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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (13 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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»Mamá, ¿te conté lo del viento? Me pregunto si todavía hará viento. En la oscuridad, bajo los enormes árboles que se alzan compitiendo por alcanzar la luz, hay un ruido constante de tifones, vientos que parecen haberse reunido a lo largo de los años y que tosen y rugen a través de los árboles. Nosotros, los valientes forjadores de caminos en los bosques, nos quedamos mudos de asombro y, mientras escuchamos cómo se aproxima el viento a cierta distancia, no podemos más que quedarnos quietos y mirar hacia arriba, preparándonos para un viento tan poderoso que podría hacernos caer con su fuerza. Pero no, este viento no reparará en nosotros, que no somos más que minúsculas señales de humanidad. Allí, de pie, junto a aquellos árboles gigantes, observamos cómo el viento mueve las ramas altas de los árboles, atacando a los árboles con violencia. Imaginamos la caricatura del viento del norte con las mejillas hinchadas, una nube regordeta soplando con todas sus fuerzas contra los insignificantes árboles. Allí estábamos, de pie, estupefactos, observando el viento por encima de nosotros, retando a los árboles, dándoles una muestra del poder que podría desatar contra ellos. Esta historia nos cuenta que seremos tan fuertes y resistentes como los árboles, especialmente cuando nos reunamos todos juntos como ellos en el bosque, apoyándonos los unos a los otros contra el malvado viento.

—Vaya, me ha sorprendido tu relato. Ciertamente me interesará muchísimo verlo, hijo mío.

—Gracias, Mamá.

Pensé en mi hijo atravesando las montañas por aquella senda, dejando señales en los árboles para que otros pudieran encontrar el camino. Mi hijo iba a salvar a Nathanael. Pero, ¿cuándo? Siempre había sabido que un día Nathanael tendría que irse. Aquí estaba en constante peligro, y nosotros también. No podría vivir siempre en el gallinero. No cabía duda de que algún día se acabaría.

Capítulo
8

A
l pensar en aquellos años me doy cuenta de mis limitaciones. Todavía estaba aprendiendo a ser tierna. Me doy cuenta de que todavía era una mujer con la cabeza postrada ante su trabajo y su vida, sin muestra alguna de autocompasión. Una mujer que nunca soñó con algo más o algo diferente. Aquella campesina era una extraña para sí misma y para los que la rodeaban. Trabajaba y dormía, nada más. No se imaginaba trabajando menos, no pensaba en rebelarse o quejarse. Quejarse implicaría que existía una alternativa. Para aquella mujer no había ninguna. Había algo patético en la sensación de sentirse afortunada por trabajar como una esclava durante toda la vida. No se sentía explotada, por lo menos no injustamente.

La miro a ella, a mí misma, más joven, no tan joven, atravesando el corral mil veces al día, haciendo las mismas tareas cada día como propulsada por el paso del sol por el firmamento más que por una reacción humana. Mi yo que fue ella no buscaba lo que podría denominarse felicidad, sino que se limitaba a sobrevivir. Sus padres, mis padres, aseguraron mi propia supervivencia cuando me encontraron un marido, sacándose así de encima una preocupación más, o, más bien, pasándosela a él. Sentía que tenía que aportar mi trabajo para aliviar la responsabilidad depositada en otras personas. En algún momento miré a aquella mujer, que se había pasado tantos años pagando su deuda por existir, como si se tratara de una especie de esclava en un mundo en el que había nacido disculpándose, sin conseguir jamás comprar la libertad con su trabajo, sólo la perpetuación de su existencia. No era una tragedia para ella, era algo normal. La propia naturaleza le había otorgado el trabajo que debía hacer, no un patrón extraño. Los hierbajos habían crecido, las vacas necesitaban que las ordeñaran, las gallinas tenían que ser alimentadas, los niños requerían su asistencia, todo ello se derivaba del estado natural de su existencia. En los viajes que realizaba para ir a buscar agua al pozo, nunca pensó que el agua ya viajaba por cañerías; cuando conducía a los caballos por el campo, no pensó que un tractor podría simplificar la tediosa y difícil labor del arado. Todos aquellos avances no formaban parte de su vida. Estaban diseñados para algunos afortunados, pero ella jamás sintió que perteneciera a dicha categoría. Cada vez que pienso en el orgullo que sentía al entregar al mundo un día más de sufrimiento, me doy cuenta de lo vacía que estaba. Dentro no había nada, nada especialmente humano. No había iniciativa, nada empezaba con un pensamiento, un deseo, un anhelo. Todo lo que hacía era para mantener la granja, no según su iniciativa, sino según la naturaleza, la necesidad. Se alimenta a los cerdos porque, si no, empiezan a hacer mucho ruido, como las vacas cuando es necesario ordeñarlas, o las gallinas cuando no se les ha dado de comer o de beber. Aquella esposa de campesino no se preguntaba si era hora de dar de comer a los cerdos; no había nada que preguntarse. Pero tampoco se preguntaba si estaba destinada a llevar aquel tipo de vida, aquel tipo de rutina. En una granja, aquella era la única rutina que había, la de la naturaleza. No existían las opciones, ni la toma de decisiones, no se podía evaluar o juzgar las diferencias entre diversas expectativas.

