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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (7 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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—Me pides que decida ahora si quiero irme de aquí o quedarme. Te he contado mi historia porque quiero quedarme. Creo que debo quedarme aquí para sobrevivir. Si me voy ahora, la Gestapo, que ya está alerta, me encontrarán en cuestión de minutos. Si me quedo, tendré una oportunidad. Pero si me quedo, estarás en peligro, y también tus hijos y tu marido.

Vi la cadena de sus pensamientos. En su desesperación, había puesto su fe en mí, poniéndome en peligro, y yo, sin pensar siquiera en las consecuencias, de algún modo complacida al hacerlo, lo ayudaba, a pesar de poner en peligro a mi familia, que no sospechaba nada. Supe, sin atisbo de duda, que ni mis hijos ni mi marido lo aceptarían. Lo supe con tal seguridad que jamás me pasó por la cabeza contárselo a ninguno de ellos. Protegía a Nathanael de mis hijos y de la Gestapo. No imaginé lo terrible que era aquello hasta mucho tiempo después.

Sin entender completamente los motivos que me movían a hacerlo, no me planteé ni ponerle fin ni contarle a nadie que alojaba a un extraño en el gallinero. Mi mente se debatía entre el objetivo básico, esconder a Nathanael por su propia seguridad, y mantenerlo como mi propio secreto. El riesgo que corría era algo secundario, aunque lo aceptaba. Y pese a que mi intención no era esa, ahora creo que tal vez puse en peligro al propio Nathanael al continuar ocultándolo allí.

—Desde luego sería una locura arriesgarse a deambular por esta zona con la Gestapo siguiéndote la pista. El sentido común parece estar a favor de que te quedes en tu escondite bajo las tablas de madera. Ahora mismo no podría quedarme quieta y despedirte, sabiendo que te llevarían a prisión o algo peor. No sería nada agradable por tu parte pedirme que hiciera eso. Por lo menos, deja que pase algo de tiempo y ya veremos qué ocurre. Seguramente, en el mercado me enteraré del momento más adecuado.

—Eres tan desinteresada, Eva. Pasaré el resto de mi vida tratando de pensar en la forma de agradecértelo. Estoy de acuerdo contigo, tiene más sentido quedarse aquí una temporada, si no es mucho pedir. En cuanto me digas que se han calmado las cosas, proseguiré mi camino.

—Bien, está decidido. —Y antes de que dijera algo más, me marché de allí a continuar con mis tareas.

Capítulo
3

E
l trabajo en la granja era cada vez más y más pesado. Los niños cada vez hacían menos, agobiados con las tareas de la escuela y con las cada vez más apremiantes exigencias de las Juventudes. El chico todavía traía el agua por la mañana y la chica atendía a algunos animales, pero yo seguía teniendo las antiguas y las nuevas rutinas. La excursión matutina al pueblo tres días a la semana más el sábado me ocupaba parte del tiempo destinado al resto de las obligaciones. Ahora, al pensar en aquel tiempo, me sorprendo al descubrir lo primitivas que eran las condiciones en las que vivíamos. Habíamos nacido a principios de siglo y todavía seguíamos bajo la influencia del siglo anterior. Cada semana horneaba el pan; cada semana del verano preparaba comida para el invierno; cada semana del invierno hacía sopa, principalmente de las sobras de la mesa y de los restos; cada semana iba un día a hacer la colada y otro la limpieza; más o menos cada semana todos nos dábamos un baño; dos veces al mes, la contabilidad. Antes de que mi marido se marchara al ejército, aquellas tareas habían sido principalmente mías, pero, aparte de atender a los niños, sólo tenía que encargarme de los huevos y del huerto. En aquel momento, al ser la única adulta en la granja, era mayor la carga. Había veces en que me sentía un tanto abrumada por las obligaciones, y en esos momentos me volvía un tanto rara. Fue en una de esas ocasiones cuando les pregunté a los niños si podían ocuparse más de las tareas domésticas. Les sugerí que un día a la semana podían dedicarse por entero a las tareas de la granja. Era extraño que lograran ponerse de acuerdo sobre cualquier tema, pero no tuvieron ninguna duda sobre este y respondieron con firmeza.

