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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (4 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Cuando acabamos de comer, llevó el plato y el resto de los utensilios de la mesa al fregadero. Se dio cuenta de que necesitaba más agua, ya que me había olvidado de llenarlo aquella mañana, de modo que cogió el cubo y fue hasta el pozo, donde nos había visto llenarlo. Con el agua que trajo, acabé de fregar los platos mientras él me observaba de pie.

Cuando llegó el momento de ir al gallinero para dar de comer y de beber a las gallinas, me pidió si podía llevar el cubo y yo le dejé. Fuimos al gallinero y dimos de comer a las gallinas. Cuando terminamos, pensé que le resultaría extraño volver a dormir en el gallinero, cuando podía quedarse en casa perfectamente.

—Los niños no volverán esta noche, quizás le gustaría quedarse en casa para variar.

—Me gustaría mucho —me contestó.

De modo que regresó conmigo a la casa y pasó allí la noche. Saqué mis labores de costura y mi estuche y me senté en la silla donde solía remendar la ropa. Él se sentó en la otra silla, donde mi marido solía sentarse, y me observó. Tenía la impresión de que quería decirme algo, pero yo no tenía costumbre de charlar por charlar y no tenía nada que decir, así que nos limitamos a quedarnos sentados, en silencio. En aquel momento sí que noté cierto desconcierto. Finalmente, incómoda por la sensación de que quería decirme algo, le pregunté:

—¿Quería decirme algo?

—Muchas cosas. Pero no sé por dónde empezar.

No supe cómo responder a eso. Le había invitado a decir lo que quisiera y había acabado por no decirme nada. Al cabo de un rato, con el ambiente aún cargado de un sentimiento de vergüenza, empezó a hablar:

—Quisiera agradecerle su bondad hacia mí. He tenido mucho tiempo para pensar. No sólo durante esta última semana, sino durante este último año e incluso antes. Me he sentido como la fuente de la plaza que la gente conoce, ve cada día y a la que no le prestan mucha atención. He sentido que a la gente no le importa lo que yo sienta. En la universidad, al principio me ignoraron. Mis profesores me ignoraban, y cuando tenía asignadas horas para ir a hablar sobre mis trabajos, se negaban a recibirme. Me suspendieron todos los cursos. Y mis compañeros también me ignoraban. Pasaban por mi lado, me empujaban por los pasillos, se topaban conmigo a propósito para que se me cayeran los libros sobre el barro, derramaban tinta sobre mis ensayos. Los estudiantes eran como las personas que ven una fuente en la plaza y deciden que representa algo que a ellos no les gusta. En lugar de limitarse a ignorarla, tienen que humillarla, destruirla, dejar su marca en ella para oponerse y desligarse de ella. No pueden hacerlo bajo el amparo de la oscuridad, deben mostrar al mundo que no les gusta aquella fuente ni lo que representa. No piensan «no me gusta esta fuente, pero dejémosla, a otro le gustará». Eso no sería suficiente para su reputación. Sólo pueden diferenciarse de la fuente humillándola en público. Esa es la razón por la que le estoy tan agradecido por su amabilidad hacia mí. ¿Cómo puedo corresponderle?

—No hace falta. Ya lo ha hecho.

—Me ha aceptado aquí con tanta facilidad. Quizás usted no es consciente del destino que me aguarda. Tengo la sensación de que me ha dado la bienvenida sin preguntarse quién soy yo en realidad, qué soy.

Bueno, sabía que no era un criminal, y me dijo que era estudiante el primer día que llegó. Parecía un estudiante, es decir, había algo en él que me decía que no era granjero. No sabía por qué habría tenido problemas en la universidad, pero no tenía el valor de preguntárselo. Tenía la sensación de que si le preguntaba algo en particular, él podría pensar que su respuesta determinara si continuaba dejándole ocultarse allí. Todo lo contrario, no me había ni planteado pedirle que se fuera. No quería preguntarle algo simplemente para satisfacer mi curiosidad. Era evidente que él pensaba que lo que me había contado era suficiente para que yo lo entendiera, pero no era así. Sobre todo me preguntaba cuánto tiempo pensaba quedarse en el gallinero. Preferí no preguntar, en parte, por miedo a que lo considerara una petición para que se marchara y, en parte, creo, por miedo a que se fuera. Así que no dije nada.

