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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (10 page)

BOOK: La vidente
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—No sabemos si Vicky cogió el coche para robar al niño o si sólo quería un coche y coincidió que había un niño sentado en el asiento de atrás —dice—. Pero en cualquier caso, a estas alturas tenemos que contemplar al niño como un rehén.

—Rehén —repite la fiscal en voz baja.

Susanne Öst va hasta la puerta, llama al timbre y grita que la policía forzará la puerta si no los dejan entrar. Alguien se mueve dentro de la casa. El suelo cruje y un mueble pesado cae al suelo.

—Voy a entrar —dice Joona.

Uno de los agentes se queda vigilando la entrada principal, la fachada que da al jardín y la puerta cerrada del garaje, mientras el otro acompaña a Joona a la parte de atrás de la casa.

La hierba les moja los zapatos y los bajos de los pantalones. En la parte de atrás hay una escalerilla de cemento que baja hasta una puerta con una ventana de cristal mate. Cuando Joona la abre de una patada, el marco revienta y una lluvia de cristales se desparrama sobre la alfombra sintética de un lavadero.

32

Los trocitos de cristal crujen bajo las pisadas de Joona cuando entra en el cuidado lavadero, en el que incluso hay una calandria manual para alisar ropa de cama.

«Miranda estaba sentada en una silla cuando la asesinaron —piensa Joona—. Elisabet huyó en calcetines por el patio y se metió en la destilería, intentó esconderse pero la mataron de cara.»

Siente el peso de la nueva pistola que cuelga en la funda, bajo el brazo derecho. Es una Smith & Wesson semiautomática del calibre 45 ACP. Pesa un poco más que la anterior y contiene menos cartuchos, pero es más rápida en el primer disparo.

Joona abre con cautela una puerta que chirría y echa un vistazo a una cocina de leña. Sobre la mesa redonda hay un gran cuenco de cerámica lleno de manzanas rojas y junto a la pared hay un hermoso horno de leña que todavía desprende olor a fuego. En la encimera hay un plato con bollos de canela descongelándose y el cajón de los cuchillos está abierto.

Por las persianas puede entrever el verde húmedo del jardín.

Joona continúa hasta el recibidor y oye que la lámpara del techo tintinea. Los prismas de cristal chocan delicadamente entre ellos. Hay alguien caminando por el piso de arriba que hace balancear la lámpara.

Sube sin hacer ruido por la escalera y mira entre los peldaños. En la oscuridad de abajo ve que hay ropa tendida.

Joona llega al descansillo, se desplaza con mucho sigilo siguiendo la barandilla y entra en un dormitorio con cama doble. Las persianas están bajadas y la luz del techo no funciona.

Joona entra, comprueba los ángulos de tiro y se desplaza en lateral.

Sobre el cubrecama de
patchwork
hay una mira telescópica de escopeta de caza.

Alguien respira muy cerca de él. Joona sigue avanzando y apunta con la pistola a una esquina. Detrás de la puerta abierta del armario hay un hombre de espalda curvada y pelo claro que lo mira fijamente.

El hombre va descalzo, lleva tejanos oscuros y camiseta blanca con el logo de Stora Enso. Oculta algo detrás de la espalda y se desplaza lentamente hacia la derecha, acercándose a la cama.

—Soy de la policía judicial —dice Joona y baja la pistola unos centímetros.

—Ésta es mi casa —responde el hombre tranquilamente.

—Tendría que haber abierto.

Joona ve que le caen gotas de sudor por las mejillas.

—¿Ha roto mi puerta de atrás?

—Sí.

—¿Se puede arreglar?

—Lo dudo —responde Joona.

Algo brilla en el espejo ahumado de la puerta corredera del armario. Joona ve que el hombre esconde un gran cuchillo detrás de la espalda.

—Tengo que echarle un vistazo a su garaje.

—Allí sólo encontrará mi coche.

—Deje el cuchillo en la cama y enséñeme el garaje.

El hombre saca el cuchillo y se lo queda mirando unos segundos. El mango barnizado está desgastado y la hoja ha sido afilada muchas veces.

—No me sobra el tiempo —dice Joona.

—No tendría que haberse cargado mi…

De repente Joona intuye un movimiento a sus espaldas. Unos pies descalzos corretean por el suelo. Le da tiempo a hacerse a un lado sin soltar el cuchillo con la mirada. Una sombra se le echa encima. Joona gira el cuerpo, levanta el brazo y consuma el movimiento, concentra la fuerza y prepara el codo para recibir al atacante.

Joona mantiene el cañón de la pistola apuntando al hombre del cuchillo y al mismo tiempo le da un codazo a un chico en mitad del esternón. El muchacho suelta todo el aire y se le corta la respiración, intenta apoyarse en algún sitio pero termina cayendo de rodillas.

Inyecta aire en sus pulmones, se acurruca en el suelo, arruga la alfombra que tiene debajo y se queda jadeando de costado.

