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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (10 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Debo volver a mi trabajo.

—Muy bien —dijo Fabel—. Le enviaré a casa a alguien esta noche para que las revise. Entiendo que su esposa está al tanto de todo esto…

—Eh… Lo haré aquí mismo.

Fabel se levantó.

—Una cosa más —dijo Mann.

—¿Qué?

—Sus ojos. Si hubiera visto sus ojos… Estaban llenos de odio y de rabia. Por eso salí corriendo. Si no, seguro que me hubiese matado. Era el Ángel. Estoy seguro de que era el Ángel.

Al regresar a la sala de la brigada, Fabel vio a Carstens Kaminski medio sentado en el borde del escritorio de Anna Wolff, charlando muy sonriente con ella. Carstens era un tipo bajo, moreno, de aire relajado y seguro de sí mismo. Un hombre encantador. Fabel había oído decir que había sido muy mujeriego en su día. A juzgar por la sonrisa que Anna tenía pintada en la cara, seguramente aún lo era.

—Ven, pasa —le dijo Fabel, guiándolo hasta su despacho.

—Preciosa chica —dijo Kaminski con una sonrisa perezosa—. Me han dicho que está buscando un traslado. A mí me encantaría encontrarle acomodo.

Fabel lo miró con incredulidad.

—¡Dios mío, qué deprisa corre la voz!

—¿Qué te ha parecido la historia de Mann? —preguntó Kaminski—. Bonito despacho, por cierto. —Estiró un poco el cuello—. ¿Se ve el Planetarium Winterhude desde aquí?

—Un mal bicho, me ha parecido —dijo Fabel—. Pero no me cabe duda: está convencido de haberse rozado con la muerte. Y cree de verdad que fue el Ángel quien lo atracó.

—Pero no lo crees. Ni yo tampoco —dijo Kaminski—. De todos modos, por la forma que tuvo de abordarlo intuyo que ella se ocultaba de las demás chicas. Eso y su manera de vestir me hacen pensar que no era una habitual. Y lo arrastró a una placita desierta… Quizá no sea el Ángel original, pero desde luego encaja con la asesina de la otra noche.

—Eso he pensado. Con suerte, Mann nos facilitará un buen retrato o la identificará entre las fotos. Aunque como tú dices, no creo que sea una habitual de la zona. ¿Tus hombres han encontrado algo más?

—Hemos hablado con todas las chicas que estaban esa noche en los escaparates de Herbertstrasse. Dos de ellas recuerdan haber visto a un hombre que pensaron que era Jake Westland. Entró por el lado de Gerhardstrasse, recorrió la calle sin mirar los escaparates siquiera y salió a la Davidstrasse.

—Suena como si lo hubiera tenido planeado —dijo Fabel.

—No lo sé, Jan —dijo Kaminski, tamborileando con los dedos en el calendario del escritorio—. Podría ser que solo pretendiera darles el esquinazo a Martina Schilmann y al otro tipo. Que actuase impulsivamente. Si la puta de Mann es nuestra asesina, ella desde luego no tenía ninguna cita con Westland.

—No, pero quizás él había quedado con otra persona y fue a tropezarse con la asesina. No sé, me parece que actuó de un modo tan decidido… Esa manera de recorrer apresuradamente la Herbertstrasse y salir por el otro lado, sabiendo que solo tenía unos minutos antes de que Martina se apostase en Davidstrasse… En fin, fueran cuales fuesen sus intenciones, creo que tenemos entre manos a un Ángel de imitación. Y creo también que Jürgen Mann ha tenido mucha suerte de no convertirse en su segunda víctima. Prepárate, Carstens: yo diría que estamos en el principio de una nueva serie de crímenes.

8

M
iró su reloj. Las 16.50. Nada irritaba tanto a Fabel como la falta de puntualidad. Él era el primero en reconocer que se ponía demasiado obsesivo en ese aspecto. La idea de llegar tarde a cualquier sitio le provocaba ya desde niño un nudo en el estómago. Era una esas cosas, como su completa incapacidad para emborracharse, para tomarse alegremente una copa de más, que lo caracterizaban. Que lo convertían en Jan Fabel.

