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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (10 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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"A estos hijos de puta les voy a dejar el cadáver", se me ocurrió con esa lucidez de relámpago que infaltablemente me ilumina en los momentos culminantes de mis desastres, y le indiqué al taxista que dando un rodeo, el que fuera, y cobrando lo que quisiera, me llevara allí, a la acera opuesta. "Aquí les traigo a este muchacho que acaban de herir en la calle", les dije en la recepción. Al darse cuenta de la real situación, que ellos no eran funeraria para poderle sacar partido a un cadáver, fue tal la desesperación que les acometió que la mía se hizo chiquita, y en medio del alboroto me mandaron adonde el director, a que muy humanamente me aconsejara el caritativo señor que me llevara a mi niño a la policlínica, la del gobierno, donde me lo podían atender gratis porque allí sí tenían los recursos para un caso tan grave y urgente.

"Pues si eso es lo que se necesita y procede, apreciadísimo señor doctor –le contesté–, yo no lo llevo: lo lleva usted". Y me di media vuelta y fui saliendo tirándole en las narices la puerta. En sus sucias narices por las que el asqueroso se suena.

Y qué más da que nos muramos de viejos en la cama o antes de los veinte años acuchillados o tiroteados en la calle. ¿No es igual? ¿No sigue al último instante de la vida el mismo derrumbadero de la muerte? Me lo iba diciendo para tratar de no pensar, pensando por entre el gentío que tenía que encontrar una iglesia. Las de San Ignacio y San José, las más cercanas, por las leyes de Murphy iban a estar cerradas. Quedaba la Candelaria, que siempre estaba abierta, y hacia la Candelaria me dirigí, a pedirle a Dios que se acordara de mí y me mandara la muerte.

Mientras le rogaba al Señor Caído entre el chisporroteo de sus veladoras, me acordé de que le había dejado a Alexis el revólver en la cintura. No se lo había sacado. Era mi horrorizada aversión a las armas de fuego, que me impide pensar que existen. ¡Claro, se lo había dejado y ahora les quedaba a los delincuentes de la clínica! Que les aprovechara, que con ese mismo los mataran...

Dejé la iglesia y salí a la calle y todo seguía igual, el mismo sol, el mismo ruido, la misma gente, sin que pesaran sobre nadie en concreto los negros nubarrones del porvenir. Y cuando pasé por el parque alzaron, como siempre, su precavido vuelo las palomas.

Alejándome segundo a segundo del instante atroz de la muerte de Alexis y paso a paso por el centro, volví a dar a esa avenida funesta del barrio Belén con su quebrada, en los confines del día. Más empantanado mi destino que un sumario, huyendo del dolor volvía a él.

De súbito, sin anunciarse como había llegado esa tarde la Muerte, cayó la noche. Desemboqué en un cruce de avenidas. Hileras de luces de carros avanzaban con lentitud por las vías atestadas, como gusanos luminosos, luciérnagas terrestres que se arrastraran resignadamente por los atascaderos de esta vida. Eran los infinitos carros comprados con dineros del narcotráfico que en los últimos años embotellaban la ciudad. Dejé el lento río de las luces y me adentré en la oscuridad. Oí unos tiros. La noche de alma negra, delincuente, tomaba posesión de Medellín, mi Medellín, capital del odio, corazón de los vastos reinos de Satanás. Algún carro desperdigado me alumbraba por un instante la calle, iluminando con sus faros hasta cuatro palmos el porvenir.

En los días que siguieron mi nombre dicho por Alexis en su último instante me empezó a pesar como una lápida. ¿Por qué si durante los siete meses que anduvimos juntos pudo evitarlo tenía que pronunciarlo entonces? ¿Era la revelación inesperada de su amor cuando ya no tenía objeto? Si así fuera, con ese nombre que apenas si reconozco yo que no me atrevo a mirarme en el espejo, Alexis me estaba jalando a su abismo. Mi nombre en boca suya en el instante irremediable me seguía repercutiendo en el alma. No se me borraba, como dicen que no se les pueden borrar a los sicarios los ojos de sus víctimas. ¿Y cómo lo supieron? Nadie sabe lo de nadie.

Podríamos decir, para simplificar las cosas, que bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar. Quiero decir, bajan los que quedan vivos, porque a la mayoría allá arriba, allá mismo, tan cerquita de las nubes y del cielo, antes de que alcancen a bajar en su propio matadero los matan.

Tales muertos aunque pobres, por supuesto, para el cielo no se irán así les quede más a la mano: se irán barranca abajo en caída libre para el infierno, para el otro, el que sigue al de esta vida. Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable, y si se reproduce más. Los pobres producen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta tierra. Tomen nota.

Existe en las comunas una guerra casada desde hace años, de barrio con barrio, de cuadra con cuadra, de banda con banda. Es la guerra total, la de todos contra todos con que soñó Adamov, el dramaturgo, mi amigo, que ya murió y pobre y viejo, pero en París.

