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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (15 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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—Naturalmente, se comió todos los guisantes. Te has hecho cargo de una nueva obligación muy hambrienta, Eva mía.

—¿Y eso?

—Probablemente es niña de una judía huérfana, o se está haciendo pasar por huérfana y sus padres se han convertido en submarinos por ahora. Se han escondido bajo tierra o han asumido nuevas identidades. Creen que María está a salvo por el momento en el convento y planean venir a buscarla algún día cuando haya pasado el peligro. Le dieron protección en el convento, pero ahora deben de tener a demasiados y se ven obligadas a colocar a los niños en otro lugar, porque no tienen suficiente comida o porque la Gestapo ha empezado a sospechar y a amenazarlas. ¿No has notado la mala cara que hace?

—¿Que el convento está protegiendo a niños judíos?

—Lleva haciéndolo durante años. Los padres deciden que las cosas se han puesto demasiado feas y, o bien creen que van a arrestarles o bien que van a realizar algún tipo de actividad peligrosa, así que esconden a sus hijos. Piensan que se trata de algo temporal, quieren protegerlos de este modo.

—Pero, ¿a estos niños se les imparten las enseñanzas de la Iglesia?

—¿Quién sabe? La Iglesia está en tal estado de caos en este momento que es incapaz de impartir sus propias enseñanzas. A los niños en las escuelas públicas se les enseña a rezar por el líder. Las escuelas religiosas han sido disueltas. No falta mucho para que cierren las iglesias, pero aunque permanecieran abiertas, nadie puede asistir a ellas. Han puesto fotografías del líder sobre los cuadros de Jesús. Es una nueva religión.

—Pobre María.

—Ese no debe de ser su nombre real. Puede que ni tan siquiera lo recuerde. Ahora debe de haber docenas de Marías y de Josés en el convento. Bueno, ahora tienes que hacerte cargo de mí y de María. Tendrás que hablar rápido cuando llegue el supervisor de Agricultura. Eva, te estás implicando cada vez más.

—Pero, ¿qué debo decir a nuestra María? No hablará conmigo, ¿no lo oíste?

—Probablemente no quiere que te des cuenta de su acento de ciudad. Quizás la Hermana o su madre le dijeron que no hablara para que la gente no sospechara que venía de la ciudad.

—Nos las apañaremos con María.

—¿Puedo besar a esta persona tan extraordinaria?

Mis motivos no eran tan puros como para que se me recompensara de aquel modo. Si era capaz de echar a María, o cualquiera que fuera su nombre, ¿no sería también capaz de echar a Nathanael? Con Nathanael no tenía ninguna duda. Pero a María, una niña tan pequeña, ¿cómo iba a echarla? ¿Qué tenía que la convertía en judía? Era la segunda persona judía que había conocido y las dos estaban viviendo en la granja, bajo mi protección.

Capítulo
10

A
la semana siguiente, cuando volví al convento para entregar el pedido, sabía que tenía que sacar a colación el tema que no había sido capaz de tratar la semana anterior. Pero esta vez, la Hermana estaba en deuda conmigo. Se había expuesto, ella y toda su orden, y dependían de mi confianza, porque ahora ambas estábamos en peligro y en deuda la una con la otra, por así decirlo. La Hermana me abrió la puerta y rápidamente salió a la entrada para hablar conmigo. Cogió los huevos y las dos gallinas y me preguntó qué tal le iba a María.

—María está bien, Hermana, pero me preguntaba si usted podría recomendarme algún doctor por aquí cerca, alguien de confianza.

—Bueno, en el convento vive un médico, con nosotras. ¿Puedo preguntarle qué tipo de problema es para comentárselo a ella y darle una respuesta la semana que viene?

—Preferiría no difundir la naturaleza del problema, ni a qué se refiere. Si es posible, me gustaría hablar directamente con la doctora.

—Por favor, espere aquí un momento, querida Vendedora de Huevos, veré si está libre.

