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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (6 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—Lo ha hecho usted muy bien, hija mía —dijo cuando ella dejó por fin el último papel a un lado.

Mademoiselle Mirabeau, que sólo llevaba unas semanas trabajando con nosotros como editora, se puso roja de alivio.

—Pero probablemente no haya que tenerlo en consideración —dijo con voz apagada.

Monsignac asintió con gesto serio.

—Me temo que tiene usted razón, querida —dijo con paciencia—. Pero no se preocupe. Mucho de lo que se recibe para leer es basura. Lees el comienzo: basura. Echas un vistazo por la mitad: basura. El final: basura. Cuando algo así llega hasta tu mesa te puedes ahorrar el esfuerzo de… —alzó un poco más la voz—, bueno, no merece la pena seguir hablando de ello. —Sonrió.

Mademoiselle Mirabeau asintió educadamente; los demás se limitaron a sonreír. El director de Éditions Opale estaba en su elemento y se balanceaba adelante y atrás en su sillón.

—Le voy a desvelar un secreto, mademoiselle Mirabeau —dijo, y todos nosotros sabíamos lo que venía a continuación, pues todos lo habíamos oído alguna vez—. Un libro bueno es bueno en
todas
sus páginas —afirmó, y con esas solemnes palabras se dio por terminada la reunión.

Yo cogí todos mis manuscritos, corrí hasta el final del estrecho pasillo y entré en mi pequeño despacho.

Casi sin aliento, me dejé caer en la silla y marqué un número de Londres con dedos temblorosos.

El teléfono sonó un par de veces sin que nadie descolgara.

—¡Adam, contesta, maldita sea! —solté en voz baja, y entonces saltó el contestador.

—Literary Agency Adam Goldberg. Ha contactado con nuestro contestador automático. Lamentamos que haya llamado fuera de nuestro horario de oficina. Por favor, deje su mensaje después de oír la señal.

Cogí aire con fuerza.

—¡Adam! —dije, y hasta en mis oídos sonó esa palabra como un grito de socorro—. Soy André. Por favor, llámame en cuanto puedas. ¡Tenemos un problema!

3

Cuando sonó el teléfono me encontraba en el jardín de un encantador
cottage
inglés quitando un par de hojas secas de un arbusto lleno de olorosas rosas de té que trepaban por un muro de ladrillo.

Los pájaros piaban, la mañana estaba llena de una felicidad casi irreal y el sol me daba con suavidad en la cara. El comienzo perfecto de un día perfecto, pensé, y decidí no hacer caso al teléfono. Hundí la cara en una flor rosa especialmente grande y el timbre dejó de sonar.

Luego oí un sonido apagado y a mis espaldas escuché una voz que conocía muy bien, pero que de alguna manera no formaba parte de todo aquello.

—¿Aurélie…? ¿Estás durmiendo, Aurélie? ¿Por qué no contestas? Mmm… qué raro. ¿Estás en la ducha…? Escucha, sólo quería decirte que dentro de media hora estoy allí. Llevaré cruasanes y
pains au chocolat
, que te gustan mucho… ¿Aurélie? ¡Hooolaaa! ¡Holaholahola! ¡Contesta de una vez, por favor!

Abrí los ojos soltando un suspiro y me dirigí tambaleándome hasta el pasillo, donde estaba el teléfono.

—Hola, Bernadette —dije medio dormida, y el jardín de rosas inglés se desvaneció.

—¿Te he despertado? ¡Son ya las nueve y media! —Bernadette es de esas personas a las que les gusta levantarse temprano y para ella las nueve y media ya es casi mediodía.

—Hmm… Hmm… —Bostecé, volví a mi habitación, sujeté el teléfono entre la cabeza y el hombro y busqué con el pie mis viejas bailarinas, que estaban debajo de la cama. Uno de los inconvenientes de tener un pequeño restaurante es que no se tienen las tardes libres. Pero la ventaja indiscutible es que por la mañana se puede empezar el día sin prisas—. ¡Tenía un sueño tan bonito…! —dije, y abrí las cortinas.

Miré el cielo —¡no hacía sol!— y me quedé pensando en el
cottage
de verano.

—¿Estás mejor? ¡Enseguida estoy contigo!

Sonreí.

—Sí. Mucho mejor —contesté, y comprobé con sorpresa que era verdad.

Habían pasado tres días desde que Claude me había abandonado, y el día anterior, mientras por la mañana hacía algo somnolienta las compras en el mercado y por la tarde saludaba muy sonriente a los clientes en el restaurante y les recomendaba el
loup de mer
que Jacquie preparaba tan bien, ni siquiera había pensado en él. Sólo pensaba en Robert Miller y su novela. Y en mi idea de escribirle.

Sólo una vez, cuando Jacquie me pasó un brazo por el hombro con gesto paternal y dijo: «
Ma pauvre petite
, cómo ha podido hacerte eso ese canalla.
Ah, les hommes sont des cochons
, ven aquí, tómate un plato de bullabesa», sentí un pequeño pinchazo en el corazón, pero en cualquier caso no tuve necesidad de llorar. Y cuando por la noche llegué a casa, me senté en la mesa de la cocina con una copa de vino tinto, hojeé otra vez el libro, y luego estuve un buen rato sentada delante de un papel en blanco, con la pluma en la mano. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había escrito una carta, y ahora le iba a escribir una carta a un hombre al que ni siquiera conocía. La vida era extraña.