Todos en las comunas están sentenciados a muerte. ¿Que quién los sentenció, la ley? Pregunta tonta: en Colombia hay leyes pero no hay ley. Se sentenciaron unos a otros, solitos, y a sus parientes y amigos y a cuantos se les arrimen. El que se arrime a un sentenciado es hombre muerto, cae con él. Demográficamente hablando, así nos vamos controlando aquí. En mi Colombia querida la muerte se nos volvió una enfermedad contagiosa. Y tanto, que en las comunas sólo quedan niños, huérfanos. Incluyendo a sus papas, todos los jóvenes ya se mataron. ¿Y los viejos? Viejos los cerros y Dios.

Cuánto hace que se murieron los viejos, que se mataron de jóvenes, unos con otros a machete, sin alcanzarle a ver tampoco la cara cuartiada a la vejez. A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque de "la violencia" y fundaron estas comunas sobre terrenos ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De "la violencia"... ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De lo que venían huyendo era de sí mismos. Porque a ver, dígame usted que es sabio, ¿para qué quiere uno un machete en la ciudad si no es para cortar cabezas?

No hay plaga mayor sobre el planeta que el campesino colombiano, no hay alimaña más dañina, más mala. Parir y pedir, matar y morir, tal su miserable sino.

Los hijos de estos hijos de mala madre cambiaron los machetes por trabucos y changones, armas de fuego hechizas, caseras, que los nietos a su vez, modernizándose, cambiaron por revólveres que el Ejército y la Policía les venden para que con el aguardiente que fabrican las Rentas Departamentales se emborrachen y se les salgan todos los demonios y con esos mismos revólveres se maten. Con el dinero que le producen las dichas rentas, el aguardiente, el Estado paga los maestros para que les enseñen a los niños que no hay que tomar ni matar. Y no me pregunten por qué este contrasentido. Yo no sé, yo no hice este mundo, cuando aterricé ya estaba hecho.

Es que la vida es así, cosa grave, parcero. Por eso vuelvo y repito: no hay que andar imponiéndola. Que el que nazca nazca solo, por su propia cuenta y riesgo y generación espontánea. Apuntalado en una precaria legitimidad electorera, presidido por un bobo marica, fabricador de armas y destilador de aguardiente, forjador de constituciones impunes, lavador de dólares, aprovechador de la coca, atracador de impuestos, el Estado en Colombia es el primer delincuente. Y no hay forma de acabarlo. Es un cáncer que nos va royendo, matando de a poquito.

Sí señor, Medellín son dos en uno: desde arriba nos ven y desde abajo los vemos, sobre todo en las noches claras cuando brillan más las luces y nos convertimos en focos. Yo propongo que se siga llamando Medellín a la ciudad de abajo, y que se deje su alias para la de arriba: Medallo. Dos nombres puesto que somos dos, o uno pero con el alma partida. ¿Y qué hace Medellín por Medallo? Nada, canchas de fútbol en terraplenes elevados, excavados en la montaña, con muy bonita vista (nosotros), panorámica, para que jueguen fútbol todo el día y se acuesten cansados y ya no piensen en matar ni en la cópula. A ver si zumba así un poquito menos sobre el valle del avispero.

A fuerza de tan feas las comunas son hasta hermosas. Casas y casas y casas de dos pisos a medio terminar, con el segundo piso siempre en veremos, amontonadas, apeñuzcadas, de las que salen niños y niños como brota el agua de la roca por la varita de Moisés. De súbito, sobre las risas infantiles cantan las ráfagas de una metralleta. Tatatatatá... Son las prima donnas, las miniUzi con que soñaba Alexis cosiendo el aire con sus balas, cantando el aria de la locura.

Se guindaron a candela los de arriba con los de abajo, los del lado con los de al lado, los unos con los otros. ¡Qué mano de changonazos, Dios mío, qué lluvia de balines como rociada de agua bendita! Y van cayendo los muñecos mientras sopla sobre Santo Domingo Savio y la mañana caliente su ráfaga fría y refrescante la Muerte.

Santo Domingo Savio es un barrio que de santo no tiene más que el nombre: es un verdadero asesino. Después vienen los inspectores a recoger los cadáveres y luego nada, como si nada, a seguir los vivos viviendo hasta la próxima balacera que nos sacuda el aburrimiento.

Además de los enemigos que les dejaron sus difuntos padres, hermanos y amigos, cada quien en las comunas se consigue por su propia cuenta los propios para heredárselos a su vez, todos sumados, a sus hijos, hermanos y amigos cuando lo maten. Es la herencia de la sangre, el río desbordado. Las comunas sólo se pueden entender desenredando la trama enmarañada de estos odios. Cosa imposible e inútil. Yo no le veo a este asunto más solución ni remedio que cortar como hizo Alejandro, de un tajo, el nudo gordiano, e instaurar el fusiladero: una tapia larga, larga, encalada de blanco, que anuncie en letras grandes y negras la Urosalina, ese remedio milagroso de mi niñez que se deletreaba así, en el radio, a toda carrera: Uereoeseaeleienea. ¡Urosalina! Y que vayan cayendo los fumigados, y aterrizando sobre ellos los gallinazos.