Pero entonces emergió una mujer diferente; incluso podría decirse que salió otra mujer de la sombra de la esposa del campesino. Aquella mujer tenía pensamientos, deseos y anhelos. Aquella era la diferencia. No fue algo inmediatamente obvio, pero lo supe mientras sucedía. Sentí cómo mis pensamientos, antes simples recordatorios de lo que había que hacer después, se convertían en diálogos en mi cabeza. Mientras hacía las tareas, mientras llevaba el agua, mientras preparaba las verduras para el caldo, hablaba conmigo misma. Pensaba en Nathanael. Me cuestionaba a mí misma. Cuando descubrí que el hecho de esconder a Nathanael en el gallinero había sido una decisión que no había tomado, sino que había dejado que sucediera, llegué a la conclusión de que aquello era lo que quería. Un año y medio después de que Nathanael se instalara en el gallinero, me di cuenta de que disponía del poder de determinar si podía o no quedarse. Poco a poco fui entendiendo mejor la situación. Podía pedirle a Nathanael que se fuera y que su destino dependiera de otro. La alegría que sentí cuando lo entendí me acompañó durante largo tiempo.

Me estaba convirtiendo en alguien más objetivo. Seguí cumpliendo con todos mis deberes, iba al mercado cada semana, repartía los huevos casi cada día, me encargaba de la casa y de las comidas, alimentaba a las gallinas y trabajaba en la granja. Pero también había algo más, algo adicional. Me estaba concentrando en algo, seguía los movimientos de mi rutina habitual, pero pensando en otra cosa, como en Navidad, cuando piensas en ella aunque estés ocupado haciendo otras cosas hasta que llega el momento. Mientras sigues con la rutina habitual, vas pensando en las comidas especiales que prepararás, en los manteles que colocarás, en los regalos. Me lo pasaba muy bien con Nathanael. Nuestra relación era algo a lo que no le veía fin, ya fuera por iniciativa propia o por los acontecimientos exteriores. Consideraba el tiempo que pasábamos juntos como una parte esencial del día; se había convertido en parte de mi rutina. Los pensamientos que tenía sobre mi marido venían provocados por sus cartas ocasionales, en las que me recordaba varias cosas que debían hacerse. Había largos periodos de tiempo en los que no enviaba carta alguna. Sus cartas eran breves y reflejaban su preocupación por que la granja no quedara abandonada durante su ausencia. Era consciente de la vergüenza que sentía por tener que pedirle a uno de sus amigos soldados que escribiera por él, de modo que sólo le respondía cuando me parecía necesario, y sólo con cartas que no le importara que leyera un extraño.

Me acostumbré a hablar de algunas cosas con Nathanael, aunque él no sabía nada de agricultura. Era inteligente, y sólo con describirle el problema y las diferentes soluciones, a menudo me aclaraba las cosas. Si conseguía presentarle la situación claramente, siempre solía encontrar una solución. Nathanael me ayudó durante el invierno cuando los pollitos, al salir del huevo, necesitaban cuidados especiales. Es probable que su presencia en el gallinero fuera la razón que explicaba el aumento de la cantidad de aves para la siguiente temporada, lo que permitió recuperarnos del descenso en la cantidad de huevos que habíamos experimentado. Le expliqué a Nathanael que el convento estaba pasando por dificultades y que estaba tratando de ayudarles. A Nathanael le interesaba aquello, como todo lo que tenía que ver con el mundo exterior. Normalmente no comentaba lo que le explicaba; sabía que sólo entablaba conversación, sin esperar su consejo o con la esperanza de mantenerle informado. En realidad yo era su única forma de diversión, la única persona con la que hablaba, la única a la que veía. Notaba la impaciencia de sus visitas y la alegría que mostraba cuando me veía volver del mercado. Le explicaba lo que los otros vendedores explicaban, cómo aquella mujer me perseguía con lo de las reuniones, los precios a los que vendía los huevos, pero jamás hizo comentario alguno. Si estaba contenta, él también parecía estarlo. Nathanael nunca me hizo preguntas sobre lo que estaba pasando, ni sobre lo que estaba diciendo alguien en particular. No me presionaba con detalles ni me hacía preguntas. No le hablé de la excursión de mi hijo por las montañas. Le conté el resto.