—Son de Afganistán —dice el hombre en voz baja—. Necesitan ayuda y…

—Le dispararé en la pierna si no suelta el cuchillo —dice Joona.

El hombre vuelve a mirar el cuchillo y luego lo tira a la cama. De pronto aparecen dos niños más pequeños en el umbral de la puerta. Miran atentamente a Joona con los ojos muy abiertos.

—¿Está ocultando a refugiados? —pregunta Joona—. ¿Cuánto gana con ello?

—Como si lo hiciera por dinero —responde el hombre indignado.

—¿Lo hace?

—No, no lo hago.

Joona busca la mirada oscura del chico.


Do you pay him
?

El chico niega con la cabeza.

—Ningún ser humano es ilegal —dice el hombre.


You don’t have to be afraid
—le dice Joona al mayor de los chicos—.
I promise I will help you if you are abused in any way
.

El muchacho le aguanta la mirada a Joona durante un buen rato y después niega con la cabeza.


Dennis is a good man
—susurra.

—Me alegra oírlo —dice Joona, se encuentra con la mirada del hombre y luego abandona la habitación.

Baja por la escalera y continúa hasta el garaje. Se queda un largo rato mirando el Saab cubierto de polvo que hay aparcado y piensa que Vicky y Dante han desaparecido. Ya no les quedan lugares donde buscar.

33

Flora Hansen pasa el mocho por el desgastado suelo de linóleo del pasillo del piso. Todavía tiene la mejilla caliente por la bofetada, y un curioso silbido le perdura en el oído. Con los años el suelo ha perdido el brillo, pero el agua se lo vuelve a sacar durante un momento.

Un suave olor a jabón de pino se esparce por las habitaciones.

Flora ha sacudido las alfombras y ya ha fregado la salita de la tele, la estrecha cocina y el cuarto de Hans-Gunnar, pero está esperando a que empiece el capítulo de la serie «Solsidan» para meterse en la habitación de Ewa.

Tanto Ewa como Hans-Gunnar son unos fanáticos de la telenovela, jamás se perderían un episodio.

Flora friega el suelo con movimientos enérgicos, los hilos grises del mocho azotan el zócalo con un chasquido. Se desplaza de espaldas y sin darse cuenta topa con el cuadro que ella misma hizo hace treinta años, cuando iba a la escuela. Todos los niños tenían que pegar distintos tipos de pasta en una plancha de madera y luego lo pintaron todo con un spray dorado.

Empieza a sonar la sintonía de la serie.

Ha llegado el momento.

Flora siente una punzada en la espalda cuando levanta el cubo por el asa y lo lleva a la habitación de Ewa.

Cierra la puerta y la bloquea con el cubo para que no se pueda abrir de golpe.

El corazón le va a mil por hora mientras enjuaga el mocho, lo escurre y mira la foto de bodas que hay sobre la mesita de noche.

Ewa esconde la llavecita del secreter en la parte trasera del marco.

Flora se ocupa de las labores del hogar para poder vivir en el antiguo cuarto de la criada. Se vio obligada a volver a casa de Ewa y de Hans-Gunnar cuando se le acabó el paro, después de haber perdido su empleo de auxiliar de enfermería en el hospital de Sankt Göran.

De niña, Flora estaba convencida de que sus padres la irían a buscar algún día, pero probablemente eran toxicómanos, pues Hans-Gunnar y Ewa siempre le han dicho que no saben nada sobre ellos. Flora llegó a esta casa con cinco años y no recuerda nada de su vida hasta entonces. HansGunnar siempre se ha referido a ella como una carga y desde los primeros años de adolescencia Flora ha deseado marcharse. Cuando cumplió diecinueve consiguió el puesto de auxiliar y se mudó a su propio piso en Kallhäll ese mismo mes.

El mocho gotea cuando Flora se acerca a la ventana y empieza a fregar el suelo. Debajo del radiador, el suelo de plástico está ennegrecido por las sucesivas goteras. Las viejas persianas están rotas y cuelgan torcidas dentro de los vidrios dobles. En el alféizar, entre los pelargonios, hay un caballito de Dala tallado en madera, recuerdo de Rättvik.

Flora camina despacio hasta la mesita de noche, se detiene y agudiza el oído.

El sonido de la tele impregna el aire.

En la foto de bodas Ewa y Hans-Gunnar son jóvenes. Ella lleva un vestido blanco y él traje y una corbata plateada. El cielo está blanco. En un montículo al lado de la iglesia hay un campanario negro con cúpula bulbosa. La torre asoma detrás de la cabeza de Hans-Gunnar como un extraño sombrero. Flora no sabe por qué, pero la foto siempre le ha resultado desagradable.

Intenta respirar tranquila.

Con mucho cuidado deja el palo del mocho apoyado en la pared, pero espera hasta que su madre adoptiva se ría con algo de la serie para coger la foto.

En la parte de atrás del marco cuelga la elaborada llave de latón. Flora la quita del gancho, pero las manos le tiemblan tanto que se le cae al suelo.

