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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (38 page)

BOOK: La soledad de la reina
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A favor de que dijo esta frase se decantan López Rodó, Víctor Salmador, Jesús Pabón, miembro del consejo privado de don Juan, Preston, Federico Silva, Ricardo de la Cierva y Alonso Vega, quienes arguyen que la reina, llevada por el ansia de ver sentado a un descendiente suyo en el trono, fue capaz incluso de esta falta de politesse. En contra se pronuncian el dilecto primo Franco Salgado Araújo, el historiador Ricardo Mateos, el irrefutable Luis María Anson y la misma reina doña Sofía, quienes afirman que una señora tan elegante como la reina nunca descendería a hacer este tipo de comentarios. Lo que sí le dijo la reina a Franco, según cuenta Anson en su libro sobre don Juan, fue:

—Como todo el mundo hablaba de mi predilección por Alfonso, le dije que encontraba a Juanito cada vez más maduro y preparado.

¡Ni una palabra del pobre Juan! ¡Hasta su propia madre lo había arrumbado al desván de los trastos inservibles!

Doña Victoria Eugenia regresó, al cabo de tres días, a Niza acompañada por su nieto Alfonso de Borbón.

Poco tiempo después le concedió una entrevista al periodista Jaime Peñafiel y le dijo:

—Querido Jaime, no tenía que haber vuelto nunca a España.

Y también:

—Desengáñese, Peñafiel, los españoles son muy malos maridos, y aunque se casen enamorados, enseguida son infieles.

Doña Victoria Eugenia murió un año después sin haber regresado al país donde había sido reina. Tenía ochenta y dos años. Paseando con su teckel Toni por el jardín del palacio del padre de Rainiero, se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Grace la llevó al hospital y la cuidó con tierna solicitud. Le leía cuentos, pero Gangan le comentó a Sofía:

—La pobre lo hace fatal, porque tiene una voz muy aburrida.

Regresó a Lausana, tardó tres semanas en morir y entró en coma tres veces. Alfonso cuenta
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de su querida Gangan que «pasé mucho tiempo a su cabecera y estuve con ella en sus últimos momentos, me pedía que le diera masaje en las piernas y en los pies, porque le hacían sufrir mucho. La última frase que me dirigió, en inglés, quedó profundamente grabada en mi corazón:

»—Alfonso, darling, I love you too much!».

Cuando ya agonizaba, quiso tener junto a ella las fotos de sus desdichados hijos Alfonso y Gonzalo, y así se fue, abrazada a ellos, las tres almas ya juntas para siempre.

Juan Carlos y Alfonso llevaron a hombros el féretro de su abuela, que fue enterrada en el cementerio de Bois de Vaux de Lausana.

En el momento de encabezar el cortejo, hubo un forcejeo entre los dos hijos de la reina muerta, Jaime y Juan, por ver quién lo presidía.

Carlota, «la duquesa de Segovia», según la prensa, que estaba presente y a quien nadie dirigió la palabra, intentó a empujones que su marido encabezase el desfile, pero las infantas Beatriz y Crista lo convencieron para que dejara la preeminencia al conde de Barcelona. Sofía, totalmente vestida de negro, al lado de Juanito, tuvo que aguantar que en la iglesia los sentaran en el mismo nivel que a Alfonso.

Federica le dijo:

—No tenías que haberlo consentido.

Pero ahí sí que Juanito se cuadró y dijo secamente:

—Tía Freddy, es nieto lo mismo que yo, y como nieto tenía el mismo derecho.

Juanito y su padre no se dirigieron la palabra en ese entierro preñado de tormenta que echaba el telón sobre una época y daba paso a otra cuyo desarrollo y final no dejaba de ser un misterio.

Ya en el hotel Royal, la situación estalló en mil pedazos. Sin el muro de contención de su madre, fuera de España y de la autoridad del Caudillo, empujado por los miembros de su consejo privado
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, como Areilza, quien, como un Yago de Portugalete, mascullaba en el oído de Juan, tan altamente inflamable: «¡No podemos fiarnos de ese niñato!», el padre se enfrentó al hijo como en una tragedia de Shakespeare y con voz indignada y un tono tan alto que la princesa Sofía, que esperaba en la habitación contigua, casi se puso a llorar, le dijo:

—¿Qué pretendes? ¿Quieres saltarte la continuidad dinástica?

¡Recuerda que yo estoy antes que tú!

Aunque Juanito no alzó la voz, su tono se mantuvo firme:

—Papá, si estoy allí, tengo que aceptar lo que hay.

Y Juan siguió vociferando de tal manera que Sofía se puso a hacer apresuradamente la maleta:

—Sí, estás en España, ¡pero no para suplantarme a mí! ¡Coño y mil veces coño!

Juanito salió del saloncito, fue donde estaba Sofía, y sin intercambiar palabra, salieron del hotel rumbo al aeropuerto. Sofía intentó alguna caricia, y al final se limitó a apretarle fuertemente el brazo.

Franco los recibió en cuanto llegaron a Madrid. Sofía ahora ya iba a El Pardo casi más a menudo que su marido. Y también que la hija de Franco.

