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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (3 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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Señor Procurador: Yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera aquí sí que va a ser el acabóse, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle: con las atribuciones que le dio la nueva Constitución protéjame.

¡Qué iglesia iba a haber abierta ni qué demonios! Las mantienen cerradas para que no las atraquen. Ya no nos queda en Medellín ni un solo oasis de paz. Dicen que atracan los bautizos, las bodas, los velorios, los entierros. Que matan en plena misa o llegando al cementerio a los que van vivos acompañando al muerto. Que si se cae un avión saquean los cadáveres. Que si te atropella un carro, manos caritativas te sacan la billetera mientras te hacen el favor de subirte a un taxi que te lleve al hospital. Que hay treinta y cinco mil taxis en Medellín desocupados atracando. Uno por cada carro particular. Que lo mejor es viajar en bus, aunque también tampoco: tampoco conviene, también los atracan. Que en el hospital a uno que tirotearon no sé dónde lo remataron. Que lo único seguro aquí es la muerte.

Los treinta y cinco mil taxis señalados (comprados con dólares del narcotráfico porque de dónde va a sacar dólares Colombia si nada exporta porque nada produce como no sea asesinos que nadie compra) llevan indefectiblemente los radios prendidos transmitiendo: partidos de fútbol, vallenatos, o noticias optimistas sobre los treinta y cinco que mataron ayer, quince por debajo del record, aunque un soldado al que le pasó por el cuello un tiro libre (o sea que salió) me asegura que día hubo en Medellín en que mataron ciento setenta y tantos, y trescientos ese fin de semana. Sabrá Dios, que es el que ve desde arriba. Nosotros aquí abajo lo único que hacemos es recoger cadáveres.

Si uno le dice al taxista: "Por favor, señor, bájele un poco a ese radio que está muy fuerte", el hideputa (como dice Cervantes) lo que hace es que le sube. Y si uno abre la boca para protestar, ¡adiós problemas de esta vida! Mañana te estarán comiendo esa lengua suelta los gusanos. Bueno, objetará usted, si los taxistas andan desocupados, ¿por qué tratan tan mal a los clientes? Por eso, porque les da uno trabajo, y "El trabajo degrada al hombre" dijo un sabio. ¿Y en los buses? ¿Se puede viajar en bus sin música? Tanto como se puede respirar sin oxígeno.

El vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el mío, no lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la casetera le compré un televisor con antena parabólica que agarra todas las estaciones de esta tierra y las galaxias. Se pasa ahora el día entero mi muchachito ante el televisor cambiando de canal cada minuto. Y girando, girando la antena parabólica al son de su capricho y de la rosa de los vientos a ver qué agarra para dejarlo ir. Sólo se detiene en los dibujos animados ¡Pías! Caía un gato malo sobre el otro y lo aplastaba: lo dejaba como una hojita finita de papel que entra suave por el rodillo de esta máquina.

Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje universal del golpe. Eso hace parte de su pureza intocada. Lo demás es palabrería hueca zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el arameo), más una que otra supervivencia del malevo antiguo del barrio de Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía... Un ejemplo: "¿Entonces qué, parce, vientos o maletas?" ¿Qué dijo? Dijo: "Hola hijo de puta". Es un saludo de rufianes.

El televisor de Alexis me acabó de echar a la calle. Alexis, por lo visto, no requería de mi presencia. Yo sí de la de él, en ausencia de Dios. Vagando por Medellín, por sus calles, en el limbo de mi vacío por este infierno, buscando entre almas en pena iglesias abiertas, me metí en un tiroteo. Iba por la estrecha calle de Junín rumbo a la catedral, llegando al parque, viendo, sin querer, entre la multitud ofuscada una señora de culo plano que iba adelante, cuando ¡pum!, que se enciende la balacera: dos bandas se agarraron a bala. Balas iban y venían, parabrisas explotaban y caían transeúntes como bolos en la barahúnda endemoniada. "¡Al suelo! ¡Al suelo!" gritaban. ¿Al suelo quién? ¿Yo? Jamás! Mi dignidad me lo impide. Y seguí por entre las balas que me zumbaban en los oídos como cuchillas de afeitar. Y yo pensando en el viejo verso ¿de quién? "Oh muerte ven callada en la saeta". Pasé ileso, sano y salvo, y seguí sin mirar atrás porque la curiosidad es vicio de granujas.

