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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (9 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Nuestros encuentros se limitaban a las horas del día. El impulso que encendía los fuegos de nuestra pasión lo encontrábamos en las conversaciones que manteníamos sobre nuestras emociones. Resulta difícil describirlas, pero la mayoría de las veces hablábamos de los momentos que pasábamos juntos. No recuerdo exactamente el contenido de las mismas, pero jamás nos desviábamos de nuestro presente. El pasado, una época en la que no habíamos compartido nada, nos parecía irrelevante, y el futuro era inimaginable excepto como continuación del presente. Nos regocijábamos entre murmullos; por lo menos en mi caso, aquella fue la única vez en mi vida en que pensé junto a otra persona en dar placer y recibirlo. Éramos como niños, descubriendo las posibilidades, sorprendiéndonos el uno al otro al inventar y deleitarnos con la privacidad de su secretismo. Era la primera vez que hablaba con otra persona de mis sentimientos.

De vez en cuando recibía una carta de mi marido, normalmente para recordarme algo que debía hacer en la granja. Jamás pensé que estuviera en peligro ni me pregunté qué estaría haciendo. Que estuviera en el ejército significaba que no estaba en la granja. Entendía que era obligatorio y que estaba relacionado de algún modo con la guerra, pero no sabía dónde luchaba ni contra quién. Yo también escribía a mi marido, y le explicaba cuántos huevos estábamos vendiendo y cualquier otra cosa sobre la granja o los niños. Mi marido parecía estar satisfecho con la manera en que continuábamos nuestras vidas sin él.

Una noche, a la hora de cenar, los niños hablaban como siempre de los amigos de la escuela, un tema al que no solía prestar demasiada atención ya que no los conocía. Pero aquella vez me sobresalté al escuchar algo:

—…descubrió que era mestiza y la cogieron. Parece ser que una de las chicas informó a las autoridades, probablemente por celos.

—¿Qué hicieron con ella? —inquirió el chico.

—La enviaron a un campo de reeducación. No quería ir y les hizo toda clase de promesas, pero al final no hubo nada que pudieran hacer, ni ella ni su familia. Confesó haberse acostado con la serpiente durante el año que estuvo trabajando en la ciudad e insistió en que le había ocultado su sangre mixta. ¿No tendría que haberlo sabido?

—Yo creo que sí. Qué desagradable pensar que se haya ensuciado de esa manera. Nadie volverá a ir con ella. De hecho, creo que se encargarán de ella.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, hay un castigo permanente para un crimen tan repugnante.

—¿Cuál? —insistía ella.

—Ya sabes.

—Te refieres a…

—Claro.

—¿Qué queréis decir, niños? ¿Cuál es el castigo? —pregunté, atraída por la conversación, pero totalmente confusa.

—Pero Madre, no podemos hablar de estas cosas contigo —contestó la chica, avergonzada. Me habían estado ignorando mientras hablaban, ya que suponían que no tenía ni idea del tema o que no me interesaba su conversación.

—Bueno, llegados a este punto. ¿Cómo podéis dejarme así sin saber cuál es el castigo? Tenéis que acabar de contármelo.

—Pero, Mamá, son cosas que no podemos compartir contigo —insistía el chico.

—Seguro que no es algo tan espantoso que no sea capaz de entender. Confiad en mí. También quiero saber qué está pasando.

—Van a esterilizar a Elisabeth porque mantuvo relaciones con un chico que tenía un abuelo judío —susurró la chica.

—¿Esterilizar? —dije también en un susurro.

—Sí, madre —explicó el muchacho—. Se cerciorarán de que nunca tenga hijos y de que no se case nunca. Cualquiera que mantenga relaciones con alguien así no es una persona en la que se pueda confiar la reproducción para nuestro país. Debe de haber sufrido algún tipo de colapso mental para hacer algo así y no es lo suficientemente estable como para engendrar niños que sirvan a nuestro líder.

