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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (19 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Mi primer pensamiento de la mañana era para Nathanael. En cuanto me despertaba completamente con los gallos, esperaba ansiosamente el momento de encontrarme con él. En aquella anticipación, jugaba un papel importante tanto el elemento protector como la intimidad. Sentía que si me aseguraba que Nathanael estaba allí seguro a primera hora de la mañana, cuando iba a alimentar y a dar de beber a las gallinas, el día continuaría bien: Nathanael seguiría a salvo. Además, nuestro breve pero cálido abrazo de la mañana me calmaba durante todo el día. Nathanael me abrazaba con fuerza, lentamente, en medio del cacareo generalizado. Tal vez a él también le tranquilizaba el hecho de que todavía estuviera allí para protegerle. Si hubiesen capturado a Nathanael en la granja, lo habría sentido como un fracaso personal. Por eso, cuando nos enteramos del ataque al convento, sentí la urgencia de que se marchara y encontrara un lugar a salvo de todo.

—Pero, Eva, ¿qué quieres decir con a salvo de todo? ¿Qué te hace pensar que exista algo así al otro lado de la frontera?

—Nathanael, no trates de desviar el tema. Ya sabes qué quiero decir. Las hermanas sabían muchas cosas, como María. ¿Cómo podemos saber que en este momento la Hermana Karoline no ha sido obligada a revelarles a la Gestapo lo de María y su paradero? ¿Quién puede asegurarnos que no nos estén espiando en este momento?

En realidad, no creía que la Hermana Karoline revelara nada a la Gestapo, ni siquiera bajo tortura, pero con tantos niños en el convento, existía aquel riesgo. El deseo que sentía de ver a Nathanael a salvo tenía que ver con la noción de cumplir con mi tarea de un modo satisfactorio. Proteger a Nathanael significaba que sobreviviría, no durante aquellos meses en el gallinero, sino para siempre. ¿Había preservado a Nathanael para mi propio placer? ¿Era mi juguete secreto? Era imposible considerar a Nathanael simplemente desde mi punto de vista personal. Fuera cual fuese el significado que tuviera para mí, en mi vida, era sólo secundario al lugar que ocupaba en su propia sociedad. No me engañaba a mí misma con la idea de que había venido simplemente para ofrecerme el calor y la ternura que otros me habían negado. Pensé en las Hermanas mientras eran conducidas a los camiones, arrebatadas de sus hogares y de sus vidas, tal vez gritando, debatiéndose, siendo empujadas y maltratadas para que se fueran. Verían a las personas que habían tratado de proteger, lanzadas al camión junto a ellas, y se habrían sentido doblemente torturadas al pensar que no habían logrado mantenerlas a salvo. Desesperación y miedo por el propio arresto, dolor, culpa y preocupación por el de los demás. Era una escena que no podía soportar ver representada aquí, en la granja, con Nathanael y yo misma como actores. No podía permitir que la belleza de aquellos dos años, la delicada relación que Nathanael y yo habíamos creado, desapareciera con un final tan desagradable. Era mejor que se marchara antes de que pasara un día más, antes de que la Gestapo diera con él. No me preocupaba que me arrestaran a mí. No tenía motivos para pensar en lo funestas que serían las consecuencias, era muy poco realista. Me imaginaba el arresto y la liberación, no la tortura y la muerte. Sabía que Nathanael, al ser tan racional, esperaba lo peor para sí. Vivió aquellos dos años pensando que le había librado de una muerte segura, aunque por entonces yo no conocía la verdad oculta tras sus temores. Pensaba que estaba exagerando, pero no tenía nada con qué sostener mi incredulidad. El poder de sus sentimientos podría haber surgido en parte de la propia convicción que mi protección le estaba salvando de la muerte. Jamás habíamos hablado de aquello, aunque no se lo creyera.