"Hoy en el centro –le conté a Alexis luego hablando en jerga con mi manía políglota– dos bandas se estaban dando chumbimba. De lo que te perdiste por andar viendo televisión". Se mostró interesado, y le conté hasta lo que no vi, con mil detalles. Le desplegué por todo Junín un tendal de muertos. Me sentía como Don Juan presumiéndole a Don Luis de las mujeres que se había echado. Luego procedí a contarle mi retirada, cómo pasé incólume por entre el plomero, sin agacharme, sin inmutarme, sin ni siquiera apurar. "¿Tú qué habrías hecho?" le pregunté. "Tocaba abrirse", contestó. ¿Huir yo? ¿Abrirme? Jamás de los jamases. Jamás. A mí la muerte me hace los mandados, niño.

¿Tenía una compensación ese tormento a que me sometía Alexis, mi éxodo diurno por las calles huyendo del ruido y metido en él? Sí, nuestro amor nocturno. Nuestras noches encendidas de pasión, yo abrazado a mi ángel de la guarda y él a mí con el amor que me tuvo, porque debo consignar aquí, sin jactancias ni presunción, lo mucho que me quería. Es de poca caridad, ya sé, exhibir la dicha propia ante la desgracia ajena, contarle historias de amor libre a quien vive prisionero, encerrado, casado, con mujer gorda y propia y cinco hijos comiendo, jodiendo y viendo televisión. Mas dejemos el aparato y sigamos, exhibiendo plata ante el mendigo. ¡Y qué! ¡Los pobres pobres son y por la verdad murió Cristo!

Henos pues en la cálida noche silenciosa, ardiendo la chimenea de nuestro amor en el calor del verano. "Abre las ventanas niño –le pedía– para que entre la brisa". Y mi niño se levantaba desnudo como un espejismo de las Mil y Una Noches y su imaginación desaforada, con sus tres escapularios, y abría el balcón. Brisa no entraba porque brisa no había, pero sí la música, el estrépito, del hippie de al lado y sus compinches, los mamarrachos. "Ese metalero condenado ya nos dañó la noche", me quejaba. "No es metalero –me explicó Alexis cuando se lo señalé en la calle al otro día–. Es un punkero". "Lo que sea. Yo a este mamarracho lo quisiera matar". "Yo te lo mato –me dijo Alexis con esa complacencia suya atenta siempre a mis más mínimos caprichos–. Déjame que la próxima vez saco el fierro". El fierro es el revólver. Yo al principio creía que era un cuchillo pero no, es un revólver. Ah, y transcribí mal las amadas palabras de mi niño. No dijo "Yo te lo mato", dijo "Yo te lo quiebro". Ellos no conjugan el verbo matar: practican sus sinónimos. La infinidad de sinónimos que tienen para decirlo: más que los árabes para el camello. Pero antes de seguir con lo anunciado y de que mi niño saque el fierro, oigan lo que él me contó y que les quiero contar: que le habían dado un día "una mano de changón" en su barrio. Qué es un changón preguntarán los que no saben como pregunté yo que no sabía. Era una escopeta a la que le recortaban el tubo, me explicó mi niño. "¿Y para qué se lo cortan?" Que para que la lluvia de balines saliera más abierta y le diera al que estuviera cerca. ¿Y los balines qué? ¿Eran como municiones? Sí, sí eran. Pues tres de esos balines le metieron en el cuerpo a mi niño y ahí quedaron, sin salir: uno en el cuello, otro en el antebrazo y otro en el pie. "¿Justo donde llevas los escapularios?" "Aja". "¿Y cuando te dispararon ya los llevabas?" "Aja". "Si ya los llevabas entonces los escapularios no sirven". Que sí, que sí servían. Si no los hubiera llevado le habrían dado un plomazo en el corazón o en el cerebro. "Ah..." Contra esa lógica divina ya sí no se podía razonar. Lo que fuera.

