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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (10 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Por lo menos una vez a la semana iba a comprobar el estado de las gallinas, para ver si había alguna señal de enfermedad. Si les cambiaba el color o veía algo inusual, cogía el gancho, las arrastraba hacia mí y las cogía entre mis manos. Entonces seguía las instrucciones que me había dado el hombre de la Oficina Gubernamental de Granjas sobre los cinco puntos que debía comprobar: patas, culo, ojos, cresta y papada. Si había algo sospechoso, o empezaba a palidecer, o tenía los ojos hinchados y abultados, la aislaba en una pequeña jaula de alambre para tal propósito. Llevaba la jaula al granero y alimentaba a la gallina por separado por si enfermaba. Normalmente, la devolvía al gallinero, aunque, en ocasiones, o bien me la llevaba al mercado los sábados o bien me deshacía de ella si estaba muy enferma.

Nathanael odiaba aquel procedimiento, porque sabía que el resultado final podría ser que una de sus compañeras fuese escogida para salir del gallinero. A veces intentaba esconder el gancho de las gallinas para que me fuera más difícil atrapar a las aves. Trató de impedir que inspeccionara las gallinas y en una ocasión intentó esconder una que tenía algo extraño en los ojos.

Las gallinas que apartaba, las metía en la jaula para inspeccionarlas el sábado por la mañana antes de ir al mercado. Recogía los huevos que había planeado llevarme y los empaquetaba con esmero. Si había alguien que durante la semana hubiera mencionado que podría necesitar un pollo para la cena del domingo, hacía todo lo que estaba en mi mano para llevar al menos uno. Y aquello era precisamente lo que Nathanael trataba de evitar. Ni siquiera le gustaba que las cocinara para la cena.

—¿No ves la situación en la que me encuentro? Tengo que sentarme entre estas aves todo el día y luego esperas que disfrute comiéndome una de ellas. Tú vienes y vas y puedes permitirte esa crueldad, después de todo no son más que animales. Pero, ¿cuándo fue la última cena de pollo que te comiste en el gallinero?

Achaqué la actitud de Nathanael a su educación urbana. No podía ver a las gallinas como fábricas de huevos, sino que las veía más como a seres vivos que como a máquinas productoras. Cuando vives en una granja, me imagino que nunca te paras a pensar en estas cosas. Pero el representante de la Oficina Gubernamental de Granjas realizaba las visitas de rigor, y tenía que asegurarse que los pájaros estaban sanos y que los estaba cuidando correctamente. Inspeccionaba el gallinero, echaba un vistazo desde la puerta y, de vez en cuando, incluso se aventuraba a entrar en él, pero nunca demostró estar buscando a alguien. Simplemente miraba los nidos, comprobaba el estado del agua y que la comida no estuviese contaminada. En ocasiones me sugería que hiciera algunos cambios, pero se enfadaba muchísimo si notaba que había alguna gallina enferma.

El representante estaba muy contento de que hubiera incrementado el número de gallinas y de que cada vez tuviera más clientes que compraran mis huevos. Gracias al convento, estaba vendiendo más. La primera semana me pidieron una docena de huevos. Pasado un tiempo, me dieron una caja todavía más grande que contenía el doble de dinero, así que a la semana siguiente les llevé dos docenas. Más adelante aumentaron la cantidad de nuevo y, a veces, me pedían si tenía algún pollo. Al llegar el verano, me compraban al menos tres docenas y un pollo cada semana, a veces incluso dos.

Fue Nathanael quien me preguntó por el convento:

—¿Cuántas monjas viven allí para comer tantos huevos? —No tenía ni la más remota idea, y no me gustaba hacer aquel tipo de preguntas. Aun así, aunque fue un golpe de suerte para mí, resultaba extraño que hubieran incrementado de tal modo la demanda de huevos. Cuando le pregunté a la Hermana Karoline, del modo más casual de que fui capaz, si a las hermanas les gustaban mis huevos, me dijo algo extraño, me dijo que «era para los niños». No sabía que hubiera niños en el convento, así que pensé que seguramente las hermanas estarían cuidando a algunos huérfanos en algún lugar. Muchas familias habían incrementado su consumo de huevos debido a la falta de otro tipo de alimentos. Tal y como le escribí a mi marido, la falta de alimentos nos mantenía con vida. Podíamos vender todo lo que lleváramos al mercado. Casi nunca volvía a casa con algo. Todo el mundo quería verdura fresca y, si hubiera sido capaz de llevar más cosas, también las hubiese vendido. Quedaba poca carne en las tiendas del pueblo, según me habían contado, y muchos de los habitantes creían que los huevos reemplazarían el valor de esta.