La marquesa de Villaverde estaba continuamente de viaje, su vida social era frenética, y en ocasiones Franco
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preguntaba:

—¿No ha vuelto mi hija de su safari?

—Sí, excelencia, regresó ayer.

Y el Caudillo comentaba con tristeza de su Nenuca:

—¡Y todavía no ha tenido tiempo de venir a ver a su padre!

Para Sofía, sin embargo, Franco y su mujer estaban siempre en el primer lugar de sus intereses y ellos lo sabían.

Muchas veces la princesa iba acompañada de su madre y también de sus hijos, que se habían hecho «amigos» de los nietos pequeños del Caudillo, Arancha y Jaime. Yo imagino que esta amistad fue propiciada por la princesa a instancias de Freddy, ¡no había que dejar ningún cabo suelto, y en una situación de guerra, todas las tretas podían usarse, como ya había enseñado Maquiavelo cinco siglos atrás!

Sofía algún día se quedaba a comer. Los platos eran tan frugales como en La Zarzuela, y la conversación tediosa, como me contaba Pilar Jaraiz Franco, la sobrina del Caudillo, años después:

—Nos sentábamos a la mesa, el confesor de mi tío, el padre Bulart, bendecía la mesa, y entonces comíamos en silencio, todo se consideraba indiscreto. A veces mi madre intentaba llevar las críticas de la calle y mi tía Carmina protestaba: «Pero tú, ¿con quién te juntas, Pilar? Los españoles quieren al Caudillo, a saber con quién vas, por Dios». Una vez coincidí con la princesa, que había ido a enseñarle a mi tía una joya que había vuelto a montar… no abrió la boca… eran comidas aburridísimas, la verdad.

El clima de las audiencias seguía siendo muy protocolario. Si bien a la Señora podían visitarla libremente, para entrevistarse con el Caudillo debían esperar a que este les llamara, y muchas veces permanecían en el vestíbulo hasta que terminaba la audiencia anterior.

Entonces, la mujer de Huétor de Santillán, Pura, que hacía las veces de dama de honor de la Generalísima, iba a buscar a la princesa:

—Dice la Señora que si quiere Vuestra Alteza pasar a verla.

Franco, mientras, hacía entrar al príncipe. Como un padre airado, quizás incluso algo celoso del «otro» padre, le recriminaba la postura de don Juan en el entierro de Lausana. Juanito intentaba disculparlo. Franco lo interrumpió:

—No comprendo la actitud de vuestro padre, alteza… No os involucréis en sus querellas…

Y Juanito contestó, demostrando que ni era tan niñato ni tan tonto como creían los consejeros de don Juan:

—No se preocupe, mi general, yo he aprendido mucho de su galleguismo…

Franco, Juanito y Sofía, que entraba en aquel momento, se echaron a reír con cierto aire conspirativo.

La reina Victoria Eugenia, en su testamento, no mencionaba ni a Juanito ni a Sofía, ni les dejaba nada, ni a ellos ni a ninguno de los nietos.

Se refería únicamente a su hijo Juan: «Encarezco a mi hijo don Juan que si la providencia le otorgase la posesión efectiva de la Corona de España, entregue su vida y desvelos a procurar a su pueblo el mayor bien posible». Le dejaba también las joyas tradicionalmente vinculadas a la Corona, como la tiara de las flores de lis, la perla que llaman La Peregrina (la auténtica está en poder de los herederos de Elizabeth Taylor), el collar de chatones más grandes, algunas pulseras de brillantes y varios collares de perlas gruesas.

El reparto de los bienes dio lugar a largos procesos y componendas. Uno de los albaceas, Larraz, llegó a dimitir, se contrató incluso un agente de seguridad extra para que protegiese la caja donde se guardaban las joyas por temor a que alguien la forzase
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.

Al final se llegó a un reparto más o menos equitativo entre los hijos gracias a la habilidad de Luis Martínez de Irujo, el duque de Alba. Si bien Jaime, el hermano sordomudo, siempre se quejó de que su parte era la menor, aunque su mujer, Carlota, en muchas ocasiones lució joyas importantes que, según contaban las revistas, «habían pertenecido a la Corona de España».

Cuando años después murió Jaime, Carlota se quejó de que «la familia» (se supone que los hijos) había ido a su casa en tan dolorosos momentos para arrebatarle las joyas que le había regalado su marido, incluso arrancando los broches de los abrigos donde estaban prendidos.

Muchas de las alhajas fueron subastadas y vendidas en secreto —se consideraban bienes particulares— y aún ahora, las grandes casas de subastas sacan piezas que han pertenecido a doña Victoria Eugenia.

Doña María guardó las joyas para sí, de momento. Porque entonces todavía eran ellos los llamados a ocupar el trono de España, aunque en el fondo ella, que era bastante realista, quizás ya no se hacía ilusiones.

Y es que aunque Juan Carlos y Sofía tenían ya tres niños, gozaban del cariño de Franco y de su mujer, que, según cuentan, cuando estaban en algún acto, le preguntaba soñadora a su marido:

—¿Qué estarán haciendo ahora los Juanitos?