Poco después, la Hermana Karoline apareció acompañada de una pequeña mujer de unos cuarenta años. Miré a la Hermana, a la que veía interesada por conocer los detalles, y le murmuré a la doctora que me gustaría hablar con ella en privado.

—¿En qué puedo ayudarte, querida? —me preguntó en cuanto nos apartamos unos pasos.

—Voy a tener un bebé.

—Ya veo. ¿Y qué quieres que haga exactamente?

—He decidido que no puedo tenerlo. Quiero salvarlo.

—Salvarlo. Bien, creo que ya lo entiendo. Quieres evitarle la vida que le espera, ¿no es cierto?

Asentí.

—La semana que viene, cuando vengas al convento con tu pedido de huevos, por favor, recuerda no comer nada el día anterior. Llama a la puerta como sueles hacer y dile a la Hermana que traes un regalo para la doctora.

Con aquellas palabras se dio la vuelta y se adentró en el convento. La Hermana estaba todavía esperándome en la puerta y, cuando la doctora entró en el convento, me saludó con la mano, le devolví el saludo y me marché.

Pensé en las palabras de la doctora, en lo que iba a suceder. Estaba asustada, pero tenía la certeza de que iba a hacer lo correcto. No tenía dudas sobre lo que iba a hacer, no sopesaba dos opciones. Para mí había dos posibilidades: los sueños o la realidad, y sabía cuál era cuál. El presente pesaba de tal modo que descartaba actuar de acuerdo con la fantasía. Para proteger al bebé que llevaba dentro debía ahorrarle la vida que nos había tocado vivir.

Mientras tanto, María nos tenía muy preocupados. Mis hijos se enfadaron mucho conmigo cuando llegaron a casa y la encontraron allí. Me preguntaron cuánto costaría mantenerla y por qué no podía continuar ocupándome de la granja yo sola como había estado haciendo hasta entonces. No di mucha importancia a sus argumentos e intenté ser amable con mis respuestas. Cada vez debía ocuparme de más cosas. Nathanael, por supuesto, y yo misma, además de María, por no mencionar los esfuerzos por satisfacer las inspecciones mensuales del supervisor de la Oficina Gubernamental de Agricultura, seguir atendiendo a las gallinas, el mantenimiento regular de la granja, las demandas a distancia de mi marido y las necesidades diarias de mis hijos.

María me distraía del resto de las preocupaciones. Mi actitud hacia ella era firme, muy firme, pero fundamentalmente amable. Sentía una curiosidad inmensa por ella. ¿Tenía razón Nathanael sobre la causa por la que estaba en el convento? Debía de haberse sentido muy sola en aquel lugar. Las hermanas, por muy amables que fueran, no podían reemplazar a su madre o a su familia. Era lo suficientemente mayor como para saber que sus padres la habían abandonado intencionadamente. Pese a que, seguramente, se lo habrían explicado todo, siempre y cuando tuvieran tiempo para hacerlo, María era demasiado joven para entender otra cosa que no fuera que sus padres la habían apartado de su lado. Al darme cuenta de aquello, intenté ser más tolerante con la malhumorada y poco comunicativa niña de la que me había hecho cargo. Les dije a mis hijos que tuvieran una especial consideración con María, ya que había perdido a sus padres, aprovechándome del doble significado de la frase. Aunque les expliqué que la Hermana me había pedido que me encargara de ella, los niños no aceptaron de buen grado la presencia de María en nuestra casa. Cuando hice hincapié en el hecho de que supondría una ayuda extra en la granja, se mostraron incrédulos de que alguien tan pequeño fuese capaz de levantar un cubo de agua del pozo. Insistí en que fueran amables con ella y mantuvieron unas formas aceptables.

