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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (10 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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¿Qué debía responder? Mi grado de sorpresa era probablemente mil veces superior a lo que ella podía imaginar. Era casi un milagro que Sophie, la protagonista de mi novela, apareciera de pronto ante mí y me hiciera preguntas. Que fuera
ella
la mujer que esa tarde quería que le diera la dirección de un autor (¡que ni siquiera existía!) porque su libro (¡o sea, mi libro!) le había salvado la vida. Pero ¿cómo debía explicárselo? Ni siquiera yo mismo entendía ya nada, y tenía la sensación de que en cualquier momento iba a salir alguien de un rincón en medio de risas grabadas para la televisión y me iba a decir con una alegría exagerada: «¡Has sido víctima de la cámara oculta, ja, ja, ja!».

Así que me quedé mirándola y esperé a que se ordenaran mis ideas.

—Bueno… —dijo ella, y carraspeó—. Como usted esta tarde se mostraba tan… —hizo una pequeña pausa—, tan impaciente y nervioso, he pensado que sería mejor venir personalmente a ver qué ha pasado con mi carta.

Esas fueron las palabras clave. ¡Magnífico! ¡Sólo llevaba allí cinco minutos y ya hablaba como
maman
! Desperté de golpe de mi estado catatónico.

—Escúcheme, mademoiselle, esta tarde estaba hasta arriba de trabajo. ¡Pero no me mostré nervioso ni impaciente!

Me miró con gesto pensativo, luego asintió.

—Cierto —dijo—. Para ser sincera le diré que fue más bien
grosero
. Me preguntaba si todos los editores son así de groseros o si era ésa su especialidad, monsieur Chabanais.

Sonreí.

—De ningún modo, aquí tratamos de hacer nuestro trabajo y, por desgracia, a veces hay alguien que nos lo impide, mademoiselle… —Había vuelto a olvidar su nombre.

—Bredin. Aurélie Bredin. —Me tendió la mano y sonrió.

La cogí y en ese mismo instante me pregunté qué podía hacer para mantener sujeta esa mano (y si era posible no sólo la mano) más tiempo del necesario. Luego la solté.

—Bueno, mademoiselle Bredin, en cualquier caso me alegro de conocerla personalmente. No todos los días se encuentran lectoras tan comprometidas.

—¿Ha encontrado ya mi carta?

—¡Oh, sí! Claro que sí —mentí y asentí—. Estaba en mi bandeja del correo.

¿Qué iba a pasar? O estaba ya en mi bandeja del correo o lo estaría al día siguiente o al otro. Y aunque esa carta no apareciera nunca, el resultado sería el mismo: esa maravillosa carta no llegaría jamás a su destinatario, sino que en el mejor de los casos acabaría en el fondo del armario metálico de mi despacho.

Sonreí satisfecho.

—Entonces, ya se la puede hacer llegar a Robert Miller —dijo ella.

—Naturalmente, mademoiselle Bredin, no se preocupe. Su carta está en tan buenas manos como las del autor. Aunque…

—¿Aunque qué? —repitió ella inquieta.

—Aunque yo en su lugar no me haría muchas ilusiones. Robert Miller es un hombre sumamente reservado, por no decir
difícil
. Vive retirado en su pequeño
cottage
desde que le abandonó su mujer. Dedica toda su atención a su pequeño perro…
Rocky
—fabulé.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Qué triste!

Asentí afligido.

—Sí, realmente triste. Robert siempre ha sido un poco especial, pero ahora… —Solté un suspiro profundo y convincente—. Estamos intentando que venga a París para una entrevista con
Le Figaro
, pero tengo pocas esperanzas.

—¡Qué curioso! ¡Nunca lo habría pensado! Su novela es tan… Está tan llena de vida y humor… —dijo ella pensativa—. ¿Conoce a monsieur Miller personalmente? —Me miró por primera vez con interés.

