—Sí, pero supongo que pasará pronto. ¡Un par de semanas más en la prensa y ya está! Dentro de nada estaremos hablando de otra cosa.
—Tienes que defender a muerte tu intimidad. ¿Sabes lo que le pasó a Amber, mi amiga de la universidad? Se casó por la iglesia con su novio del instituto, ¡una boda perfecta! Pero menos de un año después, su marido se presentó a «American Idol», ese programa para descubrir nuevos cantantes, y lo ganó. ¡Eso sí que fue una revolución!
—¿Tu amiga está casada con Tommy, el de «American Idol»? ¿El que ganó una de las primeras ediciones?
Heather asintió.
Brooke reaccionó con un silbido.
—¡Vaya! No sabía que estuviera casado.
—Claro que no. Cada semana sale con una chica diferente; no ha parado desde que ganó el concurso. La pobre Amber era tan joven (¡veintidós años!) y tan ingenua, que no quería dejarlo por muchas infidelidades que cometiera. Estaba convencida de que las cosas se asentarían con el tiempo y todo volvería a ser como antes.
—¿Y qué pasó?
—¡Puf, fue espantoso! Tommy le siguió siendo infiel y cada vez lo disimulaba menos. ¿Recuerdas aquellas fotos en las que salía bañándose desnudo con una modelo, aquellas que aparecieron publicadas con los genitales emborronados, pero con todo lo demás a la vista?
Brooke asintió. Incluso entre el torrente constante de fotos sensacionalistas, aquéllas le habían parecido particularmente escandalosas.
—Bueno, siguió más de un año así, sin ninguna señal de que fuera a cambiar. Llegó a ser tan horrible, que su padre cogió un avión para ir a hablar con él y se presentó en su hotel durante una gira. Le dijo que le daba veinticuatro horas para rellenar los papeles del divorcio o que se atuviera a las consecuencias. Sabía que Amber no iba a pedírselo (es muy buena chica y en aquel momento todavía no había acabado de digerir lo que estaba pasando), así que Tommy inició los trámites. No sé si era muy buen tipo antes de hacerse famoso, pero lo que sí sé es que ahora es un imbécil integral.
Brooke intentó mantener una expresión neutra, pero su impulso habría sido pegarle a Heather una bofetada.
—¿Para qué me cuentas todo eso? —le preguntó, con tanta serenidad como consiguió reunir—. Julian no es así.
Heather se tapó la boca con una mano.
—No ha sido mi intención sugerir que Julian se parezca en nada a Tommy. ¡Nada de eso! Si te he contado todo esto, ha sido porque poco después del divorcio, Amber envió un mensaje a todos sus amigos y familiares, para rogarles que dejaran de mandarle fotos y enlaces por correo electrónico, y recortes de prensa por correo postal, y para que dejaran de llamarla por teléfono para contarle las últimas noticias de Tommy. Recuerdo que al principio me pareció un poco extraño. No podía creer que tanta gente le estuviera mandando las entrevistas que encontraba de su ex marido. Pero un día me enseñó su bandeja de entrada y entonces lo comprendí. No era que intentaran hacerle daño, sino que eran totalmente insensibles. Por alguna razón, creían que ella quería enterarse. En cualquier caso, desde entonces Amber ha vuelto a encarrilar su vida, y probablemente ahora entiende mejor que nadie lo muy abrumador que puede llegar a ser todo ese asunto de la fama.
—Sí, esa parte es un poco desagradable. —Brooke se acabó el café con leche y se enjugó la espuma que le dejó en los labios—. Quizá no te habría creído si me lo hubieras contado hace unas semanas, pero ahora… Esta mañana han venido a instalarme persianas para protegerme de los fotógrafos. Hace unas noches, fui desde el baño hasta el frigorífico envuelta en una toalla y, de pronto, hubo un montón de destellos de flashes. Había un fotógrafo apostado sobre el techo de un coche, bajo nuestra ventana, supongo que para captar alguna imagen de Julian. Es lo más horripilante que he visto jamás.
—¡Qué espanto! ¿Y qué hiciste?
—Llamé al número de la comisaría, el que no es para urgencias, y dije que había un hombre frente a mi ventana, que intentaba hacerme fotos desnuda. Me dijeron algo así como «bienvenida a Nueva York» y me aconsejaron que bajara las persianas.
Deliberadamente, Brooke omitió contar que antes había llamado a Julian y que él le había respondido que no hacía falta ponerse así y que tenía que empezar a ocuparse sola de ese tipo de asuntos, sin tener que llamarlo «siempre», al borde de un ataque de pánico «por todo».
Heather se estremeció visiblemente.
—Da miedo. Supongo que tendrás algún tipo de alarma.
—Sí, es lo siguiente que vamos a instalar.
Brooke tenía la secreta esperanza de mudarse antes de que fuera necesario instalar una alarma (la noche anterior, Julian le había mencionado de pasada, por teléfono, la necesidad de cambiarse a un piso «mejor»), pero no estaba segura de que verdaderamente fueran a marcharse de donde estaban.
—Discúlpame un segundo. Voy al baño —dijo Heather, mientras descolgaba el bolso del respaldo de la silla.
