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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (3 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Solemnemente, Palo depositó a su hija sobre el pecho de su mujer, que la acogió susurrando entre sueños y suspiros:

—Vete, vete, si tú estás contento, amor mío, yo también.

Y todavía más bajo, ya dormida:

—Agapi mou.

Pablo y Federica llevaban tan solo diez meses casados, aunque se conocían de toda la vida, incluso son parientes, ya que ambos descienden del tronco común de los Hohenzollern y además Pablo es primo hermano de la madre de Federica, Victoria Luisa de Prusia, lo que le acompleja bastante:

—¡Me hace mayor! —decía mientras escrutaba su precoz calvicie utilizando dos espejos estratégicamente colocados.

Federica, a la que en familia llamaban Freddy, nació el 18 de abril de 1917 como princesa de Hannover, era nieta del todopoderoso emperador alemán, el káiser Guillermo, e hija del duque de Brunswick. Vivió con sus padres y sus cuatro hermanos varones entre una hermosa villa en Austria y el imponente castillo de Marienburg que la reina Sofía
[5]
, mucho más tarde, definió crudamente como «tétrico y medieval, oscuro, con armaduras, escaleras empinadas», para rematar:

—¡Fatal! ¡No me gustó nada!

En el jardín no hay árbol al que no se haya subido la traviesa prinzessin Freddy, ni flor que no haya arrancado «¡para hacer experimentos!»; también ha visto nacer terneros y aparearse perros; ¡en una ocasión vio matar a unos cochinillos y se negó a comer carne una buena temporada! De hecho, cuando fue mayor, se convirtió en vegetariana y lo razonaba así:

—A mí de pequeña me enseñaron a encariñarme con perros, gatos y todo tipo de animales, ¡nunca he podido entender por qué hay que asesinarlos y comérselos!

Su madre, la princesa Victoria Luisa, que por algo es hija del káiser y también la única mujer entre seis hermanos e incluso luce un ligero bigote del que se muestra muy orgullosa, va siempre con una fusta que a menudo tiene que emplear contra su hija.

—¡Freddy!

Cada vez que ve una catástrofe doméstica, se la atribuye sin dudar a Federica, y en la mayoría de las ocasiones tiene razón, pero aquella madre severa y rígida, que nunca ha besado a sus hijos y que los hace desfilar espadón de madera al hombro casi desde que son bebés, sucumbe ante el encanto de su hija menor y acaba por perdonarla. Vivaz como un ratoncillo, lista y traviesa, espontánea y algo impertinente, el habitualmente venenoso escritor Roger Peyrefitte
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dijo de ella cuando la vio por primera vez:

—¡La prinzessin es la encarnación de la gracia!

Y lord Dunsany, el gran poeta irlandés, que también la conoció, quizás pensaba en Freddy cuando escribía las aventuras de su Criatura Silvestre:

«Era tan diminuta que el ojo humano no podía verla, y se pasaba el día volando sobre las alas de las mariposas y brincando sobre los pétalos de las flores del jardín de los príncipes».

Una Freddy que metía su naricilla respingona en todos los rincones, quería aspirar todos los aromas y ansiaba probarlo todo, ¡incluso durante algunos meses se enfundó enardecida el uniforme de camisa y falda negra de las juventudes hitlerianas! La rama femenina se llamaba Bund Deutscher Mädel y solo admitían a ciudadanas alemanas, arias y libres de enfermedades hereditarias. Al contrario de lo que se nos ha querido hacer creer siempre, el ingreso en las BDM no fue obligatorio hasta el año 1936. Freddy ingresó voluntaria y entusiásticamente, y frente al retrato del Führer cantaba más fuerte que nadie el Horst Wessel Lied, ardiendo de amor patriótico.

Tenía catorce años, y al cabo de dos semanas, según ella, algunos meses, según otras fuentes, se cansó.

—Lo dejé porque me aburría en las reuniones, ¡no me gusta estar encerrada tantas horas! —declararía más tarde.

Lo más probable es que no le gustaran las tareas que le habían asignado en granjas remotas y sin comodidades con familias numerosas: cocinar, cuidar niños, coser, convertirse gracias a las «tres k» (kinder, küche, kirche, niños, cocina e iglesia) en una buena alemana. El lema de las BDM era «el trabajo efectivo al servicio del pueblo».

La foto del carné de las Juventudes Hitlerianas, con la camisa de color beis, el corbatín marrón con su peculiar nudo, la cruz gamada en la bocamanga, perfectamente peinada y en actitud modosa, muy lejos de las estampas más bohemias de su niñez, debió de ser una imagen ingrata tanto para Federica como para su hija Sofía, un recordatorio constante de que la afinidad con Hitler forma parte del ADN de muchas familias aristocráticas alemanas, incluida la de la reina de España.

La mayoría de las muchachas de la BDM murieron en la batalla de Berlín defendiendo palmo a palmo la ciudad sin apenas armas, y muchas de ellas emplearon la última bala de sus pistolas para quitarse la vida; claro está que todo esto ocurrió catorce años después de que Freddy abandonara la organización.