—Bueno… —Carraspeé de modo significativo—. Creo poder decir que soy una de las pocas personas que conoce
realmente
a Robert Miller. Al fin y al cabo, he trabajado intensamente con él en su libro, y me valora mucho.

Parecía impresionada.

—Es un libro muy bonito. —Y luego añadió—: ¡Ay, me gustaría mucho conocer a ese Miller! ¿Cree que existe alguna posibilidad de que me conteste?

Me encogí de hombros.

—¿Qué le voy a decir, mademoiselle Bredin? Creo que no, pero tampoco soy Dios.

Jugueteó con los flecos de su bufanda.

—Verá… No se trata de la carta de una lectora en sentido
estricto
. Me llevaría mucho tiempo contárselo ahora todo, monsieur Chabanais, y tampoco es asunto suyo, pero monsieur Miller me ha sido de gran ayuda en un momento difícil y me gustaría mostrarle mi agradecimiento, ¿entiende?

Asentí. Apenas podía esperar a abalanzarme sobre la bandeja del correo para leer lo que mademoiselle Aurélie Bredin tenía que decirle a monsieur Robert Miller.

—Bueno, tendremos que esperar —opiné yo de forma salomónica—. ¿Cómo es eso que dicen los ingleses? Esperar y beber té.

Mademoiselle Bredin hizo un cómico gesto de desesperación.

—Pero no me gusta esperar —dijo.

—¡A quién le gusta esperar! —repliqué con aires de importancia y tuve la sensación de tener la situación controlada. Ni en sueños se me habría ocurrido que pocas semanas después iba a ser yo el que esperara inquieto y desesperado la respuesta decisiva de una enfadada mujer de ojos verdes que iba a determinar la última frase de mi novela. ¡Y también mi vida!

—¿Puedo dejarle mi tarjeta? —inquirió mademoiselle Bredin, y sacó de su bolso de piel una pequeña tarjeta de visita blanca con dos cerezas rojas.

—Es sólo por si Robert Miller viene por fin a París. A lo mejor sería usted tan amable de avisarme. —Me lanzó una mirada de conspiración.

—Sí, estaremos en contacto. —Tengo que admitir que en ese momento yo no quería otra cosa. Aunque, por motivos comprensibles, habría preferido dejar a Robert Miller al margen. Para ser sincero, empezaba a odiar a ese tipo. Cogí la tarjeta y apenas pude ocultar mi sorpresa—. Le Temps des Cerises —leí a media voz—. ¡Oh!
¿Trabaja
usted en ese restaurante?

—Ese restaurante es
mío
—contestó ella—. ¿Lo conoce?

—Eh…, no…, sí…, en realidad no —tartamudeé. Debía tener cuidado con lo que decía—. ¿No es ése…? ¿No es ése el restaurante que aparece en la novela de Miller? ¡Vaya, menuda casualidad!

—¿Es una casualidad?

Me miró con gesto pensativo y por un momento me pregunté si sabría algo. ¡No, era imposible! ¡Completamente imposible! Sólo Adam y yo sabíamos que Robert Miller se llamaba en realidad André Chabanais.


Au revoir
, monsieur Chabanais. —Me sonrió por última vez antes de darse la vuelta para marcharse—. A lo mejor lo descubro pronto con su ayuda.


Au revoir
, mademoiselle Bredin.

Yo también le sonreí y confié en que no lo descubriera nunca.

5

—Miller —dijo Bernadette—. Miller… Miller… Miller. —Estaba sentada delante del ordenador, con el cuerpo inclinado sobre el teclado, escribiendo el nombre de Robert Miller—. Vamos a ver lo que Google tiene que decir al respecto.

Era otra vez lunes y durante el fin de semana habían pasado tantas cosas en el restaurante que no había encontrado tiempo para dedicarme a mi nueva actividad favorita: buscar y encontrar a Robert Miller.

El viernes habíamos tenido dos grandes reservas: un cumpleaños en el que se cantó y se brindó mucho y un grupo de hombres de negocios que al parecer habían adelantado a noviembre su cena de Navidad y no encontraban el momento de marcharse.