Ver a mi niño desnudo con sus tres escapularios me ponía en delirium tremens. Ese angelito tenía la propiedad de desencadenarme todos mis demonios interiores, que son como mis personalidades: más de mil.

Bajé en el acto la escalera, salí a la calle, compré una pesa o balanza, y volví a subir y lo pesé desnudo para descontarle, digamos, unos doscientos gramos de los balines. "Yo no sé si vas a crecer más o no niño, pero así como estás eres la maravilla. Mayor perfección ni soñarla". La pelusita del cuerpo a la luz del sol daba visos dorados. ¡Cómo no le tomé una foto! Si una imagen vale más que mil palabras, ¡qué no valdría mi niño vivo! "Vístete mi amor no te vayas a resfriar y vámonos a la Avenida Jardín a comernos una pizza".

Fuimos y volvimos vivos, sin novedad. La ciudad se estaba como desinflando, perdiendo empuje. ¡Qué va! Amaneció a la entrada del edificio un mendigo acuchillado: les están sacando los ojos para una universidad...

Fue la tarde de un martes (pues en la mañana habíamos vuelto en peregrinación a Sabaneta) cuando el punkero "marcó cruces". "¡Ahí va! ¡Ahí va!" exclamó Alexis cuando lo vio en la calle. Ni tiempo tuve de detenerlo. Corrió hacia el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos le chantó un tiro en la frente, en el puro centro, donde el miércoles de ceniza te ponen la santa cruz. ¡Tas! Un solo tiro, seco, ineluctable, rotundo, que mandó a la gonorrea esa con su ruido a la profundidad de los infiernos.

¡Cuántas veces no he pasado la escena por mi cabeza en ralenti! Veo sus ojos verdes viéndolo. Verdes turbios. Embriagados en lo irrepetible del instante. ¡Tas! Un solo tiro, sin comentarios. Alexis guardó el revólver, dio media vuelta y siguió caminando como si nada. ¿Por qué no le disparó por detrás? ¿Por no matar a traición? No hombre, por matar viendo los ojos.

Cuando el hippie se desplomó pasaba en ese instante una moto. "¡Ahí van!" le señalé a una señora, el único transeúnte que pudo haber sido testigo del suceso. "¡Lo mataron!" exclamó la vieja. "Aja", contesté: era una constatación evidente. Torpezas tales sólo se oyen en el cine mexicano, que suele poner en boca de los personajes obviedades, simplezas. Era evidente que estaba muerto: muerto está el que no resuella. ¿Pero quién lo mató? "¡Cómo que quién, señora! ¡Pues los de la moto! ¿No los vio?" Claro que los había visto, y que siguieron hacia la plaza de la América. Unos niños entre tanto se apuraban unos a otros: "¡Corran! ¡Corran! ¡Vengan a ver el muñeco!" El "muñeco" por si usted no lo sabe, por si no los conoce, es el muerto. El vivo de hace un instante pero que ya no. Todo lo alcanzó a ver la señora,
y
así se lo contaba al corrillo que se formó en torno al muerto y su protagonismo callado, una empalizada humana de curiosidad gozosa. Alcanzó a ver incluso ella que uno de los de la moto llevaba una camiseta estampada con calaveras y cruces. Fíjense nomás...

Antes de alejarme le eché una fugaz mirada al corrillo. Desde el fondo de sus almas viles se les rebosaba el íntimo gozo. Estaban ellos incluso más contentos que yo, ellos a quienes no les iba nada en el muerto. Aunque no tuvieran qué comer hoy sí tenían qué contar. Hoy por lo menos tenían la vida llena.

Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Ésta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad. ¿La solución para acabar con la juventud delincuente? Exterminen la niñez.

Y que no me vengan los alcahuetas que nunca faltan con que mataron al inocente por poner música fuerte. Aquí nadie es inocente, cerdos. Lo matamos por chichipato, por bazofia, por basura, por existir. Porque contaminaba el aire y el agua del río. Ah, "chichipato" quiere decir en las comunas delincuente de poca monta, raticas, eso.