—¿Sabes una cosa, Bernadette? —dije, y me dirigí a la cocina para poner la mesa—. Ha pasado algo muy curioso. Creo que tengo una sorpresa para ti.

Una hora más tarde Bernadette estaba sentada frente a mí, mirándome con asombro.

—¿Que has leído un
libro
?

Había llegado con un ramo de flores y una bolsa enorme llena de cruasanes y
pains au chocolat
para consolarme y, en vez de hallar a una pobre desgraciada con el corazón roto que empapaba de lágrimas un pañuelo tras otro, se había encontrado a una Aurélie que, muy animada y con los ojos brillantes, le contaba la novelesca historia de un paraguas de lunares que salía volando, de un policía en un puente que la había seguido, de una vieja librería en la que Marc Chagall le había ofrecido galletas y de un libro maravilloso que había encontrado. ¡Todo ello unido por el destino! Una Aurélie que le contaba que se había pasado toda la noche leyendo ese libro que le había hecho olvidar las penas de amor y la había llenado de curiosidad. Una Aurélie que le hablaba de su sueño y le decía que le había escrito una carta al autor y que si todo aquello no era sorprendente.

Tal vez hablé demasiado deprisa, porque Bernadette no captó lo esencial.

—O sea, que te compraste un libro de esos de autoayuda y luego te sentiste mejor —dijo resumiendo mi milagro personal en pocas palabras—. ¡Es maravilloso! No pensaba que tú leyeras ese tipo de libros, pero lo importante es que te haya ayudado.

Sacudí la cabeza.

—No, no, no, no lo has entendido, Bernadette. No era uno de esos libros de psicología. ¡Es una novela y yo salgo en ella!

Bernadette asintió.

—Quieres decir que la protagonista piensa igual que tú y que por eso te ha gustado tanto. —Sonrió y extendió los brazos con gesto teatral—. ¡Bienvenida al mundo de los libros, querida Aurélie! Tengo que decir que tu entusiasmo me hace albergar esperanzas. ¡A lo mejor llegas a ser una lectora bastante pasable!

Solté un gemido.

—Bernadette, ahora escúchame. Sí, no leo muchos libros, y no, no estoy delirando sólo porque me he leído una novela cualquiera. Ese libro me ha gustado, y mucho. Ésa es una cuestión. Y la otra cuestión es que sale una chica, una mujer joven que es como yo. Se llama Sophie, pero tiene el pelo rubio oscuro, largo y rizado, es delgada y de estatura mediana, y lleva mi vestido. Y al final está sentada en mi restaurante, que se llama Le Temps des Cerises y está en la Rue Princesse.

Bernadette estuvo un rato sin decir nada. Luego comentó:

—¿Y esa mujer de la novela también está con un tipo retorcido y totalmente imbécil llamado Claude que la engaña todo el tiempo con otra?

—No, no lo está. No está con nadie, y luego se enamora de un inglés al que le resultan muy extrañas las costumbres de los franceses. —Lancé un trozo de cruasán a Bernadette—. ¡Además, Claude no siempre me engañaba!

—¡Quién sabe! ¡Pero no hablemos de Claude! ¡Quiero ver ahora mismo ese libro tan maravilloso!

Bernadette estaba entusiasmada. A lo mejor se debía sólo a que le parecía estupendo todo lo que me alejaba de Claude y me devolvía la tranquilidad. Me puse de pie y cogí el libro, que estaba en el aparador.

—Toma —dije.

Bernadette observó el título.


La sonrisa de las mujeres
—leyó en voz alta—. Un bonito título. —Pasó las hojas con interés.

—Mira… aquí —dije muy nerviosa—. Y aquí… ¡Lee esto!

Los ojos de Bernadette iban de un lado a otro mientras yo aguardaba expectante.

—Sí —dijo finalmente—. Un poco extraño sí es. ¡Pero,
mon Dieu
, qué casualidades tan curiosas! Quién sabe, a lo mejor el autor conoce tu restaurante o ha oído hablar de él. Un amigo que comió en él durante un viaje de negocios a París. Algo así. Y, no me malinterpretes ahora, por favor, tú eres muy especial, Aurélie, pero seguro que no eres la única mujer con el pelo rubio oscuro, largo y rizado…

—¿Y qué pasa con el vestido? ¿Qué pasa con el vestido? —insistí.

—Sí, el vestido… —Bernadette reflexionó un instante—. ¿Qué quieres que te diga? Es un vestido que compraste alguna vez en algún sitio. Supongo que no es un modelo que Karl Lagerfeld diseñó especialmente para ti, ¿no? En otras palabras, otras mujeres pueden tener ese vestido. O lo llevaba un maniquí en un escaparate. Existen tantas posibilidades…

Hice un gesto de insatisfacción.

—Pero entiendo que todo esto te resulte sumamente extraño. A mí me pasaría lo mismo.