—Madre —replicó el chico—, no puedes esperar que yo, con la posibilidad que tengo de convertirme en un líder al servicio de nuestro país, pierda el tiempo atendiendo a los cerdos o recogiendo judías. Nuestro padre está poniendo en peligro su vida para protegernos y tú te quejas del pequeño sacrificio que se te exige. Está claro que no te das cuenta de hasta qué punto tu trabajo contribuye a la mayor gloria de nuestro pueblo.

—Ya sé que has estado muy ocupado estos meses pero, ¿dónde has aprendido a abandonar tus responsabilidades para con la granja por el grupo de las Juventudes? ¿No te anima el grupo a ayudar a tu familia?

—No entiendes nada, Madre. Es justamente con el propósito de ayudar a mi familia, y a todas las otras familias del país, que debo desarrollar mis habilidades como líder.

Había hecho suyos los objetivos de las Juventudes y sería difícil ofrecer una alternativa plausible. De la chica obtuve una respuesta similar.

—Venga, Madre, ¿cómo esperas que acabe de coserme el uniforme y además haga las tareas? ¿Sabes lo que diría mi profesor si pensara que estoy eludiendo mis actividades en las Juventudes? No hay excusas para eso. Es verdad, te expulsan del club si no sigues el ritmo. Naturalmente, si eso llegara a ocurrir, se abriría una investigación y me moriría de vergüenza.

La chica tenía casi la misma edad que cuando yo me casé. Yo había sido una chica dócil y obediente. También lo era ella, pero sólo en lo relativo a los asuntos de las Juventudes. Había suplicado tanto al principio para que le permitiéramos unirse al club. Recuerdo cómo nos lo pedía, afirmando que todas sus amigas lo hacían y que el director de la escuela se había presentado ante ellas y las había animado a participar y a convertirse en ciudadanos leales. Era imposible negarle su deseo, ya que nos dejó claro que lo haría aunque no le diéramos permiso. Era obvio que lo haría, así que tanto su padre como yo decidimos que sería mejor darle permiso y el dinero que necesitara para ello. El otro argumento era que al chico ya le habíamos dado permiso para unirse a las Juventudes masculinas y que a ella también deberíamos permitírselo. Así que se pasaban cada día dos horas después de la escuela, todo el sábado y a veces incluso el domingo en las actividades de las Juventudes.

Lo que se conoce como la Gran Guerra terminó cuando mi marido y yo nos casamos. Por entonces no tenía la edad suficiente para ser llamado a filas. Naturalmente, yo sabía que estábamos en guerra, pero poco más. Con la escuela y el trabajo en la granja, tenía poco tiempo para mis cosas, por lo que no podía preocuparme por guerras ni por lo que ocurría lejos de allí. No fue un alivio que acabara la guerra, menos para aquellos que tenían hijos jóvenes que ya no tendrían que ir al frente. Durante mi infancia y adolescencia, la guerra siempre había sido una presencia constante. No solíamos leer los periódicos. Una vez al mes, cuando mi padre iba al pueblo, solía traer una página o dos de algún periódico, a menudo de hacía semanas, que utilizaba para envolver las lentejas o algo similar. La mayoría de las veces estábamos demasiado ocupados como para prestar mucha atención a lo que pudiera decirse en ellos.

