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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (6 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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—Muy bien. Pero, ¿qué papeles son esos?

—No lo sé.

—Por fin llegamos al meollo de la cuestión. Se lo diré. Se lo debo, por haberme salvado la vida y porque puede que ahora cambie de opinión sobre lo que hemos creado de una forma tan maravillosa. Creo que desconoce la auténtica razón por la que tuve que dejar la universidad. Los papeles que necesitaba eran certificados de nacimiento y no pude satisfacer el requerimiento de las autoridades.

—¿No tenía el certificado de nacimiento?

—Sí que lo tenía, como también tenía el de mis padres y el de mis abuelos. Tenía que presentarles siete certificados de nacimiento y todos tenían que indicar que éramos arios. Y eso era imposible.

—¿Usted no es ario?

—No, soy judío.

—Oh.

—¿Eso es todo?

—Bueno, ¿qué debería decir?

—¿Sabe que los judíos no somos ciudadanos? ¿Sabe que los judíos no pueden asistir a la universidad, que no se les considera aptos para recibir una educación, que sólo los arios pueden ir a la escuela?

—No, no lo sabía.

—Ahora ya lo sabe. ¿Quiere que me vaya? ¿Sabe que ahora también ustedes están en peligro, tanto usted como su hija y su hijo, porque me escondo aquí en el gallinero?

—No.

—Si me encuentran aquí, me ejecutarán en el acto. No tengo derechos. Les internarían a usted y a sus hijos, les meterían en un campo para los políticamente aberrantes, su granja se distribuiría entre los ciudadanos más leales y eso sería el fin de todo.

No podía añadir nada más. Mi cabeza daba vueltas con lo que me había contado. Le miré y vi la angustia en las arrugas de su cara. ¿Qué se podía hacer? Las dimensiones de la situación se habían desbordado más de lo que había imaginado. Había creído que aquella persona era un fugitivo e instintivamente me había negado a delatarlo. Más tarde, me di cuenta de cómo había cedido ante el poder del impulso de proteger a aquel extraño. Jamás me detuve a pensar si valía la pena o no protegerlo. Nunca me pareció que representara un peligro para mí o para mis hijos. Era únicamente su presencia, puesta en mi manos, la que tenía que permanecer segura, sin preguntas. No me dije, es un criminal, es una mala persona, perseguida por las autoridades, no lo queremos aquí. Me dije, aquí hay una persona que necesita protección, le protegeremos, yo le protegeré. Nada más.

El hecho de que fuera judío, un judío, bueno, ¿qué cambiaba aquello las cosas? Era el primer judío que conocía y no lo había notado hasta que me lo había dicho. ¿Cómo podría haberlo sabido? Tan sólo era una persona desesperada que necesitaba ayuda. No había manera de que relacionara la información. Nadie me había dicho que pensara en los judíos. Sabía que había judíos en las grandes ciudades, pero desconocía qué hacían allí o por qué eran una molestia. Sabía que no los apreciaban mucho, pero no tenía ni idea de la razón. Para mí, se trataba de un problema de las ciudades, como los teléfonos. Tal vez lo hubiera sabido de haber vivido en la ciudad, pero aquí sólo hablábamos de nuestros problemas. Incluso en el pueblo, ya que aquellos días pasaba más tiempo en él, nos limitábamos a hablar de la supervivencia, de cómo evitar las regulaciones de la Oficina Gubernamental de Agricultura, de nuestras perspectivas. En ninguna de aquellas conversaciones se mencionaba a los judíos.

Cuando me lo contó, no estaba preparada. Si él no había pasado mucho tiempo en una granja y no sabía lo que hacían los granjeros, yo tampoco había tenido contacto con los judíos y no sabía lo que hacían. Cuando le dejé de nuevo en el gallinero, intuí que necesitaba escuchar cómo volvía a confirmarle mis intenciones, aunque necesitaba pensar un poco en lo que me había dicho. Estaba preocupada, no por el hecho de que fuera judío, sino por mi ignorancia, por no saber cómo reaccionar ante aquella noticia. Ahora que me había avisado y me había revelado aquella información, debía mostrarle de algún modo que no me importaba y que seguiría permitiéndole quedarse en el gallinero. De hecho, no tenía ninguna duda de que se quedaría, pero no entendía muy bien qué tenía que ver aquello con el hecho de ser judío.

El sábado siguiente, cuando fui al mercado de la plaza del pueblo, los vendedores no hacían otra cosa que hablar de la Gestapo y del judío fugitivo. Todos se referían a él del mismo modo: «¿Vino la Gestapo buscando al judío fugitivo?». En cuanto escuché la pregunta que le hacía un vendedor a otro, me relajé por completo. Mientras hablaban atropelladamente sobre el misterio, yo me quedé sentada entre ellos, tranquila, una extraña disfrazada de vendedora que conocía la respuesta.