Todavía me preguntaba qué niños disfrutarían de los huevos que vendía al convento cada semana. Me sentaba en el mercado, con las cestas a mis pies, sobre una caja que había tomado prestada del café, con los pollos atados a mi tobillo con una cuerda. Cuando venía un cliente a mirar lo que tenía, me levantaba y esperaba hasta que él o ella había tenido la oportunidad de echarles un buen vistazo. Jamás notaron mi ansiedad por venderles algo. Traté de pasar tan desapercibida como me fue posible, aunque la mayoría de los vendedores eran mucho más agresivos. Al principio vendía muy poco porque los del pueblo no estaban acostumbrados a mí, pero, a medida que pasaba el tiempo, llegaron a apreciar mi manera de permitirles decidir si querían comprar mis cosas, y siempre acababan comprándolas.

Justo antes de la época de la cosecha, el representante gubernamental de granjas vino para comunicarnos que había una nueva regulación que prohibía el uso de trigo para los animales. El trigo y el centeno pasaban a ser de uso exclusivo del Estado, ya que se iban a usar para fabricar pan para el ejército. Nos habíamos ocupado del campo con suma atención con la idea de que nos proveería con buen pienso para las aves a medida que aumentábamos el número de animales. Sin el trigo, tendríamos que gastarnos el dinero en comprar pienso. Cuando le pregunté al hombre del gobierno qué debía darles a las gallinas me contestó que me vendería un pienso aceptable cada mes. Discutimos un poco sobre el precio y me aseguró que intentaría concertar un préstamo basándose en la cantidad de huevos y gallinas que vendía en un mes. Le contesté que no quería endeudarme por comprar un pienso que podía cultivar yo misma. Me señaló que no podía utilizar lo que ya había plantado ya que podrían arrestarme por ello y que, dado que se consideraba traición, probablemente perdería la granja y mis hijos perderían a su madre. No tenía por costumbre discutir con el hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura, pero aquella regulación en concreto me parecía tan escandalosa y contradictoria que persistí. El hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura me miró con reprobación cuando inicié lo que creía un argumento lógico sobre la alimentación de las gallinas con lo que éramos capaces de cultivar en nuestra granja, pero él me contestó:

—Le sugiero que piense en lo que acaba de decir. Olvidaré lo que ha dicho si así lo desea. Volveré la semana que viene con los documentos necesarios para el préstamo de compra del pienso para las gallinas.

Aquella noche les conté a los niños lo que había dicho el representante de la Oficina Gubernamental de Agricultura. Al principio también alzaron las cejas ante la perspectiva de tener que dar nuestro trigo, que había requerido tantas horas de trabajo y tanto esfuerzo. Por dentro pensábamos en lo que mi marido diría cuando se enterara, tras el gran esmero que había puesto en planificar y prepararlo todo. Tras una breve pausa, cuando mencioné que corría el riesgo de ser arrestada por traición si lo utilizaba, el chico dijo:

—Bueno, Mamá. Tiene razón. Ahora recuerdo que nos dijeron que estos granos se recogían y se almacenaban para ayudar al ejército. Ahora estaremos alimentando a nuestro padre y a las tropas. Debemos poner de nuestra parte en la lucha por la independencia. ¿Por qué tenemos que dar a las gallinas lo que deberíamos dar a los soldados? En realidad sería lo mismo que si ayudáramos a nuestros enemigos.

—¿Qué les daré a las gallinas para que pongan huevos? ¿Es que el Estado no quiere que nos den huevos? Hasta ahora el hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura estaba muy contento que nuestras gallinas dieran tantos huevos. Ahora tenemos que endeudarnos, lo que no le va a gustar nada a tu padre, para poder comprar más pienso. Y quién sabe si les gustará.

—Mamá, debes hacer lo que te digan o te pondrás en contra del Estado. Sabes que ellos saben mejor que nadie qué es lo mejor para todos. Sólo pensar que puedes decidir por ti misma qué dar de comer a las gallinas ya es una traición. —Noté, por el tono de su voz, como si alguien hubiera encendido un interruptor y hubiera empezado a recitar en lugar de hablar conmigo. Detrás de sus palabras, percibía un antagonista, no un aliado. Decidí terminar con la discusión.

—Naturalmente, debo hacer lo que digan. ¿Cómo le explicaremos esto a tu padre? Sólo nosotros nos preocuparemos de que nuestras gallinas produzcan menos huevos. ¿Cómo podremos pagar el préstamo para el pienso?

—Madre, no debes permitir que nadie te oiga hablar de ese modo. No perderían el tiempo en denunciarte a las autoridades —dijo con su nueva voz, la voz de un líder, de un protector del Estado, de alguien que sigue las reglas. Estaba hablando con un miembro modélico de las Juventudes.

—Tienes razón, hijo. Qué tonta he sido.

Escribí a mi marido para contarle que debíamos endeudarnos para poder alimentar a las gallinas.

Cuando aquel otoño llegó el momento en que debíamos donar al Estado el pienso para alimentar al ejército, hice la cosecha yo sola. Nuestro campo no ocupaba más de dos acres y siempre había sido suficiente para las gallinas, con algún espacio libre para nuestra propia harina. Aquel año en concreto decidí que, en lugar de tener que prescindir de ello tanto nosotros como las gallinas, apartaría una parte de la cosecha. Cogí unas cuantas sábanas viejas del baúl de almacenaje, las desplegué y apilé una cantidad de grano de trigo en el centro. Lo arrastré bajo el porche, donde sabía que nadie lo vería. De ese modo logré guardar un cuarto de la cosecha cubierto con una sábana. De vez en cuando rellenaba el suministro, que nos habían permitido mantener, y así aumenté la cantidad de pienso de las gallinas y un poco para nuestras necesidades.