En mi cama, con María a mi lado, permanecía despierta escuchando el silencio y el espacio que rodeaba la granja. Y con Nathanael en el gallinero, mi necesidad de asegurar su seguridad, de sacarle de allí, era intensa y definida. Los riesgos que podría correr por el camino parecían poco importantes si se los comparaba con los que corría al ser descubierto en mi gallinero, algo inaceptable para mí, y cada vez más impensable cuanto más probable era. Intenté abordar el tema con calma, pero estar con Nathanael me recordaba lo que iba a perder. Aquel segundo sacrificio, dejar libre a Nathanael, era lo que validaría al primero, poniéndome a mí en peligro en primer lugar. No había modo alguno de evaluar la situación y buscar otra solución.

Sin embargo, todavía había cosas de las que hablar. Debía convencerle para que se marchara, pero, ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Con María? Tenía que asegurarme de que seguiría mis instrucciones al pie de la letra para que no lo atraparan. Él tenía que confiar en mí y yo tenía que estar segura de saber lo que hacía. Llevarse a María representaba una desventaja para él, pero no había otra posibilidad. María tenía que marcharse con él. Si se lo pedía, lo haría. Tendría que contar con el Nathanael que conocía para proteger a María. Sabía que si se lo pedía, Nathanael haría todo lo posible por ponerla a salvo. Le dije a Nathanael que todo lo que habíamos hecho hasta entonces sería en vano si la descubrían. Jamás sería capaz de defenderse a sí misma, pero él podría guiarla hasta un lugar seguro. Debía superar la molestia que representaba la niña. Nathanael lo entendería.

—¿Quieres que María venga con nosotros?

—¿Nosotros?

—¿Quién entonces?

No podía hablar. Aquello era algo que no me había planteado nunca. ¿Nathanael creía que me iba a ir con él? No me había entendido. Tenía miedo de quedarse solo tras dos años confiando en mí para tantas cosas. Me quedé destrozada ante aquella suposición. La realidad de nuestra inminente separación era demasiado dura, abriéndose ante mí como un abismo que aparece sin previo aviso. Me levanté y salí del gallinero sin decir nada. Caminé hasta el otro extremo del huerto.

Antes de poder controlar las lágrimas, me di cuenta de que María me había seguido, como siempre, seguramente en cuanto me vio salir del gallinero. En aquel momento ya no podía controlarme. María se quedó estupefacta porque nunca me había visto mostrar mis sentimientos de aquella manera, nunca me había visto perder el control. Al principio María se aterrorizó por la desesperación que leyó en mi cuerpo tembloroso; no sabía cómo ayudarme, si estaba enferma o herida. Entonces, por primera vez desde que había venido a vivir con nosotros, María me habló por iniciativa propia.

—Querida Vendedora de Huevos, debe ser valiente. Necesitamos que sea fuerte. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Cómo puedo ayudarla? Por favor, Vendedora de Huevos, no llore.

Ni siquiera la sorpresa al oír el intento de María por consolarme pudo acabar con el histerismo que se había apoderado de mí. Estaba descargando dos años de ansiedad y de angustia. Los sollozos que agitaban mi cuerpo eran parecidos a los espasmos del parto, una expulsión natural de lo que había estado madurando. María me rodeó con sus brazos y me susurró en el cuello y en el cabello, tratando de decirme que lo sentía, que quería ayudarme, que me quería. Se sentó junto a mí, donde me había desmoronado entre la hierba. Mi respiración era irregular a causa de los sollozos, haciendo que me incorporara en busca de aire de vez en cuando, habiendo exhalado demasiado. Finalmente, al cabo de un rato, ya me había recuperado un poco, y me limité a llorar, gimotear y tomar aire de vez en cuando como si fuera una niña a la que le hubiera dado un ataque de rabia. Unos minutos después, me lavé la cara con el delantal y me soné la nariz con el pañuelo. Me senté de cuclillas y miré a María, que seguía rodeándome con el brazo. Su rostro me decía que conocía la desesperación que sentía, que no había modo de curarlo, que estar vivo era perder la esperanza. No me consoló con esperanza, ni tampoco desmintiéndolo con argumentos. Compartía el vacío y la tristeza que sentía.