Más tarde, aquella misma noche, mientras estaba tumbada en la cama sin poder conciliar el sueño, no dejé de pensar en él, tumbado en la cama del chico en la habitación de al lado. Me resistí ante la necesidad que sentía de ir a echar un vistazo a la habitación para ver qué aspecto tenía cuando dormía, porque el ruido que harían las tablas de madera podría despertarlo. No obstante, sentía su presencia en la casa.

Al día siguiente, domingo, había mucho que hacer, especialmente sin la ayuda de los niños. Tenía que encargarme de sus tareas, que no podían retrasarse más, además de mis rutinas habituales de un día de granja. El hombre bajó a tomarse un café poco después de que yo lo hiciera, probablemente al oír el inevitable ruido que produce cualquier movimiento en la casa, y me preguntó si podía ayudarme en algo. Le dejé limpiar el jardín mientras yo recogía los huevos, atendía a las gallinas y realizaba el resto de las tareas. Mientras daba de comer a los cerdos y limpiaba el granero, oí cómo se acercaba por detrás. Dejó la puerta del granero entreabierta y se dirigió hacia mí. Me cogió de la mano, me llevó a un lugar donde se apilaba la paja limpia y me sentó. Me rodeó los hombros con el brazo mientras sostenía mi mano en la suya. Pensé que me iba a decir algo, tal vez un adiós, de modo que esperé sin oponerme a sus movimientos. Nos quedamos allí sentados durante unos diez minutos. Me indicó con el brazo con el que me rodeaba que me apoyara en él, y lo hice. Se apoyó en mí e inclinó la cabeza hasta rozar la mía. Empezó a acariciarme una parte del brazo, justo debajo del hombro, muy suavemente, muy despacio. No me moví. Me mantenía a la espera. Su brazo resbaló un poco y su mano se desplazó hasta un lugar muy sensible bajo mi antebrazo, donde siguió acariciando muy lentamente. Poco después sus dedos recorrían el costado de mi pecho, justo donde empiezan mis senos. No quería moverme. No quería dar a entender que deseaba que se detuviera. Esperé, totalmente inmóvil, preguntándome adónde se dirigirían todos aquellos sentimientos. Estaba hipnotizada, temerosa de que desapareciera si me movía aunque sólo fuera un ápice, así que me quedé muy quieta. Pero se detuvo, se levantó, cruzó el patio del granero hasta el gallinero, abrió la puerta y entró en él.

Me sentía aturdida por las sensaciones que había provocado en mí. Cuando pienso en ello, como hice tan a menudo en los días que siguieron, me doy cuenta de que no estaba preparada, aunque estaba convencida de haberme sentido decepcionada cuando se había detenido. Pese a lo inesperado de sus caricias, habían sido bienvenidas. Me quedé sentada durante un rato encima de la paja, en el silencio del granero, y después continué limpiándolo. Los niños regresaron al cabo de más o menos una hora y cenamos.

La rutina de la granja continuó como hasta entonces.

Capítulo
2

D
urante las primeras semanas tras la llegada del extraño, seguí con mi rutina diaria sin demasiados cambios. Sentía su presencia cada minuto del día. No me resultó ningún problema asumir mi comportamiento habitual, ya que no conocía otro. Pocas cosas cambiaron en mis rondas habituales, y poco después el extraño y sus necesidades se fundieron en la vida de la granja. Las necesidades esenciales consistían en proporcionarle comida y vaciar su cubo. El hecho de que le descubrieran no me preocupaba; me sentía al margen, como si aquello no fuera a inculparme, por lo que no sufriría por ello. Naturalmente, no hice nada por traicionarle. Él era mi secreto y no quería que nadie más supiera de él, aunque más por mi propio egoísmo que por su bienestar. Me sentía bastante a salvo. No tenía muchas dudas sobre aquello y nada de lo que sucediera después me provocaría ninguna. Supongo que en aquella época no hacía nada por lo que la gente pudiera cuestionarme.