El sábado siguiente seguí con mi rutina habitual de los días de mercado. Pese a estar algo tensa, me concentré en apartar las preocupaciones de mi mente. Empaqueté los huevos, cogí la única gallina que necesitaba y me dirigí al pueblo. Tras vender la mayor parte de los huevos en la plaza, fui al convento y, tras entregar el pedido de huevos, le dije a la Hermana Karoline que tenía un regalo para la doctora. Enseguida me hizo pasar, apresurándose a cerrar la puerta tras de mí, y fue a buscar a la doctora. Mientras miraba a mi alrededor en la antesala en la que me encontraba, sentí un escalofrío al pensar en la razón que me había traído hasta allí. Durante la semana había logrado apartar de mis pensamientos aquella cita, por miedo a mi debilidad. La doctora, pequeña como era, mostró su fuerza y su competencia desde el momento en que apareció. Era una mujer fuerte y segura de sí misma; me tomó del brazo y me llevó hasta las escaleras. Había presenciado la misma escena muchas veces mientras vendía mis huevos en la plaza. Dos jóvenes mujeres, bien vestidas, llegaban a la plaza cogidas del brazo y hablaban entre ellas, totalmente embelesadas, mientras describían algo que habían visto. Las cabezas muy juntas, el cabello bien recogido hacia atrás, en la nuca, con la frente bellamente despejada. La primera hacía un comentario, la otra la escuchaba y añadía algo, tras lo cual volvía a escuchar hasta que ambas se reían o asentían de común acuerdo. Así es como me sentía mientras subía lentamente las escaleras con la doctora, cogidas del brazo, hablándome despacio todo el rato, sin esperar a que le contestara. Se mostraba tan relajada y con tan poca prisa que parecía como si aquella fuese la verdadera razón de mi visita.

—Vendedora de Huevos, debe de haber pasado una semana realmente incómoda desde la última vez que nos vimos. He pensado en usted cada día. La admiro mucho por lo que va a hacer hoy. Es usted una mujer fuerte con una fuerte personalidad. ¿Me permite que le cuente algo sobre mí, con quien va a compartir este día tan especial? No le haré perder el tiempo con mi nombre, pero si visita usted la capital verá que en el hospital central todo el mundo me conoce muy bien. Me imagino que intentarán separar la doctora que soy de la mujer, pero, naturalmente, están equivocados. Puede que digan que como médico, nadie está a mi altura. Era la primera de la clase en la facultad de medicina, trabajaba más duro que nadie, estaba decidida a convertirme en doctora, aunque pocas lo habían conseguido antes que yo. Pero ella, es decir yo, se quedaba en el laboratorio más tarde que nadie y llevó a cabo más experimentos y más investigaciones que nadie, llevaba la vida de una eremita para poder tener éxito en su empresa. En fin, hablando de mí como doctora, tendrán que decir que sacaba las máximas puntuaciones. Era capaz de sonsacar los detalles más pequeños de un paciente para poder hacer un diagnóstico adecuado, podía explicar en un lenguaje sencillo los pasos que íbamos a seguir, tenía la lealtad y el respeto del personal de enfermería, cosa que otorgaban sólo a unos pocos y a regañadientes. Me tomaba en serio a mí misma como médico y, aunque tuve claro desde el primer año de carrera lo poco que había avanzado la medicina desde el primitivo chamán de la tribu o el curandero, decidí que ayudaría a la gente a combatir sus enfermedades, erigiéndome en su arma principal. Durante muchos años estuve al lado de los pacientes que acudían a mí con sus debilidades y sus preocupaciones, y más tarde descubrían que juntos habíamos hecho lo posible para combatir su enfermedad.

»Como médico, mis colegas del hospital jamás pudieron criticarme. Trabajábamos juntos con tan sólo los pequeños celos que podían interrumpir una relación muy estimulante. Venían a consultarme sus casos más complicados y yo les mostraba mis casos sin solución. Tal vez usted conoce cómo funciona el sistema. Cada doctor pertenece a la Asociación Médica y el Estado reembolsa al hospital y al doctor los gastos de los pacientes. Hace algunos años se establecieron nuevas reglas para la elección de los miembros de la Asociación Médica. Al principio, nadie les prestó atención. Todos seguimos haciendo lo mismo. Entonces, uno de los nuevos doctores se dio cuenta de que aquello podía significar una puerta abierta a la promoción. No había puertas abiertas. Poco tiempo después recibí una notificación en la que se me informaba que ya no era elegible para pertenecer a la Asociación Médica. Fui directa a la oficina del director y le mostré la notificación.