Jacquie había empezado a sudar y a soltar tacos porque Paul, el segundo jefe de cocina, se había puesto enfermo y él tenía que ocuparse de todo.

Además, ninguno de los comensales quiso el menú con pescado. Todos pidieron
à la carte
y Jacquie se quejaba de que había comprado demasiado salmón y de que ahora ya no podría deshacerse de él.

Pero mi mente estaba muy lejos de allí. Mis ideas giraban en torno a un atractivo inglés que a lo mejor estaba tan solo como yo.

—Imagínate, su mujer le ha abandonado y ahora sólo le queda su pequeño perro —le había contado a Bernadette cuando la llamé el domingo por la tarde.

Yo estaba tumbada en el sofá y tenía el libro de Miller en la mano.

—¡No,
chérie
! Éste es el baile de los corazones solitarios. A él le han abandonado, a ti te han abandonado. A él le gusta la cocina francesa, a ti te gusta la cocina francesa. Y él ha escrito sobre tu restaurante y a lo mejor también sobre ti. Yo sólo puedo decir:
Bon appétit!
—bromeó—. ¿Te ha llamado ya tu triste inglés?

—¡En serio, Bernadette! —repliqué, y me puse un cojín en la nuca—. En primer lugar, no es
mi
inglés; en segundo lugar, todas estas
casualidades
me resultan sorprendentes; y en tercer lugar, no
puede
haber recibido mi carta todavía. —Tuve que pensar de nuevo en la extraña conversación que había mantenido un par de días antes en Éditions Opale—. Espero que ese «extraño hombre de la barba» haya enviado mi carta realmente.

Con «extraño hombre de la barba» me refería a monsieur Chabanais, que cada vez me inspiraba menos confianza.

Bernadette se rió.

—¡Le das demasiadas vueltas a la cabeza, Aurélie! Dime un motivo por el que ese tipo se quedaría con tu carta.

Miré pensativa el cuadro del lago Baikal que colgaba en la pared de enfrente y que mi padre había comprado hacía muchos años a un pintor ruso en Ulan Bator, durante un viaje de aventura en el Transiberiano. Era una imagen idílica que me gustaba mucho. En la orilla se balanceaba una vieja barca sobre el agua, detrás se extendía el lago. Era claro, estaba rodeado de un paisaje primaveral y brillaba con un azul insondable. «Más vale no pensarlo», había dicho mi padre. «Es uno de los lagos más profundos de Europa».

—No sé —contesté, y dejé vagar mi mirada por la resplandeciente superficie del lago, donde las luces y las sombras jugueteaban entre sí—. Es sólo una sensación. A lo mejor está celoso y quiere proteger a su autor sagrado del resto de personas. O de mí.

—¡Ay, Aurélie! ¿Qué estás diciendo? ¡Eres una vieja conspiradora!

Me incorporé.

—¡No lo soy! Ese hombre
era
muy raro. Primero se comportó por teléfono como un cancerbero. Y luego, cuando me dirigí a él en la editorial, me miró como un perturbado mental. Al principio ni siquiera reaccionó a mis preguntas, sólo me miraba fijamente como si no estuviera bien de la cabeza.

Bernadette chasqueó la lengua con impaciencia.

—A lo mejor sólo estaba sorprendido. O tenía un mal día. ¡Dios mío, Aurélie! ¿Qué
esperabas
? Ni siquiera te conoce. Le llamas por teléfono. Luego te presentas más tarde en la editorial sin avisar, asaltas al pobre hombre, que en ese momento se iba a casa, y le preguntas por una carta que para él es una carta cualquiera de una perturbada cazadora de autógrafos cualquiera que se cree muy importante. La verdad es que me sorprende que no te pusiera de patitas en la calle. Imagínate que todos los lectores asaltaran la editorial para convencerse personalmente de que se entrega su carta a un autor. Yo, por mi parte,
odio
que los padres aparezcan de pronto sin avisar en la puerta de clase para discutir por qué su maravilloso hijo está castigado.