Cuando les oía hablar de la visita de la Gestapo prestaba más atención, naturalmente. Se preguntaban nerviosos si algún día se despertarían y se encontrarían al judío fugitivo en su granja. Su nerviosismo se debía tanto al horror de que un judío profanara su granja como a la preocupación por lo que la Gestapo podría hacerles si se descubriera que escondían a un judío, incluso si ellos mismos fueran los que informaran a la Gestapo. No cabía duda de que no perderían un minuto para informar de cualquier fugitivo que encontraran, ya que había una recompensa para todo aquel que diera información que ayudara a localizar a uno de ellos. Miré a mi alrededor, prestando atención a todos los cotilleos sobre el judío fugitivo y me di cuenta de que nadie tenía la más mínima sospecha de dónde podía estar. A pesar de que la persona que ocultaba al judío fugitivo se encontraba a su lado, no había forma de que lo descubrieran.

Aquella tarde, al volver a la granja, no pude hablar con él porque mis hijos estaban en casa. Cuando los niños estaban allí, haciendo sus tareas o los deberes o las actividades de las Juventudes, jamás me ponía en contacto con él. A veces tenía que ir al gallinero para, o bien recoger huevos, o bien alimentar a las aves, pero jamás miraba en su dirección para comprobar que seguía allí. Nunca miré en su escondite. Procuraba olvidar que estaba allí. Tarareaba mi cancioncita para las gallinas y sabía que él también la oiría. En pocas ocasiones le veía mientras atendía a las aves. Cuando reparaba en su presencia, le miraba sin verlo y sin demostrar que lo había visto. Aquellas veces tampoco me retenía. Sabía perfectamente cuándo estábamos solos. Al día siguiente, domingo, era el día en que los niños se iban a la reunión de las Juventudes. Se iban muy temprano, lloviera o hiciese sol, y volvían a tiempo para la cena. Así que aquel día fui al gallinero con el propósito de hablar con él. En cuanto entré por la puerta, se acercó a mí.

—¿Ha pensado en lo que le dije?

—No he pensado en mucho más desde entonces.

—Es probable que ya le haya puesto en un peligro considerable. Me prepararé para marcharme la semana que viene.

—A juzgar por como están las cosas, no podría ir muy lejos sin que alguien le delate. Sólo se habla del importe de la recompensa. ¿Adónde tiene pensado ir?

—No lo sé. Ha sido tan amable de acogerme aquí, que probablemente haya llegado el momento de asustar a otro.

En aquel momento sentí celos al pensar que otro se haría cargo de su custodia. No quería perderlo. Aparte de los celos, había otro tipo de sentimiento, más confuso, más urgente, un sentimiento que me impedía deshacerme de aquel prisionero fugitivo.

—Le pediría que viniera a casa durante unas horas para que cambiara de ambiente, pero no es seguro. ¿Sabe dónde está? ¿Tenía algún plan cuando vino aquí?

—Claro. Planeaba salvar el pellejo. Hacía una semana que había huido del campo y sólo viajaba por las noches. No comí prácticamente nada y sólo bebía de los arroyos. No sé dónde está esta granja, pero intenté viajar hacia el oeste. Cuando me encontró, hacía una semana que no hablaba con nadie a excepción de mí mismo, y desde entonces usted ha sido mi salvación. Cada noche pienso en cuánto tiempo puedo quedarme aquí, en el peligro que puede representar mi presencia para usted y su familia, y cuánto tiempo durará mi suerte. Pienso en marcharme y en cómo se sentirá cuando venga por la mañana y no me encuentre.

Imaginé el escalofrío que sentiría cuando entrara en el gallinero como siempre y descubriera que se había ido.

—Como se ha quedado aquí hasta ahora, sería una estupidez caer en la trampa que le han preparado por estos parajes. Nos habría puesto en peligro a todos para luego darse por vencido. Al menos deje que piense que está a salvo en algún otro lugar. Aunque, por supuesto, no depende de mí. Debe decidirlo usted si prefiere marcharse. No debería pensar en nuestra seguridad, cuando la Gestapo ha organizado una partida en su busca. Debe ser usted quien decida qué es lo mejor.

—¿Puede decirme su nombre?

—Eva.