Puede que algún día María tuviera que enfrentarse a su vida como yo lo estaba haciendo aquel día, y viera lo fútil de enfrentarse a lo que uno es. Aunque no entendía las fuerzas que habían contribuido a convertirme en la persona que era, sabía que no cambiaría nada. Pese a ser consciente de las generaciones que me habían precedido y que habían influido en mí, en aquel montículo, detrás de la granja, no podía cambiarlo. Creer que un camino u otro era mejor, creer en algo o no creer en nada, no podía cambiar a Nathanael en el gallinero. Mi vida consistía en ser una campesina. No era nada sin aquello. No podía imaginarme intercambiándome con Nathanael, siendo perseguida, amenazada, marginada. No sería yo. Estaba condenada a ser una campesina. No era nada más. O era la campesina que había acogido a Nathanael en el gallinero o no existía. No podía convertirme en nadie más. Siempre había sabido, en lo más profundo de mi corazón, que aquello no era para siempre. Tenía que sobrevivir a aquel final. Probablemente, Nathanael no podría aceptar la lógica de alguien que estuviera dispuesto a permanecer en circunstancias tan poco favorables. Voluntariamente. No tenía lógica, pero era inevitable. Ni siquiera nuestra intimidad podía reducir el peso de las generaciones que llevaba a mis espaldas.

Rodeé a María con el brazo mientras permanecíamos allí sentadas, abrazadas, compartiendo nuestra tristeza, cada una sabiendo los cambios que se habían producido entre nosotras y en nuestro interior. De camino a casa, me di cuenta de que no tardaría en descubrir el secreto del gallinero.

El cambio que se había producido en María se hizo evidente de inmediato. Nathanael escuchó su voz y me dijo que ahora hablaba incluso con los animales, como hacíamos siempre nosotros. Karl y Olga se miraron cuando oyeron a María pedir un trozo de pan a la hora de la cena. No se atrevieron a comentar nada, pero en una casa en la que se hablaba poco y no había mucho que comentar, las ocasionales contribuciones de María no podían ignorarse. En lo que a Karl y Olga se refería, María seguía mostrándose silenciosa y nunca les dirigía la palabra a no ser que fuera estrictamente necesario. Cuando estaba conmigo a solas, siempre me cogía de la mano o de una parte de mi ropa. Una vez destruida la barrera que antes se lo había impedido, se permitía mostrar algo de cariño, que había negado durante tanto tiempo, sólo con pequeñas cosas. No entendía muy bien cómo pensaba María, pero la aceptaba tal como era. Le devolvía agradecida sus gestos de cariño, o lo que interpretaba como su manera de tratarme. Por fin pudo dar a alguien que parecía necesitarla, al menos en aquel momento, más de lo que ella necesitaba a cambio.