Nunca tuvimos por costumbre preguntar sobre lo que podía estar pasando a cierta distancia. Pensábamos sobre lo que hacíamos a medida que lo hacíamos. Nos enseñaron a ocuparnos de nuestros propios asuntos y a no interferir en lo que podía ocurrirles a nuestros vecinos. Bueno, así lo hicimos. Lo que sabíamos que ocurría en las grandes ciudades o en otros países era tan vago como lo que sabíamos que pasaba en la granja de al lado. Cuando apareció aquel extraño en el gallinero, fue como si hubiera aparecido un chino. No tenía ni idea de por qué había aparecido, de dónde había venido o cuáles eran sus costumbres. Durante aquellas primeras semanas, le traté como si fuese chino. Como pensaba que no lográbamos comunicarnos demasiado bien, no le hablaba mucho, limitándome a preguntarle si necesitaba otra manta o algo así. Me parecía que hablábamos lenguas distintas, aunque, obviamente, no fuera así. Sin embargo, sentía algo extraño en él, algo diferente, y, aunque no me asustaba, sino que más bien me intrigaba, me obligó a tratarle como si fuera un objeto, como alguien cuyos sentimientos no podía alcanzar a entender, de modo que los ignoré. Cuando he dicho que podría haber sido un chino, quería decir que no era un granjero. Cuando queríamos describir algo completamente diferente a nosotros, solíamos decir: «Así lo haría un chino» o «Sólo un chino se comería eso» o «Eso es algo que sólo se creería un chino». En realidad, consideraba diferentes incluso a los habitantes del pueblo. No podía concebir la mera idea de vivir en el pueblo, oyendo cómo se abrían y cerraban las puertas de los vecinos, a la gente corriendo de un lado para otro, la ropa siempre planchada y bien combinada. Sabíamos de la gente de la ciudad por lo que nos contaban. Algunos se jactaban de su sofisticación cuando dejaban entrever que una vez habían visitado la ciudad y que sabían moverse en ella. A veces, la gente trataba de darse cierta importancia asegurando que tenían parientes lejanos viviendo en la ciudad, en algún lugar, como si hubieran descubierto el misterio de la vida y pretendieran ganarse el respeto por ello.

La primera vez que descubrí cierta semejanza entre nosotros fue cuando vino la Gestapo y Nathanael me abrazó de alegría. Antes de aquello, él había sido como uno de los animales que atendía, menos que un ser humano. No había pensado jamás en traicionarle, pero tras aquello, tenía una determinación aún mayor en asegurarme de que nunca ocurriera.

Mantuve una actitud fría y más bien distante con Nathanael. A pesar de que me gustaba tenerlo en el gallinero, no me sentía cómoda con él. El contacto que habíamos mantenido hasta entonces me había confundido. No sabía qué esperar de él, así que creí que sería mejor mantener un aire más bien formal, sin esperar nada. Se me ocurrió que tal vez se aburriría al no tener nada que hacer, por no mencionar que tenía que pasarse todo el día con las gallinas picoteando a su alrededor. Pensé que podría ayudarme con algunas de mis tareas. Una mañana, le llevé una buena cantidad de judías en el delantal y le pregunté si querría ayudarme a limpiarlas, ya que tenía muchas otras cosas que hacer y debía acabar aquella tarea y guardarlas en un pote para el invierno.

—Estoy muy contento de poder hacer esto por ti. Quería preguntarte si podría ayudarte, pero tenía miedo de que no quisieras que tocara tus cosas. Por favor, ¿cómo se hace?

—¿No sabes?

—No, señora Eva. Estoy acostumbrado a ver las judías ya cocidas en el plato y con un poco de mantequilla por encima.

—Supongo que tendrías criados que se encargarían de las faenas de la cocina. Bueno, en la granja nos tenemos que encargar nosotros mismos, pero hasta un chico de ciudad puede hacerlo. Coge la judía con una mano, arranca la puntita, así, y estira la hebra que hay en el borde. Las puntas y las hebras van a un lado y las judías al otro. Las herviremos durante tres minutos y las meteremos en frascos. Las puntas y las hebras servirán para la sopa.