Tuve que reírme.

—Está bien, está bien. A pesar de todo, estoy contenta de haber podido hablar con ese hombre.

—Puedes estarlo. Al fin y al cabo, monsieur Cancerbero estuvo luego muy amable contigo.

—Pero sólo para decirme que el autor no se iba a poner en contacto conmigo porque es poco sociable y vive amargado en su
cottage
y no tiene tiempo para tonterías —repliqué.

—Y te va a decir cuándo viene Robert Miller a París —prosiguió Bernadette sin inmutarse—. ¿Qué más quieres, señorita Nunca-tengo-bastante?

Sí, ¿qué más quería?

Quería descubrir más cosas acerca de ese inglés que parecía tan simpático y escribía cosas tan bonitas, y ése era el motivo por el que estaba con Bernadette delante del ordenador, esa mañana de lunes, una semana después de que empezara todo.

—Me alegro de que los lunes por la mañana no tengas que ir al colegio y podamos vernos —le dije, y me invadió un sentimiento de agradecimiento cuando vi a mi amiga con gesto concentrado buscando para mí todos los Miller del mundo.

—Hmm… hmm… —dijo Bernadette. Se sujetó un mechón rubio detrás de la oreja y miró la pantalla como hechizada—. ¡Mierda! Lo he escrito mal. No, no quiero decir Niller, sino Miller.

—¿Sabes? Yo por las tardes no puedo quedar con nadie, como la mayoría de la gente. Tengo que estar en el restaurante. —Me incliné sobre ella para poder ver yo también algo—. Aunque… ahora que Claude se ha largado no está mal tener algo que hacer por las tardes —seguí diciendo—. Estas tardes de invierno puede sentirse una muy sola.

—Si quieres, podemos ir al cine —propuso Bernadette—. Émile está en casa y yo puedo salir. ¿Has sabido algo de Claude? —preguntó de pronto.

Sacudí la cabeza y le agradecí que esta vez dijera simplemente Claude.

—No esperaba otra cosa de ese idiota —gruñó, y frunció el ceño—. ¡Increíble eso de desaparecer así, sin más! —Luego su voz se volvió más amable—: ¿Le echas de menos?

—Pues sí —dije, y yo misma me sorprendí un poco de lo mucho que había mejorado mi situación sentimental desde aquel desdichado día en que me había perdido por las calles de París—. Por las noches se me hace un poco raro estar sola en la cama. —Reflexioné un instante—. Resulta extraño que de pronto ya nadie te pase el brazo por encima.

Bernadette tuvo entonces su gran momento de empatía.

—Sí. Me lo imagino perfectamente —dijo, sin añadir que, por supuesto, no era lo mismo el brazo de un hombre agradable que el de un idiota—. Pero quién sabe lo que va a ocurrir. —Me miró y me guiñó un ojo—. De momento, ya has encontrado una estupenda distracción. Y aquí lo tenemos: Robert Miller, doce millones doscientas mil entradas. Bueno, ¿qué te parece?

—¡Oh, no! —Observé la pantalla con incredulidad—. ¡No puede ser!

Bernadette pinchó en un par de entradas al azar.

—Robert Miller, artista contemporáneo. —Se abrió una ventana compuesta por rayas de diversos colores—. ¡Oh, sí! ¡Realmente
muy
contemporáneo! —Cerró de nuevo la página—. ¿Y qué tenemos aquí? Rob Miller, Rugby Union Player. ¡Vaya, qué deportista! —Deslizó el cursor por la pantalla—. Robert Taylor Miller, agente secreto americano, espió para la Unión Soviética. Vaya, éste no debe de ser, ya está muerto. —Se rio. Era evidente que la búsqueda empezaba a parecerle divertida—. ¡Buf! —gritó de pronto—. ¡Robert Miller, puesto 224 entre los más ricos del mundo! ¿Quieres pensártelo un poco, Aurélie?

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