Los padres de Freddy, aun idolatrándola, estaban deseando quitársela de encima. No resultaba guapa en una época en la que gustaban las mujeres rubias y de curvas voluptuosas, ya que era muy menuda, de pecho casi plano, y tenía las cejas muy gruesas y oscuras y el pelo negrísimo, crespo y tan rizado como los abrigos de astracán que llevaba su madre cuando iba a la Ópera de Viena. Sus hermanos le gritaban para hacerla rabiar:

—Freddy, gitana, ¿dónde has dejado el oso?

Pero tenía unos raros ojos claros, con el contorno de las pupilas muy marcado y las pestañas oscuras, lo que le daba el aspecto mágico de un elfo de los bosques. Sus labios, muy rojos, estaban siempre abiertos y húmedos, reclamando inconscientemente el regalo de un beso. Para los chicos de su edad era demasiado incitante, sensual, lista y desenvuelta.

—Tiene que ser más dulce, prinzessin, no hace falta que mire con tanto descaro —le decía su dama de compañía, Frau Swartz, de la pequeña nobleza austriaca venida a menos, un poco apabullada por aquella alumna tan díscola que sabía de la vida muchas más cosas que ella y que a los nueve años ya robaba de la biblioteca de su padre los libros de Spinoza.

Al fin la enviaron primero a Inglaterra, al colegio North Foreland Lodge, en Hampshire, y después a Florencia, como parte de la educación que entonces se creía imprescindible para una princesa de sangre real. Aprender idiomas, copiar la estatua de Fidias y lograr que no pareciera un vol au vent, trazar unas piruetas que podían pasar por ballet y aporrear en un piano El vals de las olas para conseguir al final el Gran Premio: casarse «bien».

Claro que Pablo entraba dentro de la categoría de «bien», pero tampoco era un príncipe azul, aunque era el heredero, el diádoco, del empobrecido trono de los griegos al ser el único hermano varón del rey Jorge II, que no tenía hijos.

Era un hombre ya maduro, que a los doce años había visto como mataban de un tiro a su abuelo, Jorge I, el fundador de la dinastía, y después había conocido a tres reyes, su padre Constantino I, y sus hermanos Alejandro y Jorge. Había vivido en dos ocasiones la angustia de un exilio nada dorado, la renuncia de su padre y después su abdicación, también la muerte trágica de su hermano Alejandro a consecuencia de la mordedura de un mono doméstico y el divorcio de su otro hermano, Jorge.

Y todo esto sin el apoyo ni el amor de una madre. Pablo había crecido prácticamente sin ella, ya que los griegos odiaban a la reina Sofía, nacida en Potsdam, «la prusiana», «la extranjera» que tenía dominado a su apocado marido hasta el punto de empujarlo a ponerse al lado de sus parientes alemanes durante la Primera Guerra Mundial.

—¡Es alemana! ¡Qué puede esperarse de ella!

Y también:

—Tiene amantes, y la más pequeña de sus hijos, la basilisa Catalina, no es hija de su marido.

La reina Sofía, en lugar de tratar de defenderse, se había refugiado en un silencio orgulloso que la había aislado no solamente de su pueblo, sino también de sus propios hijos, y se había retirado a vivir a Florencia mientras su marido se consolaba en brazos de una bellísima noble italiana llamada Paola, aunque a él nadie lo criticó, por supuesto. Con el corazón frágil, como todos los varones de la dinastía, murió a los cuarenta y cinco años; su mujer le sobrevivió diez. La reina falleció tan sigilosamente como había vivido, en 1932, sin que su muerte representase una gran pérdida para nadie.

Introvertido, flemático, amante de la música, de los libros iniciáticos y de los rituales misteriosos, ¡creía que los espíritus convivían con nosotros y nos hablaban!, quedaba claro que Pablo estaba muy lejos de ser un príncipe azul.

—¡Soy una persona corriente! —solía describirse a sí mismo.

Al ser el tercero de los hermanos, nunca pensó que iba a ocupar el trono, así que estudió para marino en la academia naval de Atenas y sirvió como suboficial a bordo del crucero Elli en la guerra contra Turquía, pero su carrera se vio truncada al tener que exiliarse, ya que aunque el lema de la dinastía era «mi fortaleza es el amor de mi pueblo», según decían sus hermanos, debería cambiarse por otro más sencillo y oportuno:

—«Tened siempre la maleta preparada».

Y Pablo añadía en una muestra de su humor algo melancólico:

—¡Y pon un gabán dentro!

Porque el exilio solía ser en países de temperatura más extrema que la del soleado y siempre vivificante clima griego.

A diferencia de otras familias reales europeas más curtidas o más codiciosas, los reyes de Grecia no se encontraban al exiliarse con ninguna fortunita puesta a buen recaudo en los bancos extranjeros, como hizo el precavido Alfonso XIII cuando tuvo que irse de España. De hecho, Pablo llegó a estar tan escaso de recursos que durante los once años que residió en Inglaterra, de 1923 a 1935, acosado por la pobreza más absoluta, tuvo que ponerse a trabajar ¡de mecánico!, con el nombre falso de Paul Beck, en la fábrica de motores de aviación Armstrong Whitworth, en Coventry, hasta donde se desplazaba en su pequeño Morris.

