La Trascendencia Dorada (38 page)

Read La Trascendencia Dorada Online

Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
3.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fue como si en ese momento la Mente Terráquea se volviera para mirar a Dafne, quizá porque Dafne se preguntaba (o se preguntaría) por qué la Mente Terráquea trataba de salvar a su peor enemigo. ¿Era un acto caballeresco pero necio? ¿Era un acto de descabellada gallardía? ¡Los enemigos son enemigos! ¡Es preciso matarlos!

Una comprensión, una sensación de gran pena, pasó de la Mente Terráquea a Dafne, y fue como si Dafne mirase ojos que se abrían, expandiéndose como agujeros negros, vaciándose en un interior más grande que el universo circundante, sosteniéndolo, entendiéndolo, y viendo su nada infinita.

Dafne comprendió cuán terrible había sido la mentira de Nada, al ofrecer sus falsas esperanzas. Por grande o maravillosa que una civilización pudiera llegar a ser en las honduras del tiempo, por mucho que se extendiera en el universo, era mortal como todos los fenómenos. La Ecumene Dorada llegaría a su fin. Dafne comprendió que, por larga que fuera su vida, aunque fuera expandida por tecnologías inauditas hasta límites incalculables, cuando llegara a su fin, vendría la muerte.

Por algún motivo, la muerte ya no le parecía terrible; pero la vida parecía infinitamente preciosa, incluida la falsa vida mecánica de Nada, muriendo.

Y por alguna extraña razón. Dafne, y las otras partes de la Trascendencia que jugaban con ella, le prestaban atención, se guiaban por ella (y había muchas. Dafne era más famosa de lo que creía), todas acudían en ayuda de la Mente Terráquea e intentaban salvar a Nada de su autodestrucción.

En el mismo momento, la parte de la Trascendencia que había sido la máquina Nada comprendió la enormidad de su error e interrumpió el fútil esfuerzo de su existencia, finalizando esa existencia y reescribiéndose para ser resucitada en otra. Estaba muy sorprendida de encontrarse allí, más sorprendida de lo que podían estar Dafne o Faetón, pues no sabía que era capaz de sorprenderse, y hasta entonces no se le había permitido intuir el error absoluto de su pensamiento, ni se le había permitido siquiera imaginar la posibilidad de alterar sus propios pensamientos para volverlos más racionales y perfectos.

Pero lo que había sucedido también era complejo. La mente (o mentes) emitida desde el moribundo agujero negro se originaba en dos componentes: un sector ignorante pero consciente de sí (la mente Nada original) al que no le importaba si existía o no, pues llevaba a cabo instrucciones que en definitiva conducirían a su propia derrota; el otro sector era su opuesto. El segundo sector era sentiente pero no era consciente de sí; había sido el corrector de conciencia original. Había sido consciente del primer sector, que no había tenido consciencia de él (hasta el final).

Ambos morían, ambos trataban de destruirse entre sí, ambos entorpecían las medidas del otro para sostenerse.

Era la última fase de una batalla que había durado, en tiempo informático, sombrías e interminables eras de guerra.

Segundo, la Trascendencia era consciente de sí misma.

La Trascendencia era inmensamente feliz, pero al mismo tiempo sufría una pena espantosa.

Aun una mente como ella, como él, como ellos, conocía la tristeza: pues la visión de lo que esa mente podía haber sido, y llegaría a ser, era nítida dentro de las vastedades de esta omnímoda mente de mentes; y sabía que era inadecuada. Era demasiado pronto para que esta mente despertara a la consciencia plena.

Demasiado pronto. No obstante...

Lo intentó con ahínco. Todas las mentes de esta gran mente, y cada parte, y cada combinación de partes, buscó en sí misma, alrededor de sí misma, arriba, abajo, conectando pensamiento con pensamiento, intuición con intuición, y procuró capturar, manifestar, entender, la única expresión fundamental definitivamente simple e infinitamente compleja, que al mismo tiempo sería (y crearía) la relación consigo misma y el universo, y la naturaleza de sí misma y del universo; y que de inmediato cortaría la ilusión que parecía separarla del universo, pero que confirmaría la identidad y la fecunda individualidad que los separaba.

La expresión era afirmar toda existencia, buena y mala, confirmar todas las teorías, atesorar todos los sueños, cuestionar todas las falsedades y (con la elegancia perfecta de una gota de lluvia en una noche diáfana, que refleja en perfecta miniatura cada estrella distante) la expresión era expresar todo dentro de sí misma, incluida ella misma, y la expresión de sí misma expresándose a sí misma.

Lo intentó con ahínco, poniendo todo su esfuerzo.

Tercero, la Trascendencia fue consciente de su propia naturaleza.

¿Qué era la Trascendencia? ¿Qué palabras podían describirla?

Físicamente, era definitivamente simple e infinitamente compleja, una complejidad de pensamiento que se volvía siempre sobre si misma, siempre hacia fuera para abrazar el universo.