Aquello me causó un gran impacto. No hice más preguntas porque no confiaba en que pudiera mantener la compostura. Me lo habían explicado con gran tranquilidad, sin ningún tipo de lástima, como si describiesen una norma que consideraban justa. Como si estuvieran hablando de la mezcla del trigo y del maíz para las gallinas. La enormidad de lo que me habían contado crecía a medida que pensaba en ello. Era todavía más terrible cuando consideraba la manera tan simple con que aceptaban la justicia del castigo por aquel crimen. Evidentemente, se trataba de algo que les enseñaban en las Juventudes. ¿Cómo podían haberlo creído? Jamás habían tenido ocasión de conocer a alguien de sangre mixta, judío o lo que fuera. En nuestra zona sólo hay gente normal, todos iguales, como nosotros. ¿Cómo podían imaginar el parentesco de la persona con la que tendrían relaciones? ¿Qué pensarían de mí?

Al día siguiente, cuando los niños ya se habían ido a la escuela, me dirigí inmediatamente al gallinero, saltándome mi rutina habitual. Estaba tan preocupada por lo que los niños me habían contado que incluso me olvidé de canturrear la melodía que anunciaba mi llegada. Mi entrada sorprendió a Nathanael y a las gallinas, y lo primero que pensó es que traía un mensaje de peligro inminente, de modo que empezó a levantar las tablas del suelo para esconderse. Mientras lo tranquilizaba, intenté calmar a las gallinas haciendo que entraran en el porche y conseguir así que dejaran de hacer jaleo.

—Tu rostro está marcado por relatos de terror y el pánico ha coloreado tus mejillas, tus ojos brillan hermosos preñados de furia y de ira, las ventanas de la nariz…

—No hay necesidad de recitar poesía, Nathanael, esto es serio. No te vas a creer lo que me han contado Olga y Karl. Están esterilizando a los jóvenes que hacen el amor con judíos. Y en este caso no se trata de un judío completo, sino de alguien que tiene sangre mixta. Se la han llevado y la han esterilizado y sólo tiene dieciséis años. No se le permitirá casarse jamás y nunca tendrá hijos. ¿Qué ha pasado para que sucedan cosas así?

—No entiendo cómo no te has enterado antes, Eva mía. Eres tan inocente y tan pura que ni siquiera sabes lo que está pasando a tu alrededor. No puedes actuar de otro modo si no sabes lo que se supone que debes hacer y pensar. Has estado violando una de esas leyes al estar conmigo en el gallinero. Has estado fornicando con un judío. El castigo por ello es aún peor que la esterilización, ¿sabes? Después de esterilizarte, colocarán un cartel en la plaza del pueblo para que todos te marginen y nunca más podrás volver a vender huevos en el pueblo. No porque estés esterilizada, claro que no, sino porque nadie comerciará con un elemento antisocial, por miedo a que lo etiqueten de simpatizante. Ellos también serán sospechosos por comprarte los huevos. Si crees que podrás ir a otro sitio y empezar de nuevo, estás equivocada, porque siempre deberás mostrar tus documentos de identificación, que serán sellados para que figure el castigo y que obligarán a ignorarte y tratarte como si fueras una descarriada durante el resto de tu vida. Sólo por hacer el amor con un judío ya eres judía. Veo la gran confusión que emana de tu rostro. Por favor, piensa en ello y ya hablaremos mañana, cuando lo tengas más claro.

—No necesito pensar en ello. ¿Cuándo han decidido que pueden decirme con quién puedo hacer el amor o no? ¿Puedo hacer el amor con un chino y no con judío? ¿Qué enfermedad tienen los judíos? ¿Acaso temen que pueda contagiarme? Supón que inventan cualquier otro decreto que a ellos les guste y a mí no. ¿Qué haré entonces? A ellos no les gusta hacer el amor con judíos. Allá ellos, yo, por mi parte, haré lo que me plazca.