En una granja, uno se acostumbra a la soledad. No es habitual que se necesite más de una persona para realizar una sola tarea. En alguna ocasión, mi marido nos pedía que ayudáramos con la siembra o la cosecha, pero, incluso en dichas circunstancias, no se trataba de una actividad muy dada a conversar o bromear. Aunque parezca extraño, incluso la tediosa tarea de colocar las semillas en el surco exige concentración. Uno no puede alzar los ojos para admirar el cielo o distraerse con un pájaro mosquitero. Para asegurar una germinación eficiente y el espacio adecuado, uno debe mantener la concentración en el surco y las semillas; más tarde, cuando crecen las plantas, siempre pueden detectarse los lugares donde la atención de uno se ha perdido, al concentrarse el grano en ciertos lugares. En cualquier caso, si me encontraba sembrando en una sección resultaba inútil que mi marido estuviera en la hilera de al lado para poder mantener una conversación trivial, ya que tampoco teníamos mucho de qué hablar.

La gente como nosotros se toma la vida en serio. Nunca hemos tenido mucho de que reírnos durante generaciones. Aparte del primer año, que ya mencioné anteriormente, mi marido y yo nunca tuvimos mucho de que reír. Cuando sus necesidades eran insistentes, seguía el mismo ritual, como si se tratara de instrucciones escritas. Primero me ponía la mano sobre el pecho izquierdo y lo masajeaba un poco. Entonces se colocaba de lado y me levantaba el camisón. Pasaba la pierna por encima de mi cuerpo y se metía dentro de mí, y poco después se había acabado. Después se quedaba dormido. Nunca sabía si se lo había pasado bien o no, aunque la diversión no era precisamente emocional, sólo física. No solíamos disfrutar de las cosas. Tras cierto tiempo, podría decirse que nuestro único regocijo se producía al acabar las tareas al final del día, pese a saber que tendrías que hacer las mismas cosas cuando te despertaras al día siguiente. Pero son hábitos de granjero. Dudo que haya algún granjero que no esté lo bastante ocupado con las tareas diarias como para encontrar tiempo para hacer otras cosas. A veces me preguntaba para qué habían construido el porche, a excepción de hacer sombra en la habitación delantera. Jamás pudimos sentarnos en el porche a disfrutar del aire o a observar a los que pasaban por la carretera. Cuando los niños eran pequeños, a veces se sentaban en los peldaños y los usaban a modo de mesa para sus juegos. A veces pensaba en salir a limpiar las judías allí, pero, cuando llegaba el momento, me quedaba en la cocina y me apresuraba a acabar el trabajo. Más tarde me decía a mí misma: «Lo ves, ya te has olvidado de salir a limpiar las judías sentada en el porche. La próxima vez será».

Muy pocas visitas acudían a la granja. De vez en cuando nos llegaban envíos, pero a menudo simplemente dejaban el pienso o lo que fuera a las puertas del granero y se marchaban antes de que nos diéramos cuenta de que habían venido. A menudo alzaba la vista desde donde estaba haciendo la colada y veía alejarse el camión sin que me hubiera dado cuenta de que había llegado. Supongo que aquellas no se pueden considerar visitas. Las visitas sabrían, como sabía mi familia, que me distraerían de alguna tarea que requería mi atención. Aunque no solíamos visitarnos entre nosotros, si alguien se pasaba por la granja sin previo aviso un día cualquiera nos encontraría dedicados a nuestro trabajo. Pensándolo bien, obteníamos cierta satisfacción al ocuparnos de los animales y de los campos, ya que dependían de nosotros a diario. Los pobres bichos te necesitan tanto como los bebés. Tenía la sensación de que mi trabajo era importante; después de todo, ¿quién lo haría si no? La satisfacción no es lo mismo que la diversión, y aunque puede que sonriera al acabar de recoger finalmente cien judías, parte de aquella sonrisa expresaba la gratitud que sentía por el hecho de que no hubiera cien plantas más, y la otra parte por la felicidad de haber acabado algo.