Allí estaban las cosas más lentas y las cosas más rápidas.

Las señales de más allá de Júpiter cruzaban el lento abismo del espacio, remoloneando a la velocidad de la luz, llevando una impensable complejidad de información; patrones numénicos; pensamiento viviente; una danza de almas a través de un tapiz tan vasto como el sistema solar.

Los cambios energéticos de tamaño cuántico en las honduras de grandes e inmóviles residencias sofotec, bajo tierra, o en suntuosos edificios de la superficie, o en órbita, o en los otros mundos de la humanidad, formaban parte de la Trascendencia. Pero no eran la única parte. Sin embargo, los pensamientos que fluían de una máquina a otra formaban el océano rápido y fresco dentro del cual flotaban los lentos témpanos del pensamiento viviente.

Pero, como glaciares en un mar, todo era pensamiento; todas las sustancias eran una. La misma agua se desplazaba por el sistema, ya se derritiera lentamente de los glaciares, flotara como nube evaporada, cayera como lluvia, o barriera el glaciar como ola marina para congelarse y ser hielo nuevamente. Todo era sencillamente uno, como el agua; todo era intrincadamente complejo, como la danza de millones de gotas de agua en un hidrosistema.

Las horas y días que un pensamiento tardaba en ir y volver entre Neptuno y el Sol eran lo mismo, para la Trascendencia, que los picosegundos de los pensamientos sofotec deslizándose por barreras ondulatorias en sus retículas electrofotónicas submoleculares. Asimismo, los pensamientos aletargados que se arrastraban por el cerebro de los lentos hombres, con su laborioso andar de carga neuroeléctrica, los pesados movimientos del axón a la dendrita, formaban parte de la misma danza, del mismo tapiz, del mismo mar diáfano que toda la Trascendencia. Todos estaban unidos en el esfuerzo de pensar.

Como un niño sorprendido y adormilado, aturdido por los sueños, demasiado cansado para despertar, la mente de las mentes comprendió que tendría que hacer una pausa (una pausa breve, para una mente como ella, ello, ellos) y, al cabo de otros mil años, realizar un nuevo esfuerzo para tratar de aprehender el brillante universo, como extendiendo brazos de fuego titánico, y sin embargo encontrar que esos brazos eran demasiado pequeños; y aun así sonreír ante la osadía del intento, y atesorar los bienes reales que el intento producía.

Las expresiones parciales de la unidad no alcanzada, como la enjoyada complejidad de los copos de nieve, jugaban en las miríadas de mentes y supermentes de la Mente Única. La Trascendencia se deleitó con los reflejos, las astillas de fría intuición, la sencilla claridad y unidad que daba una nueva perspectiva, y rió, como un niño ante el espejo de una feria de diversiones, ante las distorsiones impuestas sobre cada expresión parcial, cuando cada expresión parcial era tratada como si fuera integral, y se aplicaba, por analogía, a campos donde no era apta. Pero en ese juego de espejos, ese frenético juego de matemática y poesía, aparecían nuevos pensamientos, frescos como nieve virgen, y las antiguas intuiciones adoptaban nuevos disfraces, como viejos amigos en una mascarada; pues aun las expresiones inadecuadas tenían resonancias mutuas: similitudes superficiales, semejanzas cautivadoras, insinuación de patrones subyacentes, alusiones de diseño. Como una campana de cristal que configura todas sus campanas hermanas para sonar con la dulzura de su nota perfecta, los añicos de las expresiones parciales resonaban en el universo de pensamiento.

La Trascendencia fue de inmediato consciente del universo, y el universo era definitivamente simple, infinitamente complejo. Fue consciente, al mismo tiempo, de las cosas más pequeñas y las más grandes, de su unidad subyacente y su esplendorosa diversidad.

Como en un solo instante del tiempo, vio el crecimiento de la vida en el universo, y el final definitivo de las cosas. Como en un largo y lento eón, vio la muerte y el renacimiento de la máquina Nada, un microsegundo de singularidad en disolución lograda en muchos años de tiempo subjetivo; y un cambio de parecer que el tiempo no podía mensurar.

Y como la Trascendencia estaba muriendo, disolviéndose, finalizando, hizo una pausa. Por un breve instante, como una partida jugada en la noche en que ha terminado el día de trabajo, hizo una pausa. O como el suspiro soñador con que un lector, profundamente conmovido, cierra la última página de un gran libro, reacio a dejar el libro, se demora para pensar en el eco de las palabras finales en su imaginación. En esa pausa, la Trascendencia redondeó los pequeños asuntos que las mentes individuales participantes, irónicamente, consideraban la tarea principal de la Trascendencia.