El resurgimiento de aquella mujer no se debía únicamente a Nathanael. También tenía que ver con la relación establecida con los otros vendedores del mercado, con mis clientes, con el hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura, así como con las decisiones sobre las gallinas y los otros animales que debía tomar con frecuencia. Sin olvidar la cuestión del convento. Mi relación con el convento continuaba igual a como había sido en un principio. La Hermana Karoline me enviaba la caja con el dinero y, a veces, con un nuevo pedido que le devolvía con los huevos dentro. Los pedidos se incrementaban continuamente. De dos docenas, las hermanas habían pasado a consumir de cinco a seis docenas a la semana. En aquel tiempo nos enteramos de que había escasez de huevos en las ciudades y, de hecho, cada semana había caras nuevas en el mercado, en busca de suministros. Aquellas caras nuevas estaban dispuestas a comprar de todo. Hablaban muy poco, aceptando el primer precio que se les pedía, y comprando más de lo que se suponía que podían consumir. Una semana no apareció nadie del convento para traerme la caja, aunque para entonces ya eran tres cajas, y yo ya había apartado cinco docenas de huevos. Cuando ya lo había vendido todo, excepto las cinco docenas, dos gallinas vivas y todos los huevos, hasta los que estaban un poco astillados, caminé hasta el convento y tiré de la campana. Una diminuta hermana abrió la puerta y la cerró enseguida, apresuradamente. Esperé y volví a llamar y, finalmente, la Hermana Karoline apareció en la puerta con aspecto ajetreado. En lugar de invitarme a entrar, se limpió las manos llenas de harina con el trapo que llevaba colgando del cinturón y me preguntó a qué había venido.

—Bueno, Hermana, desde hace casi un año cada semana me ha pedido huevos, cada mes más. Hoy, sin previo aviso, nadie viene a por los huevos. Pensaba que tal vez se habría olvidado.

—Querida Vendedora de Huevos, puede que no lo sepa, pero tenemos graves problemas en el convento y nadie ha pensado en nuestras provisiones. Nuestras diferencias con el Estado nos han afectado profundamente. No podemos aceptar la política de esterilización, lamentamos el declive en el número de matrimonios, tenemos la sensación de que las leyes están dirigidas en nuestra contra. Ahora no se nos permite vender nuestra tierra. Se nos ha prohibido dirigir nuestras escuelas. ¿Por qué? Porque nos negamos a prometer obediencia a nuestro líder por encima de nuestro Salvador. Nuestros superiores nos han ordenado mantener nuestra fe. Si el Estado no nos respeta, tendremos que aceptar el castigo. Hay más, pero no voy a molestarla con nuestros problemas. Por favor, espere aquí, le traeré su dinero.

Lo que me había contado me inquietaba, pero no creía que aquella fuera la auténtica razón por la que no había hecho su pedido habitual. Sospechaba que ocurría algo más, aunque no sabía qué era exactamente. Mientras esperaba en la puerta, en una posición un tanto embarazosa al no haber sido invitada a pasar más allá del umbral, me dediqué a observar las ventanas del convento. Vi a la hermana que me había abierto la puerta correr de habitación en habitación. Entonces me di cuenta de que aquellas figuras pequeñas estaban en todas las ventanas, e incluso algunas asomadas a las mismas. Aquellos seres pequeños y enfundados de negro, correteando por las ventanas, componían una escena fantasmagórica. Me pregunté dónde habrían encontrado a tantas hermanas nuevas y por qué nadie lo había mencionado antes. Posiblemente eran los niños que cuidaban las hermanas. Tal vez tenían algo que ver con la cantidad de huevos que pedía el convento. Con tanta gente a la que alimentar, no me sorprendía que necesitaran cada vez más huevos.

Cuando regresó la Hermana con el dinero, le di los huevos que había traído y le pregunté si necesitaría más la semana próxima. Dijo que sí y me preguntó si podría llevarle una gallina o dos de más. Le dije que le reservaría dos si las tenía. Le pregunté si quería que le trajera los huevos y las gallinas directamente al convento y estuvo de acuerdo.

Capítulo
9

U
na mañana fui incapaz de levantarme de la cama. Alcé la cabeza y traté de mover las piernas hacia un lado para ponerlas en el suelo. Traté de pedir ayuda, pero no me salía la voz. Al final, mi hija apareció en la puerta de mi dormitorio y me preguntó si me pasaba algo; había pasado la hora de levantarme y atender a las vacas y las gallinas. Traté de responder, pero no pude. Se acercó a la cama y me preguntó qué me pasaba y, al ver cómo trataba de alzar la cabeza, se acercó y me ayudó a incorporarme en la cama. Seguía sin poder mover las piernas y creo que no podía hablar.

—Mamá, por favor, di algo, tienes un aspecto terrible. Estás completamente pálida y tienes una mirada extraña. ¿Qué te pasa?

—Yo… yooo. Uuuu. —No podía ni articular los sonidos, pero no sabía qué me pasaba.

—Karl, ven, rápido. Mamá está enferma. No puede hablar. Karl, ven al dormitorio de Mamá. Está enferma.

—Mamá, ¿qué ocurre? Nunca te había visto enferma. ¿Qué te pasa? ¿Llamo al médico?

—No, Karl —le dijo mi hija—. No vamos a llamar a ningún médico. Recuerda lo que les ocurrió a los que avisaron al médico y, aunque fue incapaz de hacer nada, les ofreció un diagnóstico terrible, y les arrebataron la granja porque aquella persona estaba enferma.

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