Estaba convencida de mi decisión, aunque entendía que se trataba de algo serio. Quizás los otros judíos del mundo eran diferentes a Nathanael. Quizás Nathanael era una excepción. Si existía una ley tan drástica, tal vez los judíos tenían algo que ponía en peligro a la gente y que podía transmitirse a la siguiente generación. No lo sabía. A primera vista, Nathanael no tenía ninguna característica negativa, sino más bien muchas cosas estimables. No podía poner la mano en el fuego por todo el mundo, pero, por lo que sabía de Nathanael, no había razón alguna para una ley así. Resultaba extraño que el Estado aprobara una ley que regulara con quién podía acostarse uno y con quién no. No podía pensar en ninguna otra ley que hubiera incumplido. Permitir que Nathanael se quedara en el gallinero podría considerarse contrario a la ley, pero que el hecho de tener relaciones con alguien fuera ilegal era un concepto nuevo para mí.

También resultaba irónico. Ya sabía que estaba violando mis votos maritales al acostarme con Nathanael, pero no porque fuera judío. Podría decirse que mi ignorancia sobre su ascendencia judía era tal que me resultaba irrelevante. Era incapaz de comprender qué relación podía tener aquello con su carácter. No entendía por qué habían escogido a los judíos. Es cierto que, en mi ignorancia, seguí disfrutando de mis encuentros con Nathanael, incluso tras ser consciente del riesgo que corría de ser esterilizada. En una ocasión, Nathanael me preguntó si me producía más placer tras saber que lo buscaban las autoridades, que era un criminal. Me puse a reír, porque era evidente que él no era un criminal en el sentido habitual de la palabra, pese a haber escapado de un campo y haber asesinado a un guardia. Para mí, Nathanael había sido declarado criminal de forma arbitraria, como me habría ocurrido a mí si se decidiera que los vendedores de huevos eran unos criminales. Lo más lógico era que Nathanael redactara las leyes en lugar de ser víctima de ellas. También me preguntaba si, aparte de estar con un criminal, que además era judío, me excitaba el hecho de correr el riesgo de ser castigada. Le dije a Nathanael que lo que me excitaba era el modo en que me miraba, cómo me tocaba, lo que sentía cuando estaba con él. Soy incapaz de analizar por qué Nathanael conseguía darme tanto placer, aunque sospecho que en parte se debía a que nadie antes había pensado en proporcionármelo, sino que simplemente pensaba en obtenerlo para sí. Mi marido representaba la única oportunidad que había tenido de hacer el amor y sus enseñanzas no habían incluido en ningún momento mis deseos. Posiblemente para Nathanael había sido algo instintivo, o quizás se debiera a las circunstancias, pero la verdad es que parecía reaccionar al placer que veía en mí.

Le pregunté a Nathanael qué otras sorpresas podía contarme, antes de que las oyera por boca de mis hijos. Me dijo que quizás había otras cosas que yo desconocía, pero que no quería ser él quien me las contara. Me sentí protegida; no había descubierto nada que me hiciera cambiar de idea. Era evidente que la gente de ciudad, como Nathanael, no conocía cómo era la vida en una granja, y pensé que tal vez sería mejor seguir manteniendo cierto grado de ignorancia.

Por el momento no sentía necesidad alguna de irme a vivir a la ciudad, y más sabiendo que era allí donde se aprobaban leyes sin sentido.

Me inquietaba que mis hijos hubieran aceptado aquellas ideas sin reflexionar. Lo que les parecía deplorable de aquella situación era que la chica hubiese cometido el crimen, no que fuera considerado como tal. Los niños aceptaban todo lo que les decían en las Juventudes. Reforzaban sus opiniones mutuamente cuando hablaban de ello en casa y competían en lealtad y fervor hacia el líder y la patria. Estaban convencidos que sus actos eran por el bien del país, y si uno se oponía, se estaba oponiendo a la patria y era desleal. Lo que significaba que se debía informar a las autoridades y que cualquier persona, incluso yo misma, debía ser delatada. No tenía ninguna duda de que mis hijos me delatarían sin pensárselo dos veces si se enteraban.

