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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (6 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Echa el cuerpo hacia atrás, da un cabezazo en la pared y grita:

—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está mi nena? Ay, Jesús, María y José, ayudadme esta noche. Me voy a volver loca, de verdad, me voy a volver loca perdida.

La señora Leibowitz entra a toda prisa.

—Señora, señora, ¿qué pasa? La niña pequeña. ¿Dónde está?

Mi madre vuelve a gritar:

—Muerta, señora Leibowitz. Muerta.

Le cae la cabeza y se agita de un lado a otro.

—En plena noche, señora Leibowitz. En su cochecito. Debía haberla vigilado. Había pasado siete semanas en este mundo y se ha muerto en plena noche, sola, señora Leibowitz, sola en ese cochecito.

La señora Leibowitz abraza a mi madre.

—Calle, vamos, calle. Los niños recién nacidos se marchan así. Son cosas que pasan, señora. Se los lleva Dios.

—En el cochecito, señora Leibowitz. Junto a mi cama. Podía haberla cogido en brazos; y ella no tenía que morirse, ¿verdad? A Dios no le hacen falta los niños pequeños. ¿Qué va a hacer Dios con los niños pequeños?

—No lo sé, señora. No sé nada de Dios. Tómese una sopa. Buena sopa. Le dará fuerzas. Muchachos. Traed cuencos. Os daré sopa.

—¿Qué es cuencos, señora Leibowitz?

—Oh, Frankie, ¿no sabes lo que es un cuenco? Para la sopa, querido. ¿No tenéis un cuenco? Entonces, traed tazas para la sopa. Yo mezclo sopa de guisantes y sopa de lentejas. Sin jamón. A los irlandeses les gusta el jamón. Sin jamón, Frankie. Beba, señora. Bébase la sopa.

Da la sopa a mi madre a cucharadas, le limpia lo que le cae por la barbilla. Malachy y yo estamos sentados en el suelo tomando sopa en tazones. Damos la sopa a los gemelos a cucharadas. Está riquísima, caliente y sabrosa. Mi madre nunca hace sopa como ésta, y yo me pregunto si hay alguna posibilidad de que la señora Leibowitz llegue a ser mi madre. Freddie podía ocupar mi lugar y tener a mi madre y a mi padre también, y podía tener por hermanos a Malachy y a los gemelos. Ya no puede tener a Margaret porque ella es como el perro de la calle al que se llevaron. No sé por qué se la llevaron a ella. Mi madre dijo que murió en su cochecito, y eso debe de ser como que lo atropelle a uno un coche, porque se te llevan.

Ojalá estuviera aquí la pequeña Margaret para tomar la sopa. Yo podría dársela con una cuchara, como se la está dando a mi madre la señora Leibowitz, y ella haría gorgoritos y se reiría como hacía con papá. Ya no lloraría, y mi madre no se quedaría día y noche en la cama y papá me contaría cuentos de Cuchulain y yo ya no querría que la señora Leibowitz fuera mi madre. La señora Leibowitz es agradable, pero yo prefiero que mi padre me cuente cuentos de Cuchulain y que Margaret gorgojee y mamá se ría cuando papá baila con lo torpe que es.

Minnie MacAdorey viene a ayudarnos.

—Madre de Dios, señora Leibowitz, estos gemelos apestan que clama al cielo.

—No sé lo qué opinará la Madre de Dios, Minnie, pero a estos gemelos hay que lavarlos. Necesitan pañales limpios. ¿Dónde están los pañales limpios, Frankie?

—No lo sé.

—No llevan más que trapos a modo de pañales —dice Minnie—. Voy a traer algunos de Maisie. Frankie, quítales esos trapos y tíralos.