—No puedo creer que todo sea fruto de la casualidad —manifesté—. Sencillamente, no lo creo.

—Mi querida Aurélie,
todo
es casualidad o cosa del destino, si así se quiere. Yo, por mi parte, creo que existe una explicación muy sencilla para estas curiosas coincidencias. En cualquier caso, has encontrado ese libro en el momento oportuno, y me alegro de que te haga pensar en otras cosas.

Afirmé con la cabeza, y me sentí un poco decepcionada. De algún modo, había esperado una reacción algo más dramática.

—Pero tienes que admitir que algo así no ocurre con frecuencia —dije—. ¿O a ti te ha pasado alguna vez?

—Lo admito —contestó ella riéndose—. Y no, no me ha pasado nunca algo así.

—A pesar de que lees mucho más que yo —añadí.

—Sí, a pesar de que leo más —repitió ella—. Y es una pena. —Lanzó una mirada escrutadora al libro y le dio la vuelta—. Robert Miller —dijo—. Nunca he oído hablar de él. En cualquier caso, tiene una pinta impresionante este Robert Miller.

Asentí.

—Y su libro me ha salvado la vida. Es una forma de hablar —añadí enseguida.

Bernadette alzó la mirada.

—¿Le has escrito
eso
?

—No, claro que no —respondí—. En cualquier caso, no así directamente. Pero sí, le he dado las gracias. Y le he invitado a comer en mi restaurante, que, según tus palabras, o bien ya conoce, o ha oído hablar de él. —No le dije nada de la foto.


Oh, la la
—exclamó Bernadette—. Pero quieres saberlo, ¿no?

—Sí —contesté—. Además, algunos lectores escriben cartas a los autores cuando les han gustado sus libros. No es algo tan raro.

—¿Quieres leerme la carta? —preguntó Bernadette.

—¡De ningún modo! —Sacudí la cabeza—. Secreto epistolar. Además, ya he cerrado el sobre.

—¿Y lo has enviado?

—No. —Entonces me di cuenta de que no había pensado en la dirección—. ¿Cómo se hace cuando se quiere escribir al autor de un libro?

—Bueno, podrías escribir a la editorial y ellos le mandarán la carta a él. —Bernadette cogió de nuevo el libro—. Déjame ver —dijo, y buscó en las primeras páginas—. ¡Ah, aquí está! Copyright Éditions Opale, Rue de l'Université, París. —Volvió a dejar el libro en la mesa de la cocina—. No está muy lejos de aquí —dijo, y bebió un sorbo de café—. Podrías ir y entregar la carta en persona. —Me hizo un guiño—. Así llegará antes.

—Eres tonta, Bernadette —dije—. ¿Y sabes una cosa? Eso es exactamente lo que voy a hacer.

Y así fue como a primera hora de la tarde di un pequeño rodeo y recorrí la Rue de l'Université para echar un sobre alargado en el buzón de Éditions Opale. «A la atención del escritor Robert Miller/Éditions Opale», ponía en el sobre. Al principio había escrito sólo «Éditions Opale, para entregar al señor Robert Miller». Pero «A la atención del escritor» sonaba más serio, según me pareció. Y reconozco que me quedé pensativa cuando oí cómo la carta aterrizaba con un ruido apagado al otro lado de la gran puerta de entrada.

Cuando se envía una carta siempre se pone algo en movimiento. Se inicia un diálogo. Se quieren compartir novedades, vivencias y sensaciones, o se quiere saber algo. Una carta tiene siempre un remitente y un destinatario. Por lo general, da pie a una respuesta, a no ser que se escriba una carta de despedida. Pero incluso entonces lo que se escribe está dirigido a una persona y, a diferencia de lo que se escribe en un diario, provoca una reacción en alguien.

No habría podido plasmar con palabras lo que esperaba como reacción a esta carta. En cualquier caso, era más que poner simplemente un punto tras mi agradecimiento por un libro.

Esperaba una respuesta —a mi carta y a mis preguntas— y me resultaba muy excitante la idea de conocer al autor que había hecho terminar su obra en Le Temps des Cerises. Pero no tan excitante como lo que luego ocurrió.

4

Era como si a Adam Goldberg se le hubiera tragado la tierra. No contestaba, y a cada hora que pasaba yo me iba poniendo más nervioso. Llevaba desde la tarde anterior intentando hablar con él. El hecho de que en teoría se pudiera llamar a alguien a cuatro números distintos y a pesar de todo fuera imposible encontrarle me hizo odiar la era digital.

En su agencia de Londres saltaba incansable el contestador, cuya grabación me sabía ya de memoria. En su móvil del trabajo no contestaba nadie, pero no podía dejarle ningún mensaje, aunque el abonado recibiría un sms avisándole de mi llamada, ¡qué tranquilizador! En el número de su casa el teléfono sonaba unos minutos antes de que en el contestador se oyera la voz alegre del hijo de seis años de Adam.

«
Hi, the Goldbergs are not at home. But don't you worry, we'll be back soon and then we can taaaaalk…
». Seguía una risita y un crujido, y luego la indicación de que en caso necesario se podía llamar al cabeza de familia a su número de móvil privado.

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