Brooke siguió a Heather con la mirada y la vio desaparecer detrás de la puerta del lavabo de señoras. En cuanto oyó el ruido del cerrojo, cogió la revista. Había pasado una hora o quizá menos desde la última vez que había visto la foto, pero no pudo evitar abrir la revista directamente por la página catorce. Sus ojos buscaron por sí solos la esquina inferior izquierda de la página, donde la foto que buscaba estaba intercalada inocentemente entre una imagen de Ashton con una mano apoyada sobre la tonificada espalda de Demi, y otra de Suri, a caballito sobre los hombros de Tom, bajo la atenta mirada de Katie y Victoria.
Brooke abrió la revista sobre la mesa y se inclinó para ver mejor la foto. Seguía siendo igual de inquietante y perturbadora que sesenta minutos antes. Si la hubiera visto de pasada y no hubiese sido una imagen de su marido junto a una actriz de fama mundial, no le habría llamado la atención. En la parte baja del cuadro, se veían los brazos levantados de las primeras filas del público. Julian alzaba el brazo en el aire, en gesto victorioso, mientras aferraba con la mano el micrófono como si fuera una espada con poderes especiales. Brooke sentía escalofríos cada vez que veía a su marido en esa pose. Casi no se podía creer lo mucho que parecía una verdadera estrella de rock.
Layla llevaba puesto aquel vestido corsé de flores, de falda terriblemente corta, y un par de botas vaqueras tachonadas. Estaba bronceada, maquillada, accesorizada y extensionada hasta el límite de lo que era humanamente posible, y su expresión, mirando a Julian, era de absoluta y profunda dicha. Resultaba nauseabundo, pero mucho más inquietante era la expresión de Julian. La adoración, la idolatría, la cara de «¡Dios mío, tengo ante mí al ser más maravilloso del mundo!» era innegable y había quedado inmortalizada a todo color, gracias a la Nikon de un profesional. Era el tipo de mirada que una esposa esperaría ver un par de veces a lo largo de su vida, el día de su boda y tal vez después del parto de su primer hijo. Era exactamente el tipo de mirada que nadie querría que su marido le dedicara a otra mujer en las páginas de una revista de difusión nacional.
Brooke oyó correr el agua del lavabo detrás de la puerta cerrada. Rápidamente, cerró el ejemplar de
Last Night
y lo colocó boca abajo, delante de la silla de Heather. Cuando volvió a la mesa, su colega miró primero a Brooke y después le echó una mirada a la revista, como diciendo: «Quizá no debí dejarla ahí». Brooke hubiese querido decirle que no se preocupara y que poco a poco se estaba acostumbrando, pero no le dijo nada de eso. En su lugar, soltó lo primero que le pasó por la cabeza, para aliviar la incomodidad del momento.
—Ha sido fantástico encontrarte por aquí. Es una pena que pasemos tantas horas a la semana en el colegio y que no nos veamos nunca fuera. Tendremos que hacer algo al respecto. Podríamos quedar para desayunar un fin de semana, o incluso para cenar…
—Me parece estupendo. Bueno, que te diviertas esta noche. —Heather la saludó con un gesto de la mano, mientras se disponía a marcharse—. Nos vemos la semana que viene, en Huntley.
Brooke le devolvió el saludo, pero Heather ya había salido de la pastelería. Cuando ya se levantaba para irse, intentando no preguntarse si había hablado demasiado, si no había hablado lo suficiente o si había dicho algo que pudiera espantar a su colega, le sonó el móvil. Por la identificación de la llamada, vio que era Neha, una amiga del curso de posgrado.
—¡Hola! —dijo Brooke, mientras dejaba un par de dólares en el mostrador y se dirigía a la puerta—. ¿Cómo estás?
—¡Brooke! Te llamo sólo para saludarte. ¡Hace siglos que no hablamos!
—Sí, es verdad. ¿Cómo va todo en Boston? ¿Te gusta la clínica donde trabajas? ¿Cuándo piensas venir a visitarnos?
Hacía quizá unos seis meses que se habían visto por última vez, cuando Neha y su marido, Rohan, habían estado en Nueva York por Navidad. Mientras estudiaban, las dos habían sido bastante amigas, sobre todo porque vivían a pocas calles una de otra, en Brooklyn, pero no les había sido fácil mantener el contacto desde que Neha y Rohan se habían ido a vivir a Boston, dos años atrás.
—Sí, la clínica está muy bien; de hecho, es mucho mejor de lo que esperaba. Pero no veo la hora de volver a Nueva York. Boston es bonito, pero no es lo mismo.
—¿En serio piensas volver? ¿Cuándo? ¡Cuenta, cuenta!
Neha se echó a reír.
—Todavía no. Tenemos que encontrar empleo los dos, y probablemente será más fácil para mí que para Rohan. Pero iremos de visita a la ciudad para Acción de Gracias, ya que los dos tenemos unos días libres. ¿Estaréis Julian y tú?