Pero esta vez, mientras esperaba ante su escritorio echando humo, se sentía justificado en su irritación. Le había recalcado a Jespersen que estaba iniciando la investigación de un importante asesinato. Llegar con veinte minutos de retraso era algo más que una falta de educación: era una muestra de poca profesionalidad. Sacó su móvil y marcó el número de Jespersen que le habían pasado el día anterior. Sonó varias veces y luego saltó el buzón de voz. Fabel le dejó un mensaje para que le llamara lo antes posible.

Acababa de colgar cuando sonó el fijo. Respondió pensando que sería Jespersen. Pero no.

—Hola,
Chef
—dijo Anna Wolff—. Tengo aquí algo que ha de ver.

—¿Dónde estás?

—En Butenfeld. —Era la abreviatura policial de la morgue del Instituto de Medicina Legal, cuya sede estaba en la calle del mismo nombre del distrito de Eppendorf—. De veras que le va a interesar.

Fabel miró el reloj y pensó en la exasperante falta de puntualidad del danés.

—De acuerdo. Voy para allá.

9

C
uánto tiempo ha estado libre el apartamento?

Ute Crantz se volvió y sonrió a la joven agente inmobiliaria. Habían pasado media hora visitando el apartamento del ático y la chica, pese a su juventud, había hecho todo lo posible por aparentar una madurez y una experiencia que estaba muy lejos de poseer. Iba embutida en un traje pantalón azul marino de aspecto hombruno. ¿Por qué sería, pensó Ute, que tantas mujeres metidas en el mundo de los negocios creían que para competir con los hombres habían de vestir como ellos?

—Acaba de quedar disponible. Ni siquiera hemos sacado el anuncio. De hecho, nos ha sorprendido que preguntara por este apartamento. ¿Cómo ha sabido que estaba libre?

—Llevo tiempo buscando piso por la zona y oí que el inquilino anterior se mudaba.

—Ya veo —dijo la agente inmobiliaria, aunque no parecía muy convencida—. Ha hecho bien en moverse deprisa. Las propiedades de esta calidad en Altona no suelen quedar disponibles mucho tiempo. Acabamos de hacer una renovación total de un edificio en la esquina de Schillerstrasse y todos los apartamentos estaban adjudicados antes de terminar los trabajos.

—¿A cuánto sube?

Ute Cranz cruzó el salón hasta la ventana; sus altos tacones resonaban en el suelo de madera.

—Este apartamento tiene casi doscientos metros cuadrados y un balcón con vistas a la Palmaille. El alquiler es de dos mil novecientos euros al mes, gastos aparte. Es un precio estándar para la zona.

Ute se asomó y miró la calle. Vio que se acercaba un hombre a la puerta principal del edificio. Tenía el pelo entrecano, los hombros muy anchos y se movía como si fuera más joven. Llevaba unos pantalones de pana y una gruesa chaqueta de tweed que ella habría calificado de «estilo inglés».

—¿Es uno de los vecinos? —le preguntó a la agente inmobiliaria, que se acercó a la ventana y miró hacia abajo.

—Sí, en efecto —dijo—. Es Herr Gerdes. Está en el apartamento de arriba, en el sobreático. Un hombre muy tranquilo, como el resto de las personas del edificio. Un vecindario muy agradable.

—Me lo quedo —dijo Ute, sonriéndole—. Pero me gustaría echarle otro vistazo a la cocina…

10

Q
ué es lo que tienes? —preguntó Fabel. Anna lo había estado esperando en la recepción del depósito de Eppendorf.

—Bueno, en apariencia se trata de un hombre de mediana edad con un ataque cardíaco —dijo Anna, guiándolo hacia el interior.

Fabel se detuvo en el pasillo.

