Las amistades peligrosas (55 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

Esperé ayer casi toda la tarde, mi digna amiga, para poder darle noticias más agradables de la querida enferma; pero de ayer a hoy ha desaparecido la esperanza y sólo me queda la pena de su ausencia. Un suceso muy indiferente en apariencia, pero cruel por sus consecuencias, ha hecho el estado de la enferma tan complicado, al menos como antes lo era.

Nada hubiera comprendido de tan súbita resolución, si no hubiera recibido ayer franca y entera confidencia de nuestra desgraciada amiga. Como ella me ha indicado que usted sabe sus infortunios, puedo hablarle sin reserva.

Ayer de mañana, cuando llegué al convento, se me dijo que la enferma dormía hacía tres horas; y su sueño era tan profundo y tranquilo, que temí un momento que fuese letárgico. Algún tiempo después se despertó y abrió las cortinas de su lecho. Nos contempló con aire de sorpresa; y como yo tratara de aproximarme a ella, me reconoció y me llamó. No me dejó tiempo de hacerle pregunta alguna, y me preguntó dónde estaba, qué hacíamos allí, si estaba enferma y por qué no se encontraba en su casa. Creí que sería un nuevo delirio, aunque más tranquilo que el anterior; pero me apercibí que entendía mejor mis respuestas. Había recobrado el pensamiento, mas no la memoria.

Me preguntó, con detalles, sobre todo lo que le había acontecido después de estar en el convento, a donde no recordaba haber venido. Le respondí exactamente, suprimiendo solamente lo que hubiera podido asustarla; y cuando a mi vez le pregunté cómo se encontraba, me respondió que nada sufría en aquel momento; pero que había, durante el sueño, padecido en extremo y que se sentía fatigada. Traté de tranquilizarla rogándole el silencio, cerré un tanto sus cortinas y me senté cerca de su lecho. Al mismo tiempo se le sirvió un caldo que encontró bueno.

Permaneció así durante media hora, durante la cual no habló más que para agradecer los cuidados que yo le prodigaba, y en tales cumplidos brilló la gracia y bondad que usted conoce en ella. Guardó durante algún tiempo un silencio absoluto, que no rompió más que para decir: “¡Ah! sí, recuerdo haber venido aquí!” Y un momento después exclamó dolorosamente: “Amiga, amiga mía, compadézcame; ya encontré todas mis desgracias”. Avancé hacia ella, y cogiéndome la mano: “¡Gran Dios! —exclamó— ¿no puedo morir?”. Su expresión, aún más que sus discursos, me enternecieron hasta las lágrimas; ella lo notó por mi voz y me dijo: “¡Me compadece usted! ¡Si supiera!…” e interrumpiéndose: “Haga, continuó, que nos dejen solas. Lo diré todo a usted”.

Ya sospechaba cuál sería el asunto de sus confidencias; y temiendo que esta conversación perjudicase el estado de la enferma, rehusé; pero insistió y fue preciso acceder. Cuando estuvimos solas me contó cuanto usted sabe y que sólo por esto le digo.

Hablóme, en fin, del modo cruel con que ella fue sacrificada: “Creíame segura de morir de esto y el ánimo no me faltaba, pero jamás pensé sobrevivir a mi desgracia”. Traté de combatir tal desaliento con las armas de la religión, hasta entonces poderosas con ella; pero comprendí la ineficacia de tan augustas funciones por parte mía, y propuse la venida del padre Anselmo, que tanto predicamento tenía sobre ella. Consintió en esto. Se lo llamó y vino al punto. Permaneció largo tiempo con la enferma, y dijo que si los médicos la juzgaban como él, podía demorarse la ceremonia de los sacramentos y que él vendría al día siguiente.

Eran las tres de la tarde, y hasta las cinco permaneció tranquila nuestra enferma; así volvió a nosotros la esperanza. Por desgracia llegó una carta para ella. Cuando se le presentó rehusó aceptarla. Pero desde este momento creció la agitación. Pronto preguntó de dónde venía la carta (no estaba timbrada), quién la había traído. Se ignoraba. De dónde se le había dirigido. Se le dijo que de Fourières. Guardó después silencio; después empezó a hablar; pero de tal modo, que el delirio se vio por modo evidente.