—Normalmente vamos a casa de mi padre en Pennsylvania, pero puede que este año ellos vayan a cenar con la familia de su nueva mujer, así que es posible que nos armemos de valor y organicemos nosotros una cena en Nueva York. Si por fin la organizamos, ¿querréis venir? ¿Vendréis, por favor?
Brooke sabía que los dos tenían a sus respectivas familias en la India y que no solían celebrar el día de Acción de Gracias, pero pensaba que sus amigos serían una bienvenida distracción de toda la intensidad de la vida familiar.
—¡Claro que iremos! Pero ¿podemos rebobinar un poco, por favor? ¿Te puedes creer lo que está pasando en tu vida? ¿No te pellizcas todas las mañanas? ¡Tiene que ser una locura! ¿Qué se siente al tener un marido famoso?
Brooke hizo una inspiración profunda. Pensó en ser sincera con Neha, en hablarle de lo mucho que habían cambiado las cosas hasta volver su mundo del revés, y de la ambivalencia que sentía respecto a lo que estaba sucediendo. Pero de pronto, todo le pareció demasiado agotador. Sin saber muy bien por qué, soltó una risita y mintió.
—Es increíble, Neha. ¡Es lo más genial del mundo!
• • •
No había nada peor que trabajar en domingo. Por ser una de las nutricionistas más veteranas del equipo, hacía años que Brooke no hacía guardias los domingos y había olvidado lo horribles que eran. Era una mañana perfecta de finales de junio; todos sus conocidos estarían almorzando fuera, o de picnic en el Central Park, o corriendo junto al río Hudson. A cien metros del hospital, un grupo de adolescentes en shorts vaqueros y chanclas parloteaban y bebían batidos de fruta en la terraza de un café, y Brooke tuvo que hacer un esfuerzo para no quitarse la bata y los espantosos zuecos, y quedarse con ellas a tomar unas creps. Estaba a punto de entrar en el hospital, cuando le sonó el móvil.
Miró la pantalla y por un instante se preguntó si debía aceptar la llamada, que procedía de un teléfono desconocido, con el poco familiar prefijo 718, propio de un distrito periférico de la ciudad. Debió de pensárselo demasiado, porque saltó el buzón de voz. Cuando la persona que llamaba no dejó ningún mensaje, sino que llamó por segunda vez, Brooke se inquietó.
—Diga. Aquí Brooke —dijo, segura de que había cometido un error y de que el interlocutor misterioso sería un periodista.
—¿Señora Alter? —preguntó una vocecita tímida—. Soy Kaylie Douglas, de Huntley.
—¡Kaylie! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
Tres o cuatro semanas antes, en su última sesión antes de las vacaciones de verano, la situación de Kaylie había dado un giro, aparentemente para peor. La niña había abandonado su diario de alimentos, que hasta aquel momento había llevado con diligencia, y había anunciado su determinación de seguir en verano un agotador programa físico, combinado con una serie de dietas de adelgazamiento rápido. Brooke había intentado hacerla cambiar de idea, pero todo había sido inútil. Sólo había conseguido que se pusiera a llorar y que se lamentara de que nadie entendiera lo que significaba ser «pobre y gorda» en un lugar donde todas eran «ricas y guapísimas». Brooke se preocupó tanto que le dio su número de móvil y le insistió para que la llamara durante el verano, tanto si todo iba bien como si no. Lo había dicho de verdad, pero aun así se sorprendió cuando oyó a su joven paciente al otro extremo de la línea.
—Sí, estoy bien…
—¿Cómo va todo? ¿Qué has hecho en estas dos semanas de vacaciones?
La niña se echó a llorar, con sollozos agitados y entrecortados por ocasionales «lo siento».
—¡Kaylie! ¡Háblame! Dime qué te pasa.
—¡Señora Alter! ¡Esto es un desastre! Estoy trabajando en Taco Bell, y al final de cada turno me dan un menú, y mi padre dice que tengo que comérmelo porque es gratis. Pero después vuelvo a casa y mi abuela ha hecho un montón de comida que engorda, y cuando voy a las casas de mis amigas de la otra escuela, me invitan a comer pollo frito, burritos y galletas, y yo me lo como todo, porque tengo hambre. ¡Hace sólo tres semanas que terminaron las clases y ya he engordado cuatro kilos!
Cuatro kilos en tres semanas era para preocuparse, pero Brooke mantuvo el tono sereno y tranquilizador.
—Seguro que no será tanto, cariño. Tienes que recordar lo que hablamos: porciones de carne del tamaño de la palma de la mano; todas las verduras de hoja y las hortalizas que quieras, siempre que no te excedas con el aliño, y galletas con moderación. Ahora mismo no estoy en casa, pero miraré la carta de Taco Bell y te buscaré el menú más saludable. Lo importante es no dejarse llevar por el pánico. Eres joven y saludable: vete a dar un paseo con tus amigos, o juega a la pelota en el parque. No es el fin del mundo, Kaylie, te lo prometo.
—No puedo volver al colegio el año que viene tal como estoy ahora. ¡Ahora sí que he superado el límite! Antes estaba en el extremo superior de la normalidad, y eso ya era malo, ¡pero ahora soy oficialmente obesa!