Cuando pude volver a hablar con Nathanael, fui incapaz de volver a sacar el tema. Sentía la desesperación creciendo en mi interior, subiendo hasta la garganta, una presencia dentro de mí que me oprimía el pecho y que me amenazaba si no cambiaba de opinión. Nathanael, naturalmente, prefería no hablar de su marcha, con la esperanza de que hubiera cambiado de idea. Pero ahora yo no podía dejar de pensar en ello, dándole vueltas y probando diferentes maneras de abordar el tema. Practicaba conversaciones imaginarias con Nathanael, intentando que hiciera lo que quería que hiciera sin especificar de qué se trataba. La idea de unirme a Nathanael, o a Nathanael y María, para abandonar el país estaba más allá de mi capacidad imaginativa. Yo era la granja. No podía desvincularme de la granja y huir con ellos. No me sentía amenazada al pensar en el momento en que ellos ya no estuvieran allí. Podía seguir viviendo allí como antes, trabajando, criando a las gallinas, vendiendo los huevos. Aquello era yo y era mi vida. Tenía que preservarlo. De algún modo sabía que si podía salvar a Nathanael y María, de darles la vida, podría hacer lo mismo con otros. ¿Era eso lo que implicaba mi continuidad en la granja? Si podían sobrevivir gracias a la granja, otros también podrían. Podía pensar en la marcha de Nathanael cuando pensaba en dar a otros lo que él me había dado a mí. Nathanael me había mostrado una necesidad, cómo satisfacer esa necesidad, gracias a la granja, lidiando con el hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura y siguiendo con el negocio de la venta de huevos. Podía seguir ayudando de aquella manera. Nathanael me había mostrado el mal y me había retado a hacer lo que pudiera para erradicarlo o, por lo menos, parte de él. Creía que podía compensar aquel mal ayudando a Nathanael a sobrevivir. Pero ¿qué bien haría marchándome con él? ¿Era egoísta por mi parte tratar de aferrarme a los sentimientos que Nathanael me provocaba? ¿Temía Nathanael que fuera egoísta por su parte dejarme atrás entre tanta maldad, poniéndome en peligro con otra persona mientras él estaba libre y a salvo?

Después de la redada del convento, nada fue como antes. Sobre la granja pesaba la sensación de que había que apresurarse. La rutina del día a día, las tareas diarias me empujaban a seguir, me obligaban a proseguir con la actividad cuando en otros lugares y en otros tiempos hubiera preferido pasarme el día meditando y mirando al vacío, o esconderme bajo las sábanas. No podía evitar ver a Nathanael cada día, torturándome con su amabilidad y su delicadeza. Me hubiera gustado olvidarme de que Nathanael nos dejaba, me dejaba. Nada de lo que ocurrió me hizo reconsiderar mi decisión. Tanto si era lógico como si no, Nathanael y María se iban a marchar juntos y yo me iba a quedar.

María se convirtió en una compañera para mí en cuanto empezó a hablar. Continuó siguiéndome durante todo el día; pero ahora, en lugar de mirarme, trataba de hacer lo que yo hacía. Todavía no tenía ni idea de cómo hacer la mayoría de las tareas, pero parecía que su inteligencia aumentaba en cuanto congeniábamos más. No tardó en convertirse en la encargada de traer agua, haciendo un sinfín de viajes del pozo al abrevadero, a la cocina y vuelta a empezar. En lugar de llenar hasta el tope el cubo, María sólo podía cargar con la mitad del agua, así que sus tareas se multiplicaban. No me di cuenta que iba creciendo pero se iba haciendo más fuerte, como si supiera que lo iba a necesitar. Cuando recogía la ropa y las sábanas para hacer la colada, María me acompañaba e imitaba mis movimientos, deseosa de aprender y de aligerar el peso que debía soportar.

El tiempo no es algo demasiado perceptible en una granja. Los días no se diferencian mucho entre sí, los sucesos son tan insignificantes que uno pocas veces se acuerda de qué precedió a qué. El círculo de la vida proseguía con el ritmo de las estaciones, pero en el día a día era apenas perceptible. Sin embargo, yo sí tenía la sensación de que el tiempo apremiaba, de ciertos límites y fechas. Karl y Olga llegaron a casa un día y anunciaron que habían sido escogidos por las Juventudes, como un equipo de hermano-hermana, para asistir a un desfile nacional en Nuremberg. Las Juventudes pagarían el viaje y la estancia, y se unirían a niños venidos de todas partes del país para participar juntos en la marcha y homenajear al Estado. Karl estaba muy emocionado porque le habían seleccionado para los puestos de liderazgo más elevados y estaba extasiado ante la posibilidad de ver al líder en persona y escuchar su discurso. Olga brillaba con el reflejo de la gloria de su hermano que la había incluido en una ocasión tan especial.

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