La soledad de la reina (24 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Doña María y las infantas prefirieron desplazarse a Grecia en avión. Los reyes de Grecia fletaron dos Constellation para transportar a sus invitados. En ninguno de ellos había sitio para los familiares del novio, y así doña María tuvo que pagarse sus billetes como un pasajero corriente. ¡Federica ya no consideraba necesario hacerse la simpática con sus consuegros!

En realidad su deseo era que don Juan renunciase a sus aspiraciones al trono de España para dejar pista libre a su hijo. Así lo reconoce el consejero de Estoril, José María Pemán
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, quien cuenta:

—La reina Federica no se está quieta ni un momento, es una mandona, quiere que don Juan abdique en su hijo y no se molesta en disimular.

Aunque nadie se lo había pedido, hizo amueblar lujosamente la casa de Psychico, donde habían nacido Sofía y Tino, para que viviesen en ella los recién casados, ¡quería disponer de sus vidas!

¡No estaba acostumbrada a que nadie, y menos su sumisa hija, le llevara la contraria!

Hay una foto tomada por Peñafiel en esos días que, aunque no tiene mucha calidad técnica, me parece muy reveladora. En ella Federica habla con su yerno. Juanito casi está de espaldas a la cámara, pero se nota que sonríe y se ve la sombra de sus largas pestañas sobre sus mejillas. Federica le coge la mano y le mira con ojos entornados y suplicantes que muestran esa expresión de arrobamiento que solo tienen los místicos o los niños. O los grandes enamorados.

Aunque a Freddy le importaba un bledo, a la familia real española no se la veía especialmente feliz, había habido muchos desaciertos en los días previos a la boda, las humillaciones que habían recibido, tanto por parte de los representantes de Franco como de la propia Federica, hacían que no pudieran saborear este enlace que tanto les había costado conseguir. Quizás la afrenta más grotesca fue que cada vez que el corpulento don Juan entraba en una recepción con su paso torpón y escorado, en lugar de sonar la Marcha Real los músicos habían recibido órdenes de tocar el Pasodoble torero. ¡Don Juan se ponía lívido de rabia!

Freddy lo había organizado todo a su manera, es decir, a lo grande. Lo peculiar es que, contrariamente a lo que se nos ha hecho creer siempre y también a los deseos del papa, donde Federica echó el resto fue en la boda ortodoxa, siendo la católica una ceremonia corta y modesta. En la catedral ortodoxa de Santa María, donde el único periodista español presente fue Jaime Peñafiel, se siguió el largo ceremonial bizantino. Y en la iglesia católica, una edición abreviada de la santa misa que apenas dura media hora. La pequeña iglesia de San Dionisios estaba engalanada con claveles rojos y rosas amarillas, formando la bandera española, pero la catedral ortodoxa la adornaron con treinta mil rosas rojas y la luz de millares de bujías.

La princesa entró en ambas ceremonias del brazo de su padre y seguida por su corte de honor. Pilar, la hermana mayor de Juanito, fue una de las ocho damas; con veintiséis años, era la mayor junto a Alejandra de Kent, la hermana del efímero pretendiente de Sofía. Pero esta ya estaba prometida a Angus Ogilvy, con el que se casaría un año después, y sin embargo en el horizonte de Pilar no se oteaba ningún pretendiente.

Ana María de Dinamarca era la más joven, solo tenía dieciséis años. ¡Tino no le quitaba los ojos de encima! Se casarían dos años más tarde. Otra boda saldría de esta: la de Ana de Francia, hermana de la sensual Diana que bailaba en el Agamemnon y que se había casado ya con Karl Wurtenberg. Ana contraería matrimonio con Carlos de Borbón Dos Sicilias, primo de Juanito, que estudió con él en Las Jarillas y que fue quien sostuvo la corona encima de su cabeza en la complicada ceremonia ortodoxa. La hermana pequeña de Diana y Ana, Claudia, se casaría también, con Amadeo de Aosta, dos años más tarde.

De entre todas las damas de honor, la única amiga de verdad de Sofía era su prima Tatiana Radziwill, que todavía no conocía al que sería su marido, el doctor Fruchaud, con el que se casaría cinco años después. Tampoco Irene de Holanda había conocido al que sería el suyo, el príncipe español Carlos Hugo de Borbón Parma, aunque dicen que él la escogió (era multimillonaria) al verla en una fotografía en la que estaba con su traje de dama de honor.

La octava dama, Irene, la hermana de Sofía, acababa de padecer la primera pena de amor de las muchas que sufriría en su vida: su primo Mauricio de Hesse la había abandonado para casarse con otra.

Todas iban ataviadas igual, con unos vestidos de organza de escote bañera, ceñidos por cinturones rosa y azul, cubiertos con unas chaquetillas de gasa transparente que no les favorecían, y con unas diademas de terciopelo que se les resbalaban todo el tiempo.

Pilar estaba muy seria, y eso se refleja en las escasas fotos que existen de ella, todas de grupo:

—No la vi sonreír ni una sola vez —me sigue contando mi informador—. En todo momento parecía enfadada.