Malachy quita el trapo a Oliver y yo forcejeo con Eugene. El imperdible está atascado, y cuando Eugene se retuerce, aquél se suelta, se le clava en la cadera y le hace llamar a mamá a gritos. Pero Minnie ha vuelto con una toalla, jabón y agua caliente. La ayudo a lavar la mierda seca y ella me deja espolvorear polvos de talco sobre la piel irritada de los gemelos. Ella dice que son unos niños buenos y que tiene una gran sorpresa para ellos. Sale al pasillo y vuelve con una cazuela de puré de patatas para todos. Las patatas tienen mucha sal y mantequilla, y yo me pregunto si hay alguna posibilidad de que Minnie llegue a ser mi madre para que yo pudiera comer siempre así. Si pudiera tener de madres a la señora Leibowitz y a Minnie al mismo tiempo, tendría toda la sopa y todo el puré de patatas que quisiera.

Minnie y la señora Leibowitz se sientan junto a la mesa. La señora Leibowitz dice que hay que hacer algo. Estos niños están descontrolados, y ¿dónde está el padre? Oigo que Minnie susurra que ha salido a beber. La señora Leibowitz dice que es terrible, terrible, cómo beben los irlandeses. Minnie dice que su Dan no bebe, que nunca toca el alcohol, y que Dan le dijo que cuando murió la niña ese pobre hombre, Malachy McCourt, iba como loco por la avenida Flatbush y por la avenida Atlantic, que lo echaron de todos los bares de la zona de la estación del ferrocarril de Long Island, que los policías lo habrían llevado a la cárcel si no fuera porque se trataba de la muerte de aquella nena encantadora.

—Aquí tiene cuatro niños encantadores —dice Minnie—, pero eso no lo consuela. Esa niña le había inspirado algo. Ni siquiera bebía desde que nació la niña, ¿sabe?, y eso era un milagro.

La señora Leibowitz quiere enterarse de dónde están las primas de mamá, aquellas mujeres grandes cuyos maridos son tan callados. Minnie las encontrará y les dirá que los niños están abandonados, descontrolados, que tienen el culo irritado y todo lo demás.

Dos días más tarde, papá regresa de su salida a comprar tabaco. Llega en plena noche, pero nos hace levantarnos de la cama a Malachy y a mí. Huele a alcohol. Nos hace ponernos firmes en la cocina. Somos soldados. Nos dice que debemos prometerle que moriremos por Irlanda.

—Sí, papá, sí.

Cantamos juntos
Kevin Barry:

En Mountjoy, un lunes por la mañana,

Muy alto, en el árbol de la horca,

Kevin Barry entregó su vida joven

Por la causa de la libertad.

Era un mozo de dieciocho veranos

Y nadie podrá negar

Que cuando marchaba a la muerte esa mañana

Iba con la cabeza bien alta.

Llaman a la puerta: es el señor MacAdorey.

—Och,
Malachy, por Dios, son las tres de la madrugada. Estás despertando a toda la casa con esas canciones.

—Och,
Dan, sólo estoy enseñando a los chicos a morir por Irlanda.

—Puedes enseñarles a morir por Irlanda de día, Malachy.

—Es urgente, Dan, es urgente.

—Ya lo sé, Malachy, pero no son más que niños. Niños pequeños. Ahora vete a la cama como un hombre honrado.

—¡A la cama, Dan! ¿Qué voy a hacer en la cama? Allí está día y noche su carita, su pelo negro y rizado y sus ojos azules encantadores. Ay, Jesús, Dan, ¿qué voy a hacer? ¿La mató el hambre, Dan?

—Claro que no. Tu señora la estaba criando. Dios se la llevó. Él tiene sus razones.

—Una última canción, Dan, antes de acostarnos.

—Buenas noches, Malachy.

—Vamos, chicos. Cantad.

Porque amaba a la patria,

Porque amaba la enseña verde,

Va a morir como un mártir

Con gesto orgulloso y alegre.

Fiel hasta el fin, fiel hasta el fin

Va por el camino que asciende;

El joven Roddy McCorley va a la muerte

Hoy, en el puente de Toome.

—Moriréis por Irlanda, ¿verdad, chicos?

—Sí, papá.

—Y nos reuniremos todos en el cielo con vuestra hermanita, ¿verdad, chicos?

—Sí, papá.