Volví al apartamento y al rato llegó Alexis, con un garrafón de aguardiente: dos botellas y media pues. "Hubieras comprado también unas copitas –le hice ver–. Ya ves que aquí no hay ni en qué tomar". "De la botella". Abrió la botella, se tomó un trago y me lo dio en la boca. Así, tomando yo en su boca, él en la mía, en el delirio de una vida idiota, de un amor imposible, de un odio ajeno nos empacamos el garrafón.

Amanecimos en un charco de vómito: eran los demonios de Medellín, la ciudad maldita, que habíamos agarrado al andar por sus calles y se nos habían adentrado por los ojos, por los oídos, por la nariz, por la boca.

Las comunas cuando yo nací ni existían. Ni siquiera en mi juventud, cuando me fui. Las encontré a mi regreso en plena matazón, florecidas, pesando sobre la ciudad como su desgracia. Barrios y barrios de casuchas amontonadas unas sobre otras en las laderas de las montañas, atronándose con su música, envenenándose de amor al prójimo, compitiendo las ansias de matar con la furia reproductora. Ganas con ganas a ver cuál puede más. En el momento en que escribo el conflicto aún no se resuelve: siguen matando y naciendo. A los doce años un niño de las comunas es como quien dice un viejo: le queda tan poquito de vida... Ya habrá matado a alguno y lo van a matar. Dentro de un tiempito, al paso a que van las cosas, el niño de doce que digo reemplácenlo por uno de diez. Ésa es la gran esperanza de Colombia. Como no sé qué sabe usted al respecto, mis disculpas por lo sabido y repetido y sigamos subiendo: mientras más arriba en la montaña mejor, más miseria.

Uno en las comunas sube hacia el cielo pero bajando hacia los infiernos. ¿Por qué llamaron al conjunto de los barrios de una montaña comunas? Tal vez porque alguna calle o alcantarilla hicieron los fundadores por acción comunal. Sacando fuerzas de pereza. Los fundadores, ya se sabe, eran campesinos: gentecita humilde que traía del campo sus costumbres, como rezar el rosario, beber aguardiente, robarle al vecino y matarse por chichiguas con el prójimo en peleas a machete. ¿Qué podía nacer de semejante esplendor humano? Más. Y más y más y más. Y matándose por chichiguas siguieron: después del machete a cuchillo y después del cuchillo a bala, y en bala están hoy cuando escribo. Las armas de fuego han proliferado y yo digo que eso es progreso, porque es mejor morir de un tiro en el corazón que de un machetazo en la cabeza.

¿Tiene este problemita solución? Mi respuesta es un sí rotundo como una bala: el paredón. Otra cosa sería buscarle la cuadratura al círculo. Una venganza trae otra y una muerte otra muerte, y tras la muerte vienen los inspectores de policía oficiando el levantamiento de los cadáveres. Pero digo mal, los inspectores no: la nueva Constitución dispone que lo realicen en adelante los agentes de la Fiscalía. Y éstos, sin la experiencia secular de aquéllos, copados por la avalancha de cadáveres, sin darse abasto, han eliminado el expedienteo y la ceremonia misma y se la han dejado a los gallinazos. ¿Cómo llenar, en efecto, veinte pliegos de papel sellado consignando la forma en que cayó el muñeco, si nadie vio aunque todos vieran? Para eso se necesita imaginación y los funcionarios de hoy en día no la tienen, como no sea para robar y depositar en Suiza. Acto jurídico trascendental, oficio de difuntos, ceremonia de tinieblas, el levantamiento del cadáver, ay, no se realizará más. Una institución tan entrañable, tan colombiana, tan nuestra... Nunca más. El tiempo barre con todo y las costumbres. Así, de cambio en cambio, paso a paso, van perdiendo las sociedades la cohesión, la identidad, y quedan hechas unas colchas deshilachadas de retazos.

BOOK: La virgen de los sicarios
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