Supongo que estaba dolida por el trato que recibían sus padres.

También los rostros del resto de los familiares de Juanito eran un poema, serios y abrumados. Su hermana Margot, «la Cieguinha», según la llamaban los portugueses, llevaba un vestido muy amplio línea trapecio que la hacía parecer muy gruesa y, como me cuenta mi confidente:

—Estaba sentada al lado del pasillo, en sitio muy secundario; se la notaba apabullada por los ruidos, girando la cabeza a un lado y a otro. Solo la vi relajarse cuando sonó el Aleluya de Haendel en la iglesia católica… Daba mucha pena.

La reina Victoria Eugenia parecía que ni siquiera se había peinado; llevaba un sombrero que un niño definiría como «un nido de pájaros». Estaba sentada durante la ceremonia al lado de la reina Ingrid de Dinamarca y exhibía una expresión mustia. Dicen que no le gustaba asistir a celebraciones matrimoniales, de hecho no fue a ninguna de las de sus hijos, y veía con un estremecimiento las flores que tiraba el pueblo griego a su paso. No podía olvidar que dentro de un ramo de flores iba la bomba que lanzó Mateo Morral el día de su casamiento que costó la vida a veintiocho personas y que tiñó su precioso vestido de sangre.

Don Juan de Borbón, con riguroso frac, con el Toisón de Oro alrededor del cuello, experimentaba un sentimiento agridulce. Por una parte estaba contento porque consideraba esa boda obra suya.

Había enderezado la vida sentimental, llena de olghinas, brasileñas y princesas italianas modernas, de Juanito, que a partir de entonces iba a ser un hombre serio, casado, y que pronto tendría hijos, por lo que la continuidad de la dinastía estaría asegurada. Sabía que la princesa Sofía era una buena elección, la mujer adecuada para un príncipe con una vida difícil.

Juan lo había aprendido de su madre:
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—Si no vamos con cuidado en la cuestión de las bodas, a nuestros nietos los gobernarán los que hoy son porteros o chóferes de taxi.

Franco acababa de sufrir un accidente de caza; hubo que intervenirle la mano con anestesia total, y decían que tenía un aspecto abatido y se le empezaba a manifestar el Parkinson; quizás el momento del recambio no estaba lejos, y don Juan, en sus declaraciones a la prensa, continuaba remachando la idea de que él era el sucesor de Franco y su hijo sería su heredero. Pero, en el fondo, ya no estaba tan seguro.

Ahora, ¿qué iba a ser de ellos, de su hijo y de él? Juan, como Federica pero con menos disponibilidad económica, hubiera querido regalarles a sus hijos una casa en Portugal. Si Juanito volvía a España con su mujer, si tenía a sus hijos ahí, ¿cómo iban a llamarlo a él, que llevaba treinta años en el exilio, para que ciñera la corona? ¡Quería tenerlo cerca y controlado, como si fuera un niño!

Amargamente, reconocía que esta boda tampoco iba a servir para aumentar su popularidad en España, porque Franco había impuesto una censura férrea y su presencia era sistemáticamente silenciada en las escasas noticias que aparecían en la prensa española. En televisión no salía nada, por supuesto, y los periódicos en general no sabían muy bien quién era el padre, quién el hijo, y qué representaban ambos. En La Vanguardia, por ejemplo, el periodista Cristóbal Tamayo explicaba que, al casarse, el príncipe convertía a su mujer en «condesa de Barcelona y duquesa de Atenas».

Don Juan comentó a sus allegados con tristeza:

—Es como la boda del huerfanito.

Pero si su hijo viviera en Grecia, como quería Federica, o en Portugal, como le gustaría a él, ¿no se aprovecharía su primo Alfonso de esta lejanía física de la patria? En su rostro crispado se adivinaba la tremenda lucha que sostenía entre el futuro de su hijo, el porvenir de la monarquía y sus propias aspiraciones.

Porque su sobrino Alfonso de Borbón Dampierre cada vez se mostraba más seguro en su papel de aspirante al trono de España y, por tanto, rival de Juanito. No se cansaba de piropear al régimen, a Franco, a la Virgen del Pilar y hasta a Nenuca, la hija del Caudillo, y se había hecho íntimo amigo del yernísimo, el marqués de Villaverde, un vivales al que en España llaman el marqués de Vayavida. Juanito le había pedido que fuera su testigo de boda, junto a su primo Carlos de Borbón, duque de Calabria, y el tío Ali, por una razón estratégica: creía que de esta forma se haría evidente la diferencia entre ambos. Y que Franco tomaría nota del contraste que existía entre los dos príncipes, el uno casado con una princesa real en presencia de todo el Gotha europeo, y el otro un solterón que solo iba con actrices de cuarta categoría, con un padre alcohólico que vivía con una cantante de cabaret en París.