—Mi nombre es Nathanael. Quiero que lo sepas todo. No puedo quedarme más tiempo a menos que sepa que eres consciente de lo que ocultas bajo las tablas de madera de tu gallinero. Eva, esto es lo que pasó: estuve un mes en Mauernich. Durante ese tiempo cambié completamente. Antes de que empezara toda esta locura, yo era un estudiante tímido y amable. Casi no me atrevía a hablar con nadie, ni siquiera con mis compañeros, debido a mi timidez. En cuanto me dijeron que no podía continuar en la universidad, cambié radicalmente. Para mí, la vida se había centrado siempre en el estudio y en convertirme algún día en profesor para enseñar a otros. Cuando me negaron la entrada a las clases, también me cerraron las puertas de la biblioteca y me prohibieron la compra de los libros que necesitaba. Parecía un animal. Jamás me había interesado la política, soy matemático, no revolucionario, pero cuando regresé a la universidad para llevarme mis apuntes y las notas de mi investigación, había una marcha a las puertas. A día de hoy, todavía no tengo ni idea de qué partido o grupo apoyaba la marcha, pero decidí echar un vistazo y oír lo que estaban diciendo. Al acercarme a las puertas de la universidad, la muchedumbre estaba vociferando algún eslogan que yo no podía entender, mientras que otros vociferaban el eslogan opuesto, como si fueran niños. Los dos grupos gritaban al mismo tiempo y no podía entender nada de lo que decían. Al acercarme, un hombre inició una refriega con uno de sus colegas o con alguien del grupo contrario. Como si aquello fuese una señal, una sección de la policía a caballo apareció de la nada y empezó a aporrear a todo aquel que estuviera al alcance de la fusta de su látigo. Minutos después, llegó otra dotación de policías, esta vez en furgonetas, e inmediatamente empezaron a arrestar a todo aquel que tuviera a su alcance. Algunos huyeron, y al resto los arrestaron y pasaron la noche en la cárcel, yo incluido. A la mañana siguiente, yo y uno o dos más, los únicos judíos del grupo, fuimos enviados a la estación de tren con un guardia y nos escoltaron directamente al campo de Mauernich. El mes que pasé en el campo fue más instructivo que todos los años de universidad. Aprendí muchas cosas que pueden serme útiles algún día, aunque la lección más útil fue cómo afilar una cuchara.

»Cuando conseguí afilar la cuchara lo suficiente (por cierto, Eva, quizás debas saber este detalle, es el mango lo que se afila, no la parte ovalada) tuve que elegir muy bien el momento adecuado de utilizarla. No tardé mucho tiempo. El campo no estaba muy bien vigilado. Podías huir fácilmente por la puerta principal, aunque tras unos pasos el guardia armado que estaba apostado en la torre de vigilancia te habría abatido. Lo sé porque vi cómo ocurría unas cuantas veces. Deduje que tendría que distraer al guardia antes de atravesar la puerta de entrada. Y así lo hice. Una noche, armado con mi cuchara-arma, esperé a que la luna se pusiera y me sorprendí ante la calma con la que atravesé el campo y escalé la torre de vigilancia. Sorprendí al guardia y le hundí la cuchara en la garganta. Me encontraba en tal estado de regresión, totalmente poseído, que fue sólo más tarde, al revivir aquellos momentos, cuando logré apreciar la depravación de mis actos. Considero que mi depravación fue mucho peor que la del guardia, puesto que yo sabía perfectamente que lo que estaba haciendo estaba mal.

Mientras explicaba esta historia, Nathanael, pues no tardé mucho en incluir su nombre en mis pensamientos, parecía relatar un incidente que había experimentado más de una vez. Creo que se había contado aquella historia a sí mismo muy a menudo, como si, al no creer que hubiera sucedido, pudiera confirmarla repitiéndosela una y otra vez. Era evidente que Nathanael sentía repulsión por sus actos, pero no parecía sentir curiosidad por mi reacción, como si confiara en que fuera idéntica a la suya. Para mí, la cuestión era más elemental, no una fuente tan obvia de angustia. Matar al guardia había sido necesario para la supervivencia de Nathanael, no una cuestión que pudiera contaminar la conciencia.

—Nathanael, me alegra de que fueras lo suficientemente inteligente como para escaparte del campo. ¿Te estás castigando a ti mismo por lo del guardia? ¿Había otro modo de hacerlo? ¿No te hubiera hecho él lo mismo sin el menor remordimiento? Claro que lo hubiera hecho. Estás decepcionado contigo mismo, cuando deberías sentirte orgulloso.

—Vemos las cosas desde prismas opuestos. Cuando el guardia me miraba, sólo veía en mí el equivalente a un perro, mientras que yo le miraba y veía a un igual. En ese momento, yo era el único que tenía un problema.

Pronto comprendí que no había forma de consolarle. Nathanael me había contado aquella historia al sentir que debía pagarme la deuda contraída conmigo, para no sentirse protegido bajo una pretensión falsa. Al aceptar mi protección, necesitaba que yo supiera qué tipo de persona era en realidad. De hecho, la historia de Nathanael no me había inquietado, sino que me había sentido conmovida por su sensibilidad e intensidad. Puede que Nathanael creyera que lo consideraría indigno en cuanto conociera su historia, pero no estaba protegiendo a Nathanael porque lo considerase superior a los demás, sino simplemente porque se había presentado la ocasión. Con aquello no pretendía denigrar a Nathanael, sino simplemente explicarme a mí misma por qué había considerado irrelevante su historia. Mi opinión sobre Nathanael no había cambiado.

—Ahora que ya sé más de tu historia, ¿crees que pensaré mal de ti, Nathanael?

—¿Es así?

—En absoluto. Admiro tu coraje y tu determinación. Has sufrido muchos cambios en un periodo muy corto de tiempo. ¿Qué otra cosa hubieras podido hacer en semejante situación? Cualquier persona hubiera deseado actuar con el mismo coraje.

—¿No te importa acoger a un asesino como yo en tu gallinero?

—Bueno, yo no te considero realmente un asesino. Eres muy amable y sensible. Si de verdad fueras un asesino, me habrías matado hace mucho tiempo. Pero por alguna razón confías en mí. Eso me agrada.

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