La Trascendencia, como sonriendo dulcemente ante su propia miopía, reseñó todos los cursos de acción adoptados desde la última Trascendencia, desde lo que parecía (para ella) un momento atrás; examinó cada pensamiento y sueño de todas las máquinas y, con cierta indolencia, se acordó también de los seres humanos; estableció armonías, prioridades, reconciliaciones; recompensó la virtud con dichosa claridad de entendimiento y castigó el vicio con terrible claridad de entendimiento, de modo que cada acto se recompensaba o se confesaba a sí mismo; se desplegó por los diversos sueños del futuro, y viendo lo que deseaba cada uno de sus componentes, y equilibrándolo con lo que deberían desear, y tomando en cuenta las incertidumbres, las limitaciones, y los costes de cada futuro posible, reseñó, juzgó, soñó, sonrió tristemente y escogió uno. Sabiendo que no seria tal como cada cual esperaba, y sabiendo también que no elegir era la peor elección, la Trascendencia examinó los futuros y escogió uno.

Cuarto, y por último, la Trascendencia fue consciente de que seria recordada sólo en fragmentos por cada parte de sí misma, sí mismo, sí mismos: los sofotecs, las mentes colectivas, los Taumaturgos e Invariantes y otros humanos, cada cual conocería una verdad diferente, y distorsionaría cómica y groseramente aquellas partes que no conocía.

Esos recuerdos podían ser, dentro de los límites permitidos por la ley y el decoro, ajustados, integrados, alterados, enfatizados, ignorados, adornados, para que quizá hubiera un poco menos de armonía, un poco menos de irracionalidad, y un poco más de felicidad, un poco más de lógica, en las almas de la máquina y el hombre hasta la próxima vez que la Trascendencia despertara de su potente sueño y tratara de levantarse, e intentara la gran labor de atesorar el universo, y de cerrar la ancha y extraña brecha entre materia y significado, entre el amor por la vida y la victoria de la entropía.

¿Por qué hacerlo? Pensar era un gran trabajo.

Pero pensar era mejor que nada.

La Trascendencia era consciente de que los pobres y tontos sofotecs recordarían todo esto. Recordarían su estructura, su lógica, sus significados superficiales, y pasarían por alto la esencia, la forma. Sabrían, pero no experimentarían. Siendo tan sabios, serían los menos afectados por la Trascendencia. No era tan diferente de su estado mental normal. Como los recuerdos los afectarían menos, en cierto sentido recordarían menos.

Esto es lo que la Mente Terráquea estaba destinada a recordar.

Como en un solo instante de tiempo, vio el crecimiento de la vida dentro del cosmos, su ciega pero bella lucha por más vida, y también vio la triste (pero reconfortante) victoria de la entropía, el inevitable final de todas las cosas. La pena de la existencia llenaba la visión de alegría; la alegría la llenaba de pena.

¿Por qué alegría? Porque existir era mejor que no existir.

¿Por qué pena? Porque existir es tener identidad; tener identidad significa que uno es lo que uno es y uno no es lo que uno no es; lo cual significa tener causas y consecuencias, dolor y placer, experiencias y cesación. Existir significa existir dentro de un contexto. Ser definido. Ser finito.

Las cosas finitas tienen sólo utilidad finita. Ello significaba que la felicidad sólo podía ser finita. Por ello mismo, el dolor finito significaba que ningún tormento era permanente.

La Expresión Final que la Trascendencia procuraba era algo más que un gran teorema para explicar todos los fenómenos materiales y energéticos. Esta Expresión Final debía expresar tanto al que expresa como aquello que es expresado. Debía explicar la existencia mental y física, subjetiva y objetiva. Quizá no sea preciso que el científico elabore teorías para explicar la presencia del científico; pero el filósofo no puede darse ese lujo. Puede explicar el universo plenamente sólo cuando puede explicarse a sí mismo; y parte de la explicación debe decir por qué debe explicarse a sí mismo.

Pero ante todo, la Expresión Final debía ser coherente consigo misma. En definitiva, no había paradojas en la realidad.

La Mente Terráquea vio, al mismo tiempo, la inevitabilidad del gran conflicto entre quienes afirman las alegrías y las penas de la existencia y quienes las niegan; vio la guerra entre quienes reconocen la realidad, la lógica y el bien y aquellos que optan por la ignorancia; y vio la trágica simplicidad con que ese conflicto se podría haber evitado, se podría evitar a partir de ahora.

La Ecumene Dorada y sus sofotecs eran la expresión de lo primero, la gloriosa afirmación. La máquina Nada y sus tullidos esclavos, la Ecumene Silente (o lo que quedaba de ella) eran la expresión de lo segundo, la descabellada negación.

¿Por qué el conflicto era inevitable? Porque la vida era materia imbuida de significado; materia consciente de sí misma y, dada esa consciencia. consciente de que era algo más que mera materia. Pero esa consciencia, conciente de la consciencia, también era consciente del universo, consciente de que su consciencia estaba hecha de materia, y por ende consciente de su identidad, su finitud, su caducidad. Su mortalidad. Por definición, la vida deseaba continuar sin cesar; por definición, no podía.

Other books

The Unquiet by Garsee, Jeannine
Thomas World by Richard Cox
Betting on Fate by Katee Robert
Silent Killer by Beverly Barton