Tuvo aún, sin embargo, un momento tranquilo, hasta que al fin pidió la carta. Cuando la miró, exclamó al punto: “¡De él! ¡Gran Dios!” Y luego con voz fuerte y angustiada: “Tomadla, tomadla”. Hizo cerrar las cortinas de su lecho y prohibió que nadie se aproximase a él; pero pronto tuvimos que volver a ella. El acceso volvió con mayor violencia, las convulsiones eran verdaderamente horribles. Los accidentes no han cesado desde la tarde; la noche ha sido borrascosa. Su estado, en fin, es tal, que me extraña que aún viva; y no le oculto que la esperanza está casi perdida.

Supongo que esa funesta carta es de monsieur de Valmont; ¿qué podrá decirle aún? Perdón, querida amiga; me prohibo toda reflexión; es muy cruel ver morir tan sin piedad una mujer tan dichosa antes y tan digna de serlo.

París, 2 diciembre 17…

CARTA CL

EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Esperando la gloria de verte, me doy, tierna amiga, el placer de escribirte; sólo con tu recuerdo puedo mitigar la ausencia tuya. Trazarte mis sentimientos, recordar los tuyos, es para mi corazón un deleite sin límites; de aquí aún provienen bienes inapreciables. Sin embargo, fuerza es creerlo, no obtendré respuesta tuya; esta carta será la última, y será preciso renunciar a este comercio, según tú, peligroso e innecesario. Seguramente te creeré si en ello insistes. ¿Qué podrás querer tú, amor mío, que yo no quiera? Pero antes permíteme que conversemos juntos.

Sobre los peligros tú sólo debes juzgar, yo no puedo calcular nada, y me atengo a rogarte precauciones para tu seguridad, porque no podré tener sosiego alguno cuando algo a ti te inquiete. Por esto, no es que ambos seamos uno, sino que tú eres tú y yo.

No acontece lo mismo en cuanto a lo innecesario; aquí no podemos tener más que una sola idea; y si diferimos, no puede ser sino a falta de explicarnos o de entendernos. He aquí lo que creo sentir.

Sin duda una carta parece poco necesaria cuando hay completa libertad para verse. ¿Qué se dirá en ella que no exprese mejor una mirada, una palabra, un silencio? Eso me parece verdad; y cuando me hablas de no escribirnos, la idea tiene en mi alma fácil acceso, la perturba tal vez, pero no la daña. Así, cuando quiero besar tu corazón, si acaso se interpone una cinta, un bucle de tu cabello, la aparto, pero no es un obstáculo a mi deseo.

Pero cuando nos separamos, la idea de escribirte viene a atormentarme. ¿Por qué, me digo, esta privación más? Supongo que favorecidos por las circunstancias pasemos juntos una tarde entera. ¿Será preciso robar al placer los momentos de conversar? Sí, del placer, mi tierna amiga; porque después de ti, los momentos mismos del reposo suministran deleites sin cuento. En fin, de todos modos, acaba uno por separarse, y después se está solo. ¡Entonces una carta es preciosa! Si no se la lee se la contempla. ¡Ah! sin duda se puede mirar una carta sin leerla, y en la noche tendría placer en tocar tu retrato.

¡Tu retrato, he dicho! Una carta es el retrato del alma. No tiene, como una fría imagen, la impasibilidad incompatible con el amor; se presta a todos los movimientos de éste, le anima, goza, reposa… ¡Tus sentimientos me son todos preciosos! ¿me privarás de ese placer?

¿Estás segura que la necesidad de escribirme no te atormente? Si en la soledad tu corazón se oprime o se dilata; si un movimiento de placer llega a tu alma; si una tristeza involuntaria la turba un momento, ¿no será en el seno de tu amigo donde habrás de abandonar tu pena o tu goce! ¡Amada mía, tierna amada mía! A tí te cumple decidir. He querido discutir solamente y no seducirte; no te he dicho más que razones, me atrevo a creer que mis súplicas sean más fuertes. Trataré, si insistes, de no afligirme; haré mis esfuerzos para decirme lo que habrías de escribir; pero tú lo dirás mejor que yo y tendré más placer en oírlo.