—¿Un ataque cardíaco? ¿Y qué tiene que ver con nosotros?

—No es qué —dijo Anna—, sino quién. A primera vista, la causa de muerte no parece sospechosa. Todos los signos indican un ataque de corazón, pero se le hará la autopsia completa, claro. La víctima es un tal Jens Jespersen, de nacionalidad danesa.

—Mierda —dijo Fabel—. El agente de policía danés. Había quedado con él —miró su reloj— hace media hora.

—Entonces será mejor que no le haga esperar más —dijo Anna con una sonrisa.

El celador empujó una camilla hasta el centro del depósito y alzó la sábana. Un hombre alto, con el pelo rubio corto y un matiz amarillento en la piel lívida y grisácea. Sus labios habían adquirido un tinte azulado. Según el pasaporte danés que Anna le tendió a Fabel, Jespersen tenía cincuenta y cuatro años, pero el hombre de la camilla poseía el físico de una persona más joven. Fabel dedujo que estaba mirando a alguien que se había tomado muy en serio su forma física.

—No parece el típico candidato a un ataque cardíaco —dijo Anna, como si le leyera el pensamiento.

Fabel tomó la bolsa de plástico que contenía las pertenencias de Jespersen. El reloj era de estilo recio y militar. El documento de la policía nacional danesa lo identificaba como Chefpolitiinspektør, que Fabel supuso que debía de ser más o menos equivalente a su propia categoría. Había una libreta con varias anotaciones generales, incluido el número del Präsidium de policía de Hamburgo, pero a Fabel le resultó evidente que se trataba de una libreta personal y no de la utilizada para el trabajo policial. En una página figuraba el nombre OLAF, en mayúsculas y subrayado dos veces. Volvió a meter el cuaderno en la bolsa de plástico.

—¿Solo esto? —dijo, sujetándola aún.

—Solo eso —dijo Anna—. Bueno, salvo que no le gustaba dormir solo.

Arqueando una ceja, le lanzó otra bolsa de pruebas a Fabel. Esta contenía un osito de peluche de recuerdo, vestido con ropa naútica y con una gorra Prinz Heinrich. Fabel la cogió y observó abstraído el muñeco.

—¿No te parece que falta algo?

—¿No lleva bordado
¡Hola, hola
! en su jerseicito? —dijo Anna sonriendo—. Sé a qué se refiere. Falta algo. Jespersen había venido a hablar con usted de algún asunto y, no obstante, no hay ni rastro de su cuaderno oficial, ni notas de ninguna clase, ni más documento que su pasaporte. Y eche un vistazo a esto…

Le lanzó el móvil de Jespersen. Fabel tuvo que apresurarse a pillarlo y la miró con aire ceñudo. Abrió el teléfono y examinó la memoria.

—Nada.

—Ni llamadas entrantes o salientes —dijo Anna—, ni números guardados, ni servicios registrados. Nada. Yo diría que le han cambiado la tarjeta SIM creyendo que a nadie se le ocurriría examinar el móvil.

—Joder —dijo Fabel—. ¿Han examinado los forenses todo esto?

—No. El médico de urgencias que acudió al hotel lo consideró un ataque cardíaco. Obviamente, al tratarse de una muerte repentina, lo han traído aquí. Möller y su equipo se encargarán de examinarlo. Le he sugerido que le eche un buen vistazo.

—¿Qué te ha dicho?

—Ya conoce a Möller. Patólogo de primera, pero gilipollas de talla internacional. Me ha replicado que no le diga cómo tiene que hacer su trabajo. Pero tenga por seguro que le dará un tratamiento exhaustivo. También le he pedido a la dirección del hotel que selle la habitación y he avisado a Holger Brauner de que quizá tenga que mandar a sus forenses para allí. Pero he preferido esperar a que lo viera usted por sí mismo. No quería extralimitarme en mis funciones…

Fabel le lanzó una mirada de advertencia. Ella lo miró a su vez con cara totalmente inexpresiva. Un truco suyo.