Los niños estaban en aquella edad en que no resulta extraño que sientan la necesidad de estar solos. Es posible que, en las ciudades, los jóvenes se quedaran más en casa, mientras proseguían con sus estudios en la universidad o trabajaban como aprendices para algún comerciante, pero en la granja estaban alcanzando la edad en la que uno piensa ya en casarse y asentarse. Entre nosotros empezaba a crearse un cierto distanciamiento, como si se estuvieran separando aún más de la fragmentada familia que ya éramos. Con mi marido ausente, puede que fuera yo la que debía establecer una alianza con mi hija y alentarla a encontrar esposo. Una noche decidí hablar con ella del tema.

—Olga, hija mía, me estaba preguntando si ya te estás preparando para el matrimonio. A tu edad yo ya estaba casi casada. Hay tantos hombres en el ejército, tu padre no está en casa, ¿sabes ya con quién vas a casarte?

—Mamina, me avergüenzas. Es más probable que encuentre una pareja adecuada en las Juventudes antes que tú o papá podáis buscarme una. No parece probable que encuentre un hombre en una granja cercana ya que la mayoría son más pobres que la nuestra. Durante mi año de trabajo en la ciudad encontraré un hogar donde pueda vivir y trabajar y enviarte dinero a casa. Es lo que están haciendo muchas de mis amigas. Para casarse están encontrando hombres en la ciudad, a menudo soldados y policías. ¿Tú qué piensas?

—Escribiré a tu padre y veré qué opina sobre lo que es mejor para ti. Puede que encuentres trabajo en el pueblo. Podría preguntar a algunos de mis clientes y ver qué hay disponible.

Me di cuenta de que Olga ya había tomado la decisión de trabajar en la ciudad, aunque no discutió mis sugerencias. Naturalmente, yo tenía mis reservas sobre enviarla a la ciudad, donde sus amigas tenían experiencias como la que me acababa de describir. ¿Qué más estaría ocurriendo que yo aún desconocía?

Capítulo
5

N
athanael se encariñó con las aves, en especial cuando los pollitos empezaron a salir del cascarón. Como no tenía nada que hacer, en ocasiones solía coger a uno de los pollitos más pequeños y le hablaba mientras le acariciaba las plumas. Los otros pollitos sentían celos y se agolpaban alrededor como si también quisieran recibir su atención. No diría que las gallinas estuviesen realmente domesticadas, pero conocían a Nathanael y después de un tiempo ya daban por sentada su presencia allí, aceptándolo como si formara parte de la vida del gallinero. Las aves que conocían a Nathanael desde que habían roto el cascarón se sentían bastante cómodas con él. Nathanael estaba solo tanto tiempo durante el día que, de algún modo, consideraba a aquellas aves como sus compañeras. Había veces en las que era realmente de gran ayuda tener allí a Nathanael como mediador si las gallinas empezaban a pelearse entre ellas. Me contó cómo había salvado a una de ellas lanzándola por la ventana cuando las otras se dieron cuenta de que tenía una manchita de sangre tras haber puesto un huevo. Empezaron a picotear sobre la manchita y, al gustarles su sabor, pronto no quedó nada de la mancha, sólo carne viva y mucha más sangre, y cada vez más aves se percataron de lo que estaba ocurriendo, de modo que al final se congregaron más de diez, luchando por aquella gallina. Nathanael no había visto nunca nada igual y empezó a correr persiguiendo a la patética gallina ensangrentada y causando de ese modo una gran confusión entre las otras. Finalmente consiguió atraparla y lanzarla por la ventana. Por supuesto, había hecho lo correcto, porque la gallina podría haber muerto a picotazos en una hora. Intenté enseñarle a Nathanael cómo utilizar el gancho, pero no le interesaba atrapar a las aves que no querían ser capturadas. No tenía problemas para coger a los pollitos y sostenerlos entre sus grandes manos.

BOOK: La vendedora de huevos
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