Como no había negado que tuviera criados, imaginé que sí los tenía, aunque lo hubiera dicho en broma. Era el tipo de broma que solíamos hacer cuando alguien era un vago: «Imagino que eso lo dejamos para que lo hagan los criados, querida». Probablemente los tenía. Si vas a la universidad ¿tienes tiempo de realizar las tareas? Si vives en la ciudad, debes de necesitar por lo menos uno o dos.

Le observé limpiar unas cuantas judías y vi que era bastante ágil haciéndolo y que podía dejarle solo. Regresé al cabo de un rato y lo encontré enfrascado en la tarea, aunque casi había terminado. De esta manera, me las arreglé para encontrar tareas que pudiera hacer Nathanael y que me ayudaran a llevar la granja. Le llevé algunas herramientas para que las limpiara, algunos cestos que había que reparar y cualquier cosa que pudiera llevar al gallinero fácilmente y pudiera hacerse allí. Pocas semanas después me atreví a pedirle a Nathanael que trabajara en el huerto, aunque cabía la posibilidad de que alguien pudiera verle. No se podía ver la parte trasera de la casa desde la carretera, para ello tenías que venir desde la parte más elevada, pero no recordaba que nadie lo hubiera hecho nunca. Así que Nathanael empezó a ayudarme en el huerto.

Hablábamos muy poco. Temía hacer alusión a algo que él pudiera interpretar como un deseo mío de que se marchara. Naturalmente, cada día iba al gallinero al menos tres veces. Por la mañana, cuando iba a dar de comer a las gallinas y a recoger los huevos, le llevaba café y, cuando podía, alguna otra cosa más. Por la tarde regresaba para comprobar el estado de las aves y para llevarle algo de sopa o alguna patata. Al anochecer, antes de que se pusiera el sol, llevaba comida para las gallinas, recogía los huevos de nuevo y le llevaba la cena.

A medida que le asignaba tareas a Nathanael, se fue convirtiendo en una parte cada vez más esencial de mi vida. Cuando pensaba en las tareas que tenía por delante durante el día, descartaba mentalmente las que podía asignar a Nathanael. La verdura que necesitaba para preparar nuestra sopa, los huevos que tenía que escoger o separar, incluso las reparaciones para las que ya no me quedaba tiempo. De modo que cuando regresaba de repartir los huevos, me encontraba con varias tareas realizadas. Lo cierto es que gracias a la ayuda de Nathanael, parecía estar haciendo más de lo que realmente podría haber hecho. Nadie se dio cuenta, y aunque les reprochaba menos a los niños que antes, no sospecharon nada.

Una tarde, Nathanael estaba arrancado los hierbajos de las tomateras y me llamó para enseñarme algo. Sostenía un ciempiés del tomate, verde y gordo, casi tan gordo como las viñas, y me preguntó qué debía hacer con él. Le enseñé cómo debía partirlo en dos para asegurarse que estaba muerto y, mientras estaba agachada sobre aquel gusano, Nathanael posó su mano sobre mi hombro y con gran suavidad volvió mi rostro hacia el suyo. Le miré a los ojos y al ver la ternura en su cara, acerqué mi rostro al suyo y nos besamos. Fue un beso suave, indeciso, casto. Un beso que marcó el principio de la pasión, pero que no fue más que una manera de comunicarnos de otro modo. Aquel beso, y he pensado muchas veces sobre él, fue puro y cargado de preguntas. En él, Nathanael me preguntaba si lo aceptaba, si podía expresar su afecto hacia mí, si me sentía preparada. Y yo le preguntaba a él si deseaba mostrarme su ternura, si había algo dentro de él que pudiera compararse a lo que yo sentía; si quería lo que yo quería. El encuentro de nuestros labios, tan suave, nos transportó a un lugar donde dejamos de ser protectora y refugiado. Nuestro beso, irrevocable, reconocía que lo que había percibido flotando entre nosotros, aquella fuerza que me había persuadido de ocultar a Nathanael, era mutua y real. Nos besamos con los ojos abiertos, pero con el ceño fruncido, preñado de preguntas.

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