madre quería para ella el heredero de un trono antes que un príncipe con un futuro bastante precario. Lo repito. Yo me inclino a pensar que, de no haber sido por Sonia, hoy Sofía sería la reina de los noruegos en lugar de la nuestra y su vida habría sido no sé si más dichosa, pero sí más apacible.

Pero el tiempo apremiaba a Juanito y Sofía; seguramente ambos eran muy conscientes de lo que se esperaba de ellos, ahora que ya no había obstáculos que salvar, y de que ninguno de los dos iba a tener mejores oportunidades. Yo imagino a Sofía palpitante y emocionada, sabiéndose en el inicio de la gran aventura de su vida. Y también, ¿por qué no?, con el deseo legítimo de salvaguardar su orgullo delante de Harald y además de la opinión pública que llevaba meses emparejándola con un príncipe que había preferido a otra. ¿Y Juanito? Desde la primera chica con la que salió, el príncipe había confesado que, «por mi posición no soy libre de enamorarme de quien quiera, tengo que obedecer el mandato de mis mayores y buscar la persona adecuada…». Unos lo llamarán resignación. Yo lo llamo sentido del deber.

Se lo contó sencillamente a sus amigos de la infancia, sin dramas:

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