Así que, aunque pensara en el extraño todo el tiempo, dudo que alguien pudiera haberse dado cuenta. Ni mi rostro ni mi comportamiento mostraban mis pensamientos de ningún modo. Pese a tararear cada día al cruzar el patio entre el granero y el gallinero, nadie hubiese reparado en la comida que llevaba, aparte del pienso. Nunca nos decíamos nada. Simplemente era una tarea más.

Cuando mi marido se marchó al ejército, sentí cierta calma. Me había explicado lo que debía hacer para mantenernos. Tenía razón en cuanto a que habría más oportunidades con los huevos y, de vez en cuando, con las gallinas, que con la leche, los cerdos o la verdura. No cuestioné sus recomendaciones de ningún modo, simplemente las llevé a cabo con decisión. Me dispuse a cumplir el plan con entusiasmo para que tuviera éxito. Si fracasaba, nuestro modo de vida estaría abocado al cambio. Durante todos los años que nos habíamos dedicado a las tareas del campo, desde que nos casamos, había pasado los días en la privacidad y la reclusión que me proporcionaba la granja, en la casa, en el huerto de detrás de la casa, en el granero y en el gallinero. Aquel era mi mundo. Si alguien se sentaba en la carretera desde antes del amanecer hasta la última hora del día, podría conocer mis actividades tan bien como mi marido. Ciertos días hacía la colada, otros recogía las judías cuando estaban listas. A medida que los hijos se hacían mayores, disponía de más tiempo para atender a los animales, pero las tareas eran las mismas y ellos se levantaban a la misma hora que yo. Cuando mi marido se fue al ejército, los hijos me necesitaron menos y la granja más. Empecé a viajar al pueblo casi cada día: lunes, miércoles, viernes y después también el sábado. El sábado era día de mercado, lo que significaba que llevaría unos cuantos huevos, un pollo o dos, si había, y algunas verduras, y que me pondría en la plaza junto a los otros granjeros, a la espera de venderlo todo y llevarme a casa lo menos posible y unos cuantos pfennings. Mi marido me había hablado del día de mercado sólo como una posibilidad, sin saber si valdría la pena. Algunos de los clientes me habían preguntado por qué nunca me veían en el mercado y pensé que no era cuestión de perder la oportunidad. Así que lo probé y me fue cada vez mejor, porque cada día entendía mejor cómo funcionaba. Durante los días de la semana, cuando hacía las rondas para vender los huevos, les preguntaba a las amas de casa si necesitaban algo más. A veces me pedían un pollo o unas cuantas patatas y me decían, tráelas al mercado y les echaremos un vistazo. Y así lo hice. Cuantas más propuestas tenía, mejor me iba. Poco a poco, el mercado fue reflejando cada vez más los tiempos difíciles que se estaban extendiendo por el país. Cada semana había menos productos asequibles, y cada vez menos clientes circulando por las pocas paradas que quedaban. Nunca he tenido un estilo de venta. Dejaba que las amas de casa reconocieran si mis productos eran adecuados o no para comer y procuraba venderlas a un pfenning o dos por debajo de los demás. Así que desde el principio acudía cuatro días a la semana al mercado, y solía regresar a la granja al caer la tarde. Hacía el viaje al pueblo en una hora, pero sin nada que cargar, el viaje de vuelta lo hacía en la mitad de tiempo.

BOOK: La vendedora de huevos
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