Nathanael fue el primero que notó el cambio en las gallinas. Me explicó que algunas tenían un aspecto mustio e indolente, que se dejaban coger sin armar escándalo y que no estaban poniendo. Aislé algunas y a lo largo de la semana siguiente vi cómo iban cambiando de muda, lo que indicaba que no iban a poner más huevos durante al menos un mes o dos. Tenía que anotar aquella caída de la producción en mi documentación de la granja y mostrársela al hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura cuando viniera. Me dijo que podría mejorar la situación si dejaba encendida la luz del gallinero para alargar el día y así conseguir que las gallinas pusieran más huevos. Como ya estábamos a mitad del otoño, tenía que levantarme a las cinco de la mañana para encender la luz de las gallinas. A menudo, deseaba que Nathanael se encargara de aquella tarea pero, naturalmente, eso era imposible. Así, durante todo el invierno, las gallinas tuvieron de doce a trece horas de luz, y nos dieron más huevos. Gracias sobre todo a Nathanael, fui capaz de mantener nuestra cuota de huevos como hasta entonces, a pesar del cambio en su dieta. Nathanael mantenía la paz entre las gallinas, así que no perdimos ninguna más por culpa de las peleas o de los ataques caníbales. Intentó asegurarse de que todas las aves recibieran su ración de comida, ya que unas eran víctimas de las otras por ser más pequeñas o más débiles. Nathanael paseaba por el gallinero como si se tratara de un guardia que supervisa su comportamiento. Caminaba muy despacio, con pasos pequeños, en parte imitando la manera de las gallinas y en parte porque con sólo dos o tres zancadas, Nathanael ya habría recorrido todo el gallinero. Les hablaba y, cuando lo hacía, el tono de su voz se elevaba y sonaba como si estuviera hablando con un niño o con un extranjero. Las gallinas parecían escucharle.

No fui capaz de mantener la demanda de huevos. Primero acudí a mi principal cliente, el convento. Le expliqué a la Hermana Karoline que no sería capaz de satisfacer el pedido habitual. Su reacción fue la esperada, estaba muy disgustada y no trató de esconderlo. Era como si yo fuera algo en lo que podía confiar y ahora me hubiera convertido en uno más de sus problemas.

—¿Qué esperan que haga? ¿Cómo vamos a alimentarnos cuando no hay comida? Necesitamos algo más que patatas para sobrevivir. ¿Qué comes tú, Vendedora de Huevos?

—Bueno, a nosotros se nos permite comer de lo que cultivamos.

—Ya veo. —Me escuchó con resignación y tristeza, como si estuviera ante una sentencia de muerte o hubiera perdido su última esperanza.

Algo en la reacción de la hermana me conmovió profundamente, ya que, de algún modo, me sentía responsable de mantener el convento y las había decepcionado. Desde aquel momento, aunque tuviera que ir al mercado sin huevos, me aseguré de cumplir con los encargos del convento. A veces incluso añadía algunas verduras.

El hombre del Departamento acudía con regularidad y se pasaba aproximadamente una hora rellenando mi documentación y su cuaderno de archivos.

—¿Cuántos este mes, señora?

—Trescientos catorce, señor.

—Ya sé que octubre es un mes poco productivo, señora, pero me pregunto si conseguirá cumplir con la cuota anual. ¿Qué opina usted, señora?

—Hago lo que puedo, señor. Nuestras gallinas son algo jóvenes, como usted ya sabe. Ahora tenemos a más ponedoras, lo que incrementará nuestra producción. Así fue como usted y yo lo planeamos. El mes pasado empezamos a quemar el aceite de la lámpara para despertarlas más temprano y mantener la luz encendida medio día. Sin embargo, las aves jóvenes producen menos, y algunas de las más jóvenes, absolutamente nada durante unos meses.

—¿Cómo lleva el control de enfermedades?

—No tenemos a ninguna enferma, señor.

—¿Ninguna?

—No, señor. ¿Le gustaría comprobarlo usted mismo?

—No, gracias, señora. Quizás el mes que viene eche una ojeada, pero hoy tengo prisa.

—Aun así, señor, me gustaría que se llevara unos cuantos huevos, para que vea por qué son tan populares entre nuestros clientes del mercado. ¿Es posible que haya oído hablar de la reputación que han adquirido?

—Me encantaría compartir dicha opinión. He tenido ocasión de oír que sus huevos son de una calidad superior. ¿A qué se debe, señora?

—Mis gallinas son felices, señor. Esa es mi opinión. Las gallinas felices producen huevos deliciosos. He apartado unos cuantos de las aves más viejas. No ponen muchos, pero los que ponen son enormes.

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