Mi hermano está de pie con la cara apoyada en una pata de la mesa, y está dormido. Papá lo levanta, atraviesa la habitación tambaleándose, lo deja en la cama junto a mi madre. Yo me subo a la cama, y mi padre, que todavía está vestido, se acuesta a mi lado. Yo tengo la esperanza de que me abrace, pero él sigue cantando la canción de Roddy McCorley y hablando a Margaret, «Ay, mi amorcito de pelo rizado y de ojos azules, te habría vestido de seda y te habría llevado al lago Neagh», hasta que entra la luz del día por la ventana y yo me quedo dormido.

Aquella noche viene a verme Cuchulain. Tiene posado en el hombro un gran pájaro verde que no deja de cantar las canciones de Kevin Barry y de Roddy McCorley, y a mí no me gusta ese pájaro porque le cae sangre de la boca cuando canta. Cuchulain lleva en una mano la
gae bolga,
la lanza que es tan pesada que sólo él puede arrojarla. En la otra mano lleva un plátano, que no deja de ofrecerle al pájaro, pero éste se limita a dar graznidos y a escupirle sangre. Es extraño que Cuchulain soporte a un pájaro así. Si los gemelos me escupieran sangre cuando yo les ofreciese un plátano, creo que les daría en la cabeza con el plátano.

A la mañana siguiente mi padre está sentado junto a la mesa de la cocina y yo le cuento mi sueño. Él me dice que antiguamente no había plátanos en Irlanda, y que, aunque los hubiera habido, Cuchulain no habría ofrecido nunca uno a aquel pájaro, porque era el que vino de Inglaterra a pasar el verano y se posó en su hombro cuando se estaba muriendo, apoyado en una piedra, y cuando los hombres de Erin, que es Irlanda, querían matarlo tenían miedo hasta que vieron que el pájaro se bebía la sangre de Cuchulain, y entonces supieron que podían atacarlo sin peligro, malditos sucios cobardes.

—De manera que debes desconfiar de los pájaros, Francis, de los pájaros y de los ingleses.

Mamá pasa casi todo el día acostada mirando a la pared. Cuando bebe té o come algo lo vomita en el cubo que está debajo de la cama y yo tengo que vaciarlo y lavarlo en el retrete del pasillo. La señora Leibowitz trae su sopa y un pan muy raro que está trenzado. Mamá intenta cortarlo con un cuchillo, pero la señora Leibowitz se ríe y le dice que basta con tirar con la mano. Malachy dice que es pan de tirar, pero la señora Leibowitz dice: «No, es
challah»,
y nos enseña a decirlo.

—Oy,
irlandeses... —dice, sacudiendo la cabeza—, podréis vivir para siempre y no aprenderéis a decir
challah
como los judíos.

Minnie MacAdorey trae patatas y repollos y, a veces, un trozo de carne.

—Och,
los tiempos son difíciles, Ángela, pero ese hombre encantador, el señor Roosevelt, encontrará puestos de trabajo para todos, y tu marido tendrá trabajo. Pobre hombre, no es culpa suya que haya una Depresión. Busca trabajo día y noche. Mi Dan tiene suerte, cuatro años trabajando para el ayuntamiento y no bebe. Se crió en Toome con tu marido. Algunos beben. Otros no. Es la maldición de los irlandeses. Ahora, come, Ángela. Recupérate de tu pérdida.

El señor MacAdorey dice a papá que hay trabajo en la WPA, y cuando consigue el trabajo hay dinero para comprar comida y mamá se levanta de la cama para limpiar a los gemelos y para darnos de comer. Cuando papá llega a casa oliendo a alcohol no hay dinero, y mamá le grita hasta que los gemelos se echan a llorar, y Malachy y yo salimos corriendo al parque infantil. Ésas noches, mamá vuelve a meterse en la cama y papá canta las canciones tristes que hablan de Irlanda. ¿Por qué no la sostiene en sus brazos y le ayuda a quedarse dormida como hacía con mi hermanita que se murió? ¿Por qué no canta una canción que hable de Margaret o una canción que seque las lágrimas de mamá? Todavía nos saca de la cama a Malachy y a mí y nos hace ponernos firmes en camisa y prometer que moriremos por Irlanda. Una noche quiso incluso hacer prometer a los gemelos que morirían por Irlanda, pero ellos ni siquiera saben hablar, y mamá le gritó:

—Loco, desgraciado, ¿no puedes dejar en paz a los niños?