Ciertos autores
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han achacado a Pablo de Grecia algunas relaciones homosexuales durante esta época, concretamente una bastante duradera con el gigoló norteamericano Denham Fouts, quien tuvo gran amistad con el escritor Truman Capote, que novela esta relación en su libro Plegarias atendidas. Personalmente puedo aportar que el historiador español Juan Balansó estaba preparando un libro sobre este tema cuando lo sorprendió la muerte. Me lo comentó en el último Día del Libro que firmamos juntos:

—¡Me están llegando hasta testimonios directos de compañeros suyos en el ejército y cartas manuscritas!

Qué se ha hecho con este interesante material que estaba recopilando Balansó nadie puede decirlo, salvo sus herederos.

Aunque también es cierto que se le conoce al menos una relación femenina: su prima hermana Nina, hija del gran duque Jorge de Rusia y de la duquesa María, hermana de su madre.

Lady Margaret Greville describe a Nina como:

—¡Dulce y exótica a la vez, como una flor de las nieves!

El gran duque Jorge murió fusilado en Rusia por los bolcheviques, su fabulosa fortuna fue incautada, y Nina, su hermana Xenia y su madre se refugiaron también en Inglaterra, donde vivieron de las joyas que habían ocultado en los dobladillos de sus vestidos y en las alas de sus sombreros, que iban malvendiendo a los nuevos ricos norteamericanos. Los dos primos, Pablo y Nina, se visitaban a menudo; la pobreza y las dificultades, así como la añoranza de sus patrias respectivas, hicieron que se anudara entre ellos una complicidad romántica que resultaba fácil confundir con el amor.

La duquesa María, alarmada por este noviazgo que no le convenía, se lo preguntó directamente a su hija:

—¿Palo te ha hecho proposiciones?

Nina bajó la mirada pudorosamente, y la gran duquesa alejó con diplomacia al sobrino pobre como una rata y obligó a su hija a casarse con el millonario norteamericano William Leeds.

Curiosamente, no consta en las crónicas que Pablo sufriese por este rechazo, de lo que se deduce que su corazón estaba esperando todavía al gran amor de su vida.

Un golpe de Estado de cariz monárquico sentó en el trono en 1935 a su hermano Jorge, quien tuvo la precaución de advertir al personal del hotel Claridge, donde se alojaba en Londres:

—Guárdenme la habitación, por favor, la seguiré pagando porque sé que volveré.

Tan poca fe tenía en la llamada de sus compatriotas, un pueblo agitado, frenético, voluble, en una palabra, ¡balcánico! Pablo, por su parte, y con idéntico escepticismo, abandonó Inglaterra para convertirse en su consejero, aunque todo tenía el aire provisional de una época que se acababa. ¡Nadie, ni el rey ni su familia, se hacía ilusiones respecto a su futuro! A Pablo le disgustaba su cometido y se ahogaba en la mezquina y atrasada corte griega, y en cuanto podía se escapaba a visitar a sus amigos y parientes diseminados por toda Europa. ¡Medía 1,93, tenía unos bondadosos ojos gris azulado y la voz grave, y podía hablar de música y de la trasmigración de las almas en tono algo pedante y doctrinal en cinco idiomas!

Se convirtió en un visitante habitual de la fabulosa Villa Esparta en Florencia, donde vivía su hermana Helena, divorciada del rey de los rumanos, que le decía con desenvoltura mientras, tras insertar un cigarrillo en su larga boquilla de ámbar, el humo le hacía entrecerrar los párpados cargados de khol:

—Carol sigue con la Lupescu, ¡prefiero eso a las palizas que me daba!

Su vida matrimonial había sido un infierno, pero Helena no era una mujer amargada, al contrario, se había rodeado de una alegre corte de poetas y pintores, siempre con sus dos perros grifones a los pies, y ella misma escribía también, pintaba y cantaba con deliciosa voz de soprano:

Viens, Mallika,

les lianes en fleur

jettent déjà leur ombre.

Helena vibraba con el difícil Dúo de las flores, de Delibes, cumbre de la ópera romántica, que entonaba junto a la princesa Mafalda de Saboya, hija del rey de Italia e íntima amiga suya. Se ponían quimonos y dalias negras en el pelo y exhibían más sensibilidad que técnica, pero, aun así, se llevaban aplausos enfervorecidos. En las veladas musicales en el jardín adornado con mariposas de papel y manzanas de cera colgando de los árboles, se repartían sorbetes de limón, abanicos y trozos de hielo para refrescarse; ¡algún descarado los intentaba meter en los escotes de las señoras! Los criados iban vestidos con trajes típicos regionales con mallas apretadas de color blanco que escandalizaban un poco, había un laberinto de boj del que surgían suspiros apagados y la noche se alargaba, equívoca y refinada, hasta que el amanecer desvelaba un zapato de mujer con restos de champán sobre el césped y sillas caídas.

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