—Aun así —continuó Anna—, Dios sabe cuántas personas habrán pisado esa habitación a estas alturas. En fin, no sé,
Chef
. Podría tratarse de algo totalmente inocente; no hay indicios de que la muerte no se haya producido por causas naturales…

—No, Anna. Tenías razón. Esto huele mal.

—Si no es trigo limpio —dijo Anna—, tenemos un problema. Suponiendo que fuese una muerte deliberada, se trataría de un trabajo profesional. Muy profesional.

11

E
n su despacho con vistas al barrio de Alstadt, el casco antiguo de Hamburgo, Peter Claasens reflexionó con el ceño fruncido sobre las preguntas que acababan de hacerle. Había colgado el auricular, pero permanecía sentado con la mano sobre el teléfono, abstraído por una vez de los porrazos que resonaban por todo el edificio.

Cuando había sonado el teléfono estaba rehaciendo el borrador de una carta que Emily le había pedido que escribiera. Quizá porque llevaba rato concentrado en la carta, las preguntas del periodista lo habían pillado totalmente desprevenido.

El tipo no había hecho ninguna afirmación, y las preguntas las había formulado con cautela. Pero Claasens se había dado cuenta de lo que trataba de averiguar. Nadie más habría sacado semejante conclusión de las preguntas del periodista noruego, pero a los oídos de Claasens habían resonado de modo inequívoco. Desde luego, se había guardado de confirmarle o negarle nada a un representante de la prensa. Claasens era de una escrupulosa discreción, quizá demasiado cauto incluso en su vida profesional, ya que no en su vida privada.

¿Por qué le había preguntado aquel noruego precisamente sobre Norivon y sobre los embarques a China? Había sido esa pregunta en particular la que lo había puesto en guardia. Le preocupaba que se le hubiera notado en la voz. Hacía dos meses que Claasens se había percatado de la anomalía: una incongruencia entre dos embarques y los documentos legales de envío. Ambos cargamentos iban a China. Claasens había planteado sus dudas, claro; Lensch, su contacto en Norivon, había sonado igualmente confuso al principio. Luego, antes de que transcurrieran veinticuatro horas, Lensch había vuelto a llamar con una explicación razonable y con los papeles que la respaldaban. Razonable, aunque no del todo convincente.

Claasens abrió en su ordenador la hoja de contabilidad y llamó por el interfono para que le trajeran el expediente. Fue Minna quien apareció y le dejó el archivador en la mesa para retirarse enseguida, enfurruñada. Claasens se maldijo a sí mismo por haber roto su norma de no mezclar el trabajo con el placer. Se había tirado a Minna durante un mes o dos, luego se había cansado de ella y había esperado que todo volviera a ser como siempre. Pero la cosa no había funcionado así. Minna se había portado desde entonces como una bruja, y ahora no se le ocurría cómo quitársela de encima sin crearse aún más problemas.

Bruscamente volvió a cobrar conciencia de los porrazos retumbantes que daban los obreros. El despacho de Peter Claasens estaba en la última planta de un edificio de Alstadt, situado al norte de Willy-Brandt-Strasse, junto al Kontorhaus Quarter. Era un bloque totalmente nuevo, pero como se asomaba al Speicherstadt y se hallaba tan cerca de algunos iconos de ladrillo como el Chilehaus y el Sprinkenhof, había sido diseñado como una versión moderna pero respetuosa de una Kontorhaus tradicional, con un inmenso atrio central abierto al cielo. Claasens se había trasladado a las nuevas oficinas en la fecha prevista para el fin de las obras y se había encontrado con docenas de cosas todavía por terminar. Una de ellas la balaustrada de su planta en torno al atrio central, motivo por el cual le había sido imposible trasladar a una parte de su personal durante una semana más. Incluso ahora había un hueco en la barandilla y el paso estaba bloqueado, lo cual implicaba que los empleados habían de recorrer con frecuencia toda la circunferencia del edificio para llegar a una oficina contigua.

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