Él nos ofrece cinco centavos para que nos compremos un helado si le prometemos morir por Irlanda, y nosotros se lo prometemos, pero nunca nos da los cinco centavos.

La señora Leibowitz nos da sopa y Minnie MacAdorey nos da puré de patatas, y las dos nos enseñan a cuidar a los gemelos, a lavarles el trasero y a lavar los pañales cuando están llenos de mierda. La señora Leibowitz los llama pañales y Minnie los llama picos, pero no importa cómo los llamen, porque los gemelos los llenan de mierda igual. Cuando mamá se queda en la cama y papá sale a buscar trabajo nosotros podemos hacer lo que queramos todo el día. Podemos subir a los gemelos a los columpios pequeños del parque y columpiarlos hasta que tienen hambre y lloran. El italiano me llama desde la acera de enfrente.

—Oye, Frankie, ven aquí. Ten cuidado al cruzar la calle. ¿Esos gemelos tienen hambre otra vez?

Nos da trozos de queso y de jamón y plátanos, pero yo ya no soy capaz de comer plátanos desde que el pájaro escupió sangre a Cuchulain.

El hombre dice que se llama señor Dimino y que aquella señora que está detrás del mostrador es su mujer, Ángela. Yo le digo que mi madre se llama así.

—¿En serio, chico? ¿Tu madre se llama Ángela? No sabía que los irlandeses tenían Ángelas. Oye, Ángela, su madre se llama Ángela.

Ella sonríe y dice:

—Qué bonito.

El señor Dimino me hace preguntas acerca de mamá y de papá y me pregunta quién nos prepara de comer. Yo le digo que la señora Leibowitz y Minnie MacAdorey nos dan comida. Le hablo de los pañales y los picos y de cómo se llenan de mierda igual, y él se ríe.

—Ángela, ¿lo oyes? Gracias a Dios que eres italiana, Ángela. Muchacho —me dice—, tengo que hablar con la señora Leibowitz. Tienes que tener parientes que se ocupen de vosotros. Cuando veas a Minnie MacAdorey, dile que venga a verme. Estáis descontrolados, chicos.

Hay dos mujeres grandes en la puerta.

—¿Quién eres? —me preguntan.

—Soy Frank.

—¡Frank! ¿Cuántos años tienes?

—Tengo cuatro años para cumplir cinco.

—No eres muy grande para tu edad, ¿verdad?

—No lo sé.

—¿Está tu madre en casa?

—Está en la cama.

—¿Qué hace en la cama en pleno día, con el día que hace?

—Está durmiendo.

—Bueno, vamos a pasar. Tenemos que hablar con tu madre.

Me rozan al pasar y entran en la habitación.

—Jesús, María y José, cómo huele aquí. Y ¿quiénes son estos niños?

Malachy se acerca corriendo a las mujeres grandes con una sonrisa. Cuando sonríe se ve lo blancos, lo rectos y lo bonitos que tiene los dientes y se ve también el azul brillante de sus ojos, el rosado de sus mejillas. Todo ello hace sonreír a las mujeres grandes, y yo me pregunto por qué no sonreían cuando hablaban conmigo.

—Yo soy Malachy —dice Malachy—, y éste es Oliver y éste es Eugene, son gemelos, y ése de allí es Frankie.

—Bueno, no tienes nada de tímido ¿verdad? —dice la mujer grande de pelo castaño—. Yo soy Philomena, prima de tu madre, y ésta es Delia, prima de tu madre. Yo soy la señora de Flynn y ella es la señora de Fortune, y así has de llamarnos.

—Cielo santo —dice Philomena—. Estos gemelos están desnudos. ¿No tenéis ropas para ellos?

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