¿Qué cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? Hombre, muy fácil, como saben los teólogos de Dios sin haberlo visto. Y los pescadores del mar por las marejadas que les manda, enfurecido, hasta la playa. Además sí subí, una tarde, en un taxi, que me cobró una fortuna porque dizque vida, rió, hay sino una y que él tenía cinco hijos.

Arriba me dejó, en Santo Domingo Savio o Villa del Socorro o El Popular o El Granizal o La Esperanza, en uno de esos mataderos, solo con mi suerte. Hasta allá subí a buscar a la mamá de Alexis y de paso a su asesino. Vi al subir los "graneros", esas tienduchas donde venden yucas y plátanos, enrejados ¿para que no les fueran a robar la miseria? Vi las canchas de fútbol voladas sobre los rodaderos. Vi el laberinto de las calles y las empinadas escaleras. Y abajo la otra ciudad, en el valle, rumorosa...

En una callejuela de muy arriba en la montaña encontré la casa. Llamé. Me abrió ella, con un niño en los brazos. Y me hizo pasar. Otros dos niños de pocos años se arrastraban, semidesnudos, por esta vida y el piso de tierra. Pensé en una humilde mujer de mi niñez, una sirvienta de mi casa, que me la recordaba. Evidentemente aquella lejana mujer, que por la edad podía haber sido mi madre, no era la que tenía enfrente, que podía ser mi hija. Además, ¡cuánto no haría que esa sirvienta de mi casa se murió! ¿Sería que por sobre el abismo del tiempo se repetían las personas, los destinos? Lo que fuera. Ni en esta pobre mujer ni en ninguno de sus niños reconocí un solo rasgo de Alexis, nada pero nada, nada de su esplendor. Los milagros son así, burleteros.

Hablamos muy poco. Me contó que su actual esposo, el padre de estos niños, la había abandonado; y que al otro, el padre de Alexis, también lo habían matado. En cuanto al muchacho que mató a Alexis, era de los lados de Santa Cruz y La Francia y le decían La Laguna Azul. No se asombren de que ella que no lo vio supiera más que yo del asesino, yo que lo vi disparando. En las comunas todo se sabe. Tenga por seguro que si a usted lo matan en el parque de Bolívar (y no lo quiera mi Dios), no bien esté acabando de caer allá kilómetros abajo, aquí kilómetros arriba ya lo están celebrando. O llorando.

Sentí una inmensa compasión por ella, por sus niños, por los perros abandonados, por mí, por cuantos seguimos capotiando los atropellos de esta vida. Le di algo de dinero, me despedí y salí.

Cuando emprendía la bajada, sin decir agua va ni mediar provocación ninguna (¿porque quién alborota esta furia?) se soltó el aguacero. Quiero explicarle por si no lo sabe, por si no es de aquí, que cuando a Medellín le da por llover es como cuando le da por matar: sin términos medios, con todas las de la ley y a conciencia. Es que aquí no se puede dejar vivo al muerto porque entonces a uno lo quedan conociendo y después el muerto es uno, cosa grave para uno en particular pero alivio para los demás en general. Por eso los que caen a la "policlínica", el pabellón de urgencias del Hospital San Vicente de Paúl, nuestro hospital de guerra, es a que les cosan el corazón.

El cielo que nos mira desde arriba vive tan enojado como los cristianos de abajo, y cuando se suelta este loco a llover es a llover, con una demencia desbordada. Arroyos torrentosos empezaron a saltar por las escaleras de cementó como cabras locas deshalagadas y a confluir en ríos por las desbarrancadas calles. Me hice a un lado para que el ríotromba que bajaba atronando, atrabancado, atropellando, pasara y no me llevara. íbamos para el mismo lado, para abajo, pero yo sin tanta prisa. Y mientras el loco frenético de arriba se despanzurraba de la ira, nadie en las desiertas calles de las comunas., Ni un alma, ni un asesino. Y ni un alero tampoco para guarecerme en tantas casas miserables, mezquinas, construidas con el egoísmo del sálvese quien pueda.

Añoré mi viejo barrio de Boston donde nací, de nobles casas con alero para que cuando lloviera nos escampáramos los parroquianos que íbamos a misa.

¿Se les hace impropio un viejo matando a un muchacho? Claro que sí, por supuesto. Todo en la vejez es impropio: matar, reírse, el sexo, y sobre todo seguir viviendo. Salvo morirse, todo en la vejez es impropio. La vejez es indigna, indecente, repulsiva, infame, asquerosa, y los viejos no tienen más derecho que el de la muerte. En la laguna azul sombría me estaba hundiendo. Era azul de nombre pero de aguas verdes, traicioneras. Su alma pantanosa enredada en mohos y en algas pegajosas me jalaba hacia el fondo. Las algas soltaban un veneno verde que era el que le daba su color falaz a la laguna azul. ¿Y quién dijo que yo lo iba a matar? Para eso están aquí los sicarios, para que sirvan, como las putas, y los contraten los que les puedan pagar. Ellos son los cobradores de las deudas incobrables, de sangre o no. Y valen menos que un plomero. Es la última ventaja que nos queda en este cuadro de desastres.

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