Adiós, mi querida amiga; la hora se aproxima; te abandono pronto para encontrarte.

París, 3 diciembre 17…

CARTA CLI

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Sin duda, marquesa, que usted no me cree lo bastante inexperto que haya podido creer en lo que me decía usted sobre la entrevista que he presenciado esta tarde, y el extraño azar que había conducido a Danceny a su casa. No es que el semblante de usted no haya sabido tomar la expresión de calma y de serenidad, ni que ninguna frase le haya sido infiel. Convengo en que sus dóciles miradas le han respondido a usted, y que si hubieran sabido hacerse entender, lejos de tener yo la más leve suposición, no hubiera dudado un momento del inmenso pesar que le causaba ese tercer importuno. Pero para no desplegar en vano tan grandes talentos, para obtener el éxito a que usted aspira, para producir en fin la ilusión, es necesario amaestrar al amante novicio con mayor cuidado.

Puesto que comienza usted a poner cátedra, enseñar a los discípulos a no avergonzarse, ni a enrojecer desconcertados y trémulos ante el donaire más inofensivo, a no negar tan vivamente, para una sola mujer, las cosas de que se defiende tan muellemente para todas las demás. Enséñeles a tales escuchar el elogio de su querida, sin creerse obligados a hacerle los honores; y cuando usted los admita en su círculo, sepan disimular su aire de propietario, de aspecto tan cómico como fácil de reconocer y que ellos tan torpemente confunden con el del amar. Entonces podrá exhibirlos en públicos ejercicios sin que su conducta desacredite a su hábil institutriz; y yo mismo, deseoso de concurrir a la celebridad de usted, prometo hacer y publicar los programas del nuevo colegio.

Pero hasta aquí me extraña, lo confieso, que sea a mí a quien usted trate como a escolar. ¡Oh, con otra mujer sería pronto vengado! ¡Cuán gran placer sería para mí! ¡Cuánto mayor sería del que pensó quitarme! Sí, por usted sola prefiero la reparación a la venganza; y no crea que me retiene la menor duda, lo sé todo.

Usted está en París hace cuatro días; cada día ha visto a Danceny, a él solo. Hoy su puerta estaba aún cerrada; y no ha faltado a su portero, para impedirme llegar a usted, sino una seguridad como la suya. Sin embargo, no debía dudar, me lo ha mandado, que sería el primero en conocer su llegada; de esa llegada de la que aún no podía usted saber el día, escribiéndome la víspera de partir. ¿Negará los hechos, o se excusará de ellos? Reconozca aquí su imperio; pero, créame, conténtese con reconocerlo, no abuse de él mucho tiempo. Nos conocemos, marquesa; esto basta.

¿Sale mañana usted? Tal me dice. En buena hora si sale, y juzgue que he de saberlo. Pero, en fin, volverá por la noche; y para nuestra difícil reconciliación, no tendremos tiempo suficiente hasta el día siguiente.

Dígame si será en su casa, o allá, donde tendrán lugar nuestras mutuas o recíprocas expiaciones. Sobre todo, nada de Danceny. La mala cabeza de usted estaba saturada de esta idea, y puedo bien no estar celoso de este delirio de su fantasía; pero piense que lo que es un simple capricho se haría una preferencia marcada. No me creo digno de esta humillación, y no espero recibirla de usted.

Espero que este sacrificio le cueste poco. Pero aunque algo le costare, me parece haberle dado anticipada correspondencia. Que una mujer sencilla y bella, que no existía más que para mí, que en este momento muere tal vez de amor y de pena, vale al menos un joven escolar que para usted tendrá ingenio y figura, pero que aún no tiene ni experiencia, ni pleno conocimiento del amor.

Adiós, marquesa; nada le digo de mi sentimiento. Todo lo que puedo hacer en este momento es no indagar en mi corazón. Espero su respuesta. Piense en que más fácil que borrar la ofensa que usted me ha inferido, es hacerla imborrable por una negativa, por una dilación.

París, 3 diciembre 17…, por la noche.

CARTA CLII

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