La llavecita rebota con un tintineo y se mete debajo de la cama.

Flora busca apoyo y se agacha.

Se oyen pasos en el pasillo y Flora se queda tumbada esperando. El pulso acelerado le late en las sienes.

El suelo cruje al otro lado de la puerta y después todo vuelve a quedar en silencio.

La llave ha caído entre los cables que corren llenos de polvo junto a la pared. Se estira un poco por debajo de la cama y la coge, se levanta y espera unos segundos antes de ir hasta el secreter. Lo abre, baja la pesada hoja de la mesa y abre uno de los cajoncitos. Debajo de las postales de París y Mallorca están los sobres en los que Ewa guarda el dinero de los gastos fijos. Flora abre el de las facturas del mes siguiente y coge la mitad del dinero, se guarda los billetes en el bolsillo, vuelve a dejar el sobre rápidamente en su sitio e intenta cerrar el cajoncito, pero hay algo que lo traba.

—¡Flora! —grita Ewa.

Vuelve a sacar el cajón, no ve nada extraño, intenta meterlo otra vez pero tiembla demasiado como para conseguirlo.

Se oyen pasos en el pasillo.

Flora aprieta el cajoncito, está torcido pero aunque se resista acaba entrando de todos modos. Cierra el secreter pero no tiene tiempo de echar el cerrojo.

La puerta del cuarto de su madrastra se abre con fuerza y choca contra el cubo. Un poco de agua se desparrama por el suelo.

—¿Flora?

Flora coge el mocho, murmura algo y aparta el cubo, seca el agua salpicada y luego sigue fregando la habitación.

—No encuentro mi pasta de dientes —dice Ewa.

Tiene los ojos tensos y los surcos alrededor de su boca se hacen más profundos. Está descalza sobre el suelo recién fregado, el chándal amarillo le cuelga holgado y la camiseta blanca le queda ajustada en el vientre y el gran busto.

—Estará… En el armario del lavabo, creo, al lado del agua de colonia —dice Flora mientras enjuaga el mocho otra vez.

Han pasado a publicidad, el volumen ha subido y se oyen voces estridentes hablando de hongos en los pies. Ewa permanece en el umbral mirándola fijamente.

—A Hans-Gunnar no le ha gustado el café —dice.

—Lo lamento mucho.

Flora escurre el agua sobrante.

—Dice que rellenas el paquete con café más barato.

—¿Por qué iba a…?

—No mientas —la corta Ewa.

—No lo hago —murmura Flora y continúa pasando el mocho.

—Como comprenderás, tendrás que ir a coger su taza, lavarla y prepararle otro café.

Flora deja de fregar, apoya el palo contra la pared junto a la puerta, pide perdón y se va a la salita. Nota la llave y los billetes en el bolsillo. Hans-Gunnar ni siquiera la mira cuando le coge la taza de al lado de la fuente con galletas.

—¡Ewa, coño! —grita—. ¡Que ya empieza!

Flora da un respingo por el grito, se marcha en seguida, se cruza con Ewa en el pasillo y le busca la mirada.

—¿Te acuerdas de que esta tarde tengo que ir a un cursillo de inserción laboral? —dice Flora.

—No conseguirás trabajo de todos modos.

—No, pero tengo que hacerlo, es obligatorio… Prepararé más café y trataré de fregar todo el suelo… Y a lo mejor puedo hacer las cortinas mañana.

34

Flora le paga al hombre de la gabardina gris, quien no se da cuenta de que las gotas que rezuman de su paraguas le están cayendo en la cara a la mujer. El hombre le entrega la llave de la puerta y le dice que cuando haya terminado la deje caer por la boca del buzón del anticuario, como de costumbre.

Flora le da las gracias y sigue su camino a paso ligero por la acera. Las sujeciones de su viejo abrigo han empezado a darse. Flora tiene cuarenta años, pero su cara aniñada inspira soledad.

La primera manzana de la calle Upplandsgatan desde la plaza Odenplan, en Estocolmo, está repleta de tiendas de antigüedades y curiosidades. En los escaparates hay vitrinas y arañas de cristal brillantes, antiguos juguetes de hojalata coloreada, muñecas de porcelana, medallas y relojes de péndulo.

Al lado de la puerta de vidrio protegida por una reja de hierro de Antigüedades Carlén hay otra más estrecha que da a un pequeño local subterráneo. Flora se detiene delante del cristal opaco y pega en él un cartel de papel blanco.

TARDE ESPIRITISTA

Una empinada escalera baja hasta el sótano, donde las tuberías braman cada vez que alguien de las plantas superiores abre un grifo o tira de la cadena. Flora ha alquilado el local siete veces para sus sesiones. Siempre han participado entre cuatro y seis personas, lo cual sólo le ha dado para cubrir el alquiler. Se ha puesto en contacto con varias revistas para que escriban sobre su habilidad para hablar con los muertos, pero nunca ha obtenido respuesta. Para la sesión de esa noche ha puesto un anuncio más grande en la revista
New Age Fenomen
.

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