Porque la madre de Alfonso, Emanuela de Dampierre, ¿dónde estaba? Después de las atrocidades que su marido intentó hacerle desde la misma noche de bodas, se había convertido en una persona vengativa y fría a la que solo interesaba su bienestar económico. Vivía en Roma, lejos de sus hijos, con otro hombre.

Sí, en la carrera por la sucesión las acciones de Juanito subían, las de Alfonso bajaban. Como decía Juanito cuando estaba en confianza:

—Yo de aquí (y se tocaba la sien), poco, pero de aquí (se daba un golpecito en la nariz), mucho.

Alfonso, que era abogado, tuvo que abandonar su trabajo en el Banco Exterior para acudir a la boda. Un trabajo que le había proporcionado el mismo Franco, ya que, como le dijo en una de las audiencias que solía concederle:

—No es costumbre que los miembros de las familias reales trabajen en empresas privadas.

Así recordaba en sus repulidas Memorias Alfonso de Borbón Dampierre la boda de su primo: «Acudí a Atenas con gusto; esta invitación consagraba las relaciones amistosas que mantenía con Juan Carlos». Sin embargo, el viaje pronto se iba a revelar para él como una pesadilla. El embajador de España en Grecia, marqués de Luca de Tena, le consultó a don Juan cómo debía figurar Alfonso de Borbón Dampierre en el acta matrimonial y qué tratamiento en general se le debía dar en todos los actos de la boda. Don Juan, que lo odiaba, el príncipe incluso afirmó años después que lo había agredido físicamente, contestó:
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—Don.

El marqués de Luca de Tena se extrañó y arguyó que si a los grandes de España se les daba el tratamiento de excelentísimo señor, con más motivo al hijo de un infante de España. Pero don Juan volvió a repetir, esta vez a gritos.

—¡Don! ¡Coño! ¡Solo don!

Y como don Alfonso de Borbón-Segovia Dampierre figuró en las actas de la boda. Y en las tarjetas, y en su reserva de hotel. Y su colocación en los actos estuvo siempre por detrás de la de personas que, según él, tenían menos méritos. Alfonso, ya de por sí un hombre tétrico y resentido, se sentía agraviado por afrentas reales, pero también imaginarias.

«El número de pinchazos fue tan grande, que un día decidí hacer las maletas y regresar a España. Lo hubiera hecho de no haber intervenido mi abuela:

»—Oye, Alfonso, no vayas a estropearlo todo. Puedo garantizarte que tu primo no tiene nada que ver con eso. Después de todo, has venido por él».

Alfonso, que era tan mujeriego como su primo, como su padre y como su tío, se consolaba en los brazos de María Gabriela, que era una chica abierta y generosa aunque estuviera «muy espiritualizada por el sombrerito-casquete», como dijo el cronista de sociedad José María Bayona en aquel antiguo número de la revista ¡Hola!

Pero su atractivo rostro de un moreno casi azulado, más parecido al de un bandolero de Sierra Morena que al de un príncipe de cuna, como el de sus tíos, como el de su abuela, como el de sus cuñadas, era tenebroso y violento. Solo un tic en la mandíbula delataba las tormentas que estaban pasando por su interior.

Juanito, vestido con gran sencillez en medio de aquella parafernalia de entorchados y medallas, simplemente con su uniforme caqui de teniente del ejército de tierra, parecía apenas un niño.

Mientras la tensión envejece los rostros maduros como el de su padre, que todavía no había cumplido cincuenta años, hace aparecer una expresión adolescente y conmovedoramente frágil en los muchachos de veinticuatro años.

Había adelgazado, el cuello desbocado de su uniforme permitía ver como la nuez de su garganta subía y bajaba angustiosamente. Estaba pálido, ojeroso; de vez en cuando paseaba una mirada sin esperanza por el techo de la iglesia y los suspiros se notaban a pesar de la guerrera. Según constató el embajador británico, el novio estaba totalmente alicaído y desanimado, aunque Franco, cuando vio las fotografías, dijo:

—Está muy marcial.

Es cierto que tenía agudos dolores en el brazo desde que se rompió la clavícula cuando practicaba judo con su cuñado Constantino, según unas fuentes, al resbalar por el Palacio Real de Atenas, según otras.

Su abuela le comentó a su prima Bee en la carta citada:

—Juanito estaba pálido, le dolía mucho, el yeso adhesivo le produjo una herida que tenía en carne viva.

Pero lo que le atormentaba no era el dolor físico, sino el moral; era consciente del difícil momento por el que estaba pasando su padre.

—A veces me estremezco pensando en lo que mi padre debió de sufrir —le contó don Juan Carlos a José Luis de Vilallonga.

Y también:

—¡Es un hombre tan decente que se encuentra prácticamente indefenso delante de las trastadas que a menudo le han hecho en la vida! Franco le había dicho antes de la boda que tenía más posibilidades de ser rey que su padre, pero no había nada seguro; sabía que los falangistas estaban al lado de su primo Alfonso, que estaban haciendo incluso en estos momentos una campaña en contra de la princesa Sofía por el hecho de que iba a convertirse al catolicismo.

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