—¿Puede usted imaginarse una comunicación tal, señor? —le pregunté—. Me comunican que ya no pertenezco a la asociación. Eso significa que tendré que abandonar el hospital. De hecho, significa que ya no podré practicar la medicina.

—Yo también lo he leído, querida. ¿Qué podemos hacer? Nosotros no hacemos las normas. Si sigues aquí, nos enviarán a campos de concentración para reeducarnos. Nos castigarán por tenerte aquí y tú seguirás sin trabajo.

—¿Significa esto algo más aparte de que me he quedado sin trabajo? —le pregunté al director.

—Me miró con tristeza. En aquel momento de mi vida yo ya sabía que no debía esperar que la gente se sacrificara por mí. ¿Quién diría: despídeme a mí también, porque si la despides injustamente, no trabajaré más aquí? ¿Sabe usted de que serviría? Para que hubiese dos personas sin trabajo, la una injustamente y la otra estúpidamente, la una por odio y la otra por amor. No vale la pena.

»Si vas al hospital ahora y preguntas por mí, te hablarán mal. Tendrán miedo de decir algo bueno de mí como médico, miedo de alabar a una no-persona, de modo que sólo hablarán de mí como persona. Te dirán que pertenezco a aquellos que pretenden arrebatar el control de este país a sus legítimos ciudadanos. Te dirán que estaba ocupando el lugar de un alma mucho más valiosa, siendo yo mujer y judía. Te dirán que traté de ponerme a la cabeza apartando al resto, a gente que se merecía los honores y el prestigio más que yo. Ellos, que un día supieron que yo era superior a ellos como médico, declamarán lo inferior que soy respecto a ellos en un sentido genético más básico. Te dirán que en lugar de estar en casa teniendo bebés, me pasaba todo el tiempo estudiando y mejorando. Ahora ya ni siquiera soy válida para tenerlos, ya que mis bebés no se merecen vivir».

Mientras subíamos las escaleras hasta uno de los pisos más altos del convento, me estuvo hablando suavemente y de manera sencilla, con la cabeza tan cerca de la mía como nuestra diferencia de altura nos permitía. Tenía los ojos clavados en mi rostro mientras me contaba aquellas cosas sobre sí misma. Su voz era encantadora, melódica y clara y no necesitaba subir el tono para hacerse oír con facilidad. La observaba mientras hablaba: sus ojos eran fríos y duros, su única muestra de emoción, y vi en ellos que era capaz de cualquier cosa. Pero su voz sonaba tan musical como si me estuviera contando un relato infantil. Dramatizaba su historia con diversas inflexiones y tonos de voz. Nos detuvimos frente a una de las puertas y entramos juntas. No me dejó sola ni un instante. Me ayudó a sacarme la ropa, amable y lentamente, sin mostrar impaciencia o curiosidad alguna, como si siempre hubiera hecho aquello y tuviera que volver a hacerlo mañana. Mientras tanto, me seguía hablando. Me dio una bata para que me la pusiera y me enseñó a anudarla a la cintura, dedicando un minuto para examinar con la cabeza inclinada la curva que se había formado allí. Nos sentamos en una silla acolchada lo suficientemente grande para las dos, me pasó el brazo por los hombros y me hizo sólo dos preguntas: de cuánto tiempo estaba y cómo me sentía. Asintió a mis respuestas y me llevó hasta una estantería a un lado de la habitación, donde mezcló un poco de agua con unos polvos y me lo hizo beber. Estuvo conmigo mientras me lo bebía y, aunque no me había explicado lo que era, no dudé en ingerirlo. Entonces, sacó una camilla con un colchón cubierto de limpias sábanas blancas y me ayudó a tumbarme en él. Puso algo debajo del colchón para alzar mis rodillas y me colocó una almohada debajo de la cabeza. Durante todo el rato no dejó de hablarme con aquella voz melódica y hermosa.

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