Seguían estando en el filo de la navaja, porque nada había acordado oficialmente. Sofía quería remodelar el jardín y hacer obras en la casa, ¡las dos infantas tenían que dormir juntas y el cuarto de juegos era pequeño! Le presentaron tres presupuestos y escogió el más ajustado. Pero, cuando le dijeron que las obras tardarían casi un año en realizarse, le comentó al arquitecto:

—Pues no, porque no creo que estemos aquí para entonces.

¿Era sincero este tan publicitado comentario?

Déjenme que les diga que Sofía sabía que esta observación llegaría a El Pardo y que quizás consideraba que es una forma sutil de ejercer presión sobre el Caudillo para que por fin nombrara heredero a su marido.

Pedro Sainz Rodríguez habló con ella para que Juanito llevara chaleco antibalas:

—Alteza, dígale usted al príncipe que no salga sin protección de casa, que lleve siempre el chaleco, ¡no nos vayan a joder vivos a todos!

Porque podía ocurrir un atentado:

—De los alfonsinos, de los carlistas, de los falangistas…

No podían hablar libremente ni en su propia casa, erizada de micrófonos y escuchas
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. ¡Hasta encontraron un aparatito de esos debajo de la cama matrimonial! ¡Sofía se moría de rabia al pensar que unos brutales desconocidos habían estado escuchando sus suspiros de amor, escasos o abundantes, nunca lo sabremos, y la frecuencia de sus relaciones! Para una persona tan púdica como ella debió de ser tremendo ver su intimidad violada de tal forma, y sin poder protestar.

Recordemos que en esa época todavía compartían habitación y hasta lecho matrimonial.

Hasta para el comentario más inocuo, debían ir al jardín. Sofía le hacía señas a su marido, salían y le preguntaba por ejemplo:

—En el Ministerio de Asuntos Exteriores, ¿a quién han puesto?

—A Castiella. Ya sabes, todo el día con la matraca de Gibraltar.

Y así Sofía podía dar rienda suelta a las escasas muestras de humor que la situación le permitía:

—Entonces que le cambien el nombre al ministerio y en lugar de Asuntos Exteriores que lo llamen «del asunto exterior».

Los dos se reían tanto que se les saltaban las lágrimas.

Pero quien más sufría con esta situación era Juanito, mejor dicho, era el único que sufría, porque Sofía estaba con el hombre que quería, con sus tres hijos y con una esperanza bastante razonable de llegar a ocupar un día el trono de España. Pero Juanito, ¡tenía solo veintinueve años y la sangre caliente de todos los Borbones! Apenas veía a los amigos de su edad, no conocía ninguna sala de fiestas de Madrid, no podía ir al cine, ni a restaurantes, ni de tapas, ni salir libremente a la calle. Estaba rodeado de personas mayores que ejercían el papel de padres o, peor aún, de abuelos. No trató de rebelarse, pero, aun así, el general Armada
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, a sugerencia de Franco, elaboró un código de conducta muy poco conocido, pero que debió representar para el príncipe una especie de Inquisición particular, hecha a medida para sus presuntas debilidades.

Junto a recomendaciones un tanto absurdas, como «no contar chistes», «no hablar mal de nadie», «no aceptar regalos», «no dejarse dominar» (supongo que por su padre, ya que Franco era un «jefe» tiránico no solamente para su país, sino también para él), «hacer ejercicio físico», «nunca perder el tiempo inútilmente», destacan para mí las más importantes y que debieron caer como pesadas gotas de cera en el corazón tierno y vulnerable de ese príncipe tan generoso en sus afectos: «ser profundamente religioso», «huir de la frivolidad», «no tener amigos particulares», «no ser caprichoso» y, sobre todo, «presumir de una vida personal impecable, que la princesa y los hijos sean la principal ocupación fuera del trabajo… mantener la familia en su puesto…». Fue un decálogo que duró hasta la muerte de Franco, en 1975.

¡Me aventuro a decir que aún ahora don Juan Carlos todavía tiene pesadillas cuando lo recuerda!

Aunque seguro que la reina lo echa de menos a menudo.

Puedo afirmar que si, a estas alturas de la vida de mi biografiada, uno se pregunta cuánto tiempo duró la tranquilidad conyugal de nuestra reina, la respuesta está muy clara: en tanto duró este compromiso de conducta, es decir, hasta la muerte de Franco, en 1975.

Porque no se trataba de sugerencias, sino de obligaciones que tenían que cumplirse. La desobediencia tenía un castigo duro e irreversible: como decía Sainz Rodríguez, una patada en el culo rumbo a Estoril. Adiós, Juanito. Hola, Alfonso.

Menos mal que de vez en cuando, previa autorización, viajaban al extranjero y Juanito podía relajarse. En el verano de 1966

su prima Ana Sandra Marone dio una fiesta en su casa de Rapallo para su puesta de largo. Acudió un grupo de personas de Barcelona, quienes me cuentan ahora sus recuerdos de aquel baile. Primero, una curiosidad:

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