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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Otros

Las enseñanzas de don Juan (23 page)

BOOK: Las enseñanzas de don Juan
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Tardé horas en calmarme. Ya no pude tomar asiento; trotaba de continuo en el mismo sitio. Tenía que respirar por la boca para recibir aire suficiente.

A las 11 a.m. don Juan volvió a salir. Yo iba a dar un salto, pero los movimientos eran
suyos
. Fue derecho a su sitio y se sentó como solía. Me miró y sonrió. ¡Era don Juan! Fui a él y, en vez de enojarme, besé su mano. Creía realmente que él no había actuado para crear un efecto dramático, sino que alguien lo había suplantado para hacerme daño o matarme.

La conversación se inició con especulaciones sobre la identidad de una persona
femenina
que supuestamente había tomado mi alma. Luego don Juan me pidió contarle cada detalle de mi experiencia.

Narré toda la secuencia de eventos en una forma muy deliberada. El rió todo el tiempo, como si fuera un chiste. Cuando terminé, dijo:

—Te fue bien. Ganaste la batalla por tu alma. Pero el asunto es más serio de lo que yo creía. Anoche tu vida no valía ni un carajo. Tu buena suerte fue que sabías lo suficiente y te defendiste. De no haber tenido un poco de preparación, ahorita estarías muerto, porque lo que te visitó anoche traía ganas de acabar contigo.

—¿Cómo es posible, don Juan, que alguien tomara la forma de usted?

—Muy sencillo. Lo que te visitó anoche es una diablera y tiene un buen ayudante del otro lado. Pero no fue muy buena para tomar mi apariencia, y tú diste con el truco.

—¿Un ayudante del otro lado es lo mismo que un aliado?

—No, un ayudante es la ayuda de un diablero. Un ayudante es un espíritu que vive del otro lado del mundo y ayuda al diablero a causar enfermedad y dolor. Lo ayuda a matar.

—¿Puede un diablero tener también un aliado, don Juan?

—Por supuesto, si son los diableros los que tienen aliados, pero antes de que un diablero pueda domar a un aliado, el diablero acostumbra tener un ayudante que lo auxilie en sus tareas.

—¿Y la mujer que tomó su forma, don Juan? ¿Tiene sólo ayudante y no aliado?

—No sé si tenga aliado o no. A algunas personas no les gusta el poder de un aliado y prefieren un ayudante. Domar un aliado es trabajo duro. Sale más fácil conseguir un ayudante del otro lado.

—¿Piensa usted que yo podría conseguir un ayudante?

—Para saberlo, tienes que aprender mucho más. Estamos otra vez al principio, casi como el primer día que viniste a pedirme hablar de Mescalito, y yo no podía porque no me habrías entendido ni una palabra. Ese otro lado es el mundo de los diableros. Creo que lo mejor será decirte lo que yo creo y siento, como lo hizo mi benefactor. El era diablero y guerrero; su vida se inclinaba hacia la fuerza y la violencia del mundo. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Esa. es mi naturaleza. Tú has visto mi mundo desde el principio. En cuanto a enseñarte el camino de mi benefactor, nada más puedo dejarte en la puerta, y tú tendrás que decidir solo; tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Debo reconocer ahora que cometí un error contigo. Habría sido mucho mejor, ahora lo veo, empezar como yo mismo empecé. Así es más fácil darse cuenta de cuán sencilla y a la vez cuán profunda es la diferencia. Un diablero es un diablero y un guerrero es un guerrero. O se puede ser las dos cosas. Hay bastante gente que es las dos cosas. Pero un hombre que sólo recorre los caminos de la vida lo es todo. Hoy no soy ni guerrero ni diablero. Para mí ya no hay nada de eso. Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento,

Hizo una pausa. Su rostro reflejaba un estado de ánimo peculiar; parecía inusitadamente serio. Yo no sabía qué preguntar ni qué decir.

Don Juan prosiguió:

—La cosa que hay que aprender es cómo llegar a la raja entre los mundos y cómo entrar en el otro mundo. Hay una raja entre los dos mundos, el mundo de los diableros y el mundo de los hombres vivos. Hay un lugar donde los dos mundos se montan el uno sobre el otro. La raja está allí. Se abre y se cierra como una puerta con el viento. Para llegar allí, un hombre debe ejercer su voluntad. Debe, diría yo, desarrollar un deseo indomable, una dedicación total. Pero debe hacerlo sin ayuda de ningún poder ni de ningún hombre. El hombre sólo debe reflexionar y desear hasta el momento en que su cuerpo esté listo para emprender el viaje. Ese momento se anuncia con un temblor prolongado de los miembros y vómitos violentos. Por lo general, el hombre no puede dormir ni comer, y se va gastando.

Cuando las convulsiones ya no cesan, el hombre está listo para partir, y la raja entre los mundos aparece enfrente de sus ojos como una puerta monumental: una rendija que sube y baja. Cuando se abre, el hombre tiene que-colarse por ella. Del otro lado de esa frontera es difícil distinguir. Hace viento, como polvareda. El viento se arremolina. El hombre debe entonces caminar en cualquier dirección. El viaje será corto o largo, según su fuerza de voluntad. Un hombre de voluntad fuerte hace viajes cortos. Un hombre débil, indeciso, viaja largo y con dificultades. Después de este viaje, el hombre llega a una especie de meseta. Se pueden distinguir con claridad algunos de sus rasgos. Es un plano encima de la tierra. Se le reconoce por el viento, que allí sopla todavía más fuerte: golpea, ruge por todo el derredor. En la parte más alta de esa meseta está la entrada al otro mundo. Y hay una especie de piel que separa los dos mundos; los muertos la atraviesan sin ruido, pero nosotros tenemos que romperla con un grito. El viento reúne fuerza, el mismo viento indómito que sopla en la meseta. Cuando el viento ha juntado fuerza suficiente, el hombre tiene que gritar y el viento lo empuja al otro lado. Aquí también su voluntad debe ser inflexible, para poder combatir al viento. Todo lo que necesita es un empujón suave, y no que el viento lo mande al fin del otro mundo. Una vez que está del otro lado, tiene que vagar por allí. Su buena suerte sería encontrar un ayudante cerca, no muy lejos de la entrada. El hombre tiene que pedirle ayuda. En sus propias palabras, tiene que pedir al ayudante que lo instruya y lo haga diablero. Cuando el ayudante acepta, mata al hombre allí mismo, y mientras está muerto le enseña. Cuando hagas el viaje, a lo mejor encuentras a un gran diablero en el ayudante que te mate y te enseñe; eso depende de tu suerte. Pero las más de las veces uno encuentra brujos de mala muerte sin gran cosa que enseñar. Pero ni tú ni ellos tienen el poder de negarse. El mejor de los casos es hallar un ayudante macho para no caer en manos de una diablera que lo haga a uno sufrir en forma increíble. Las mujeres siempre son así. Pero eso depende de la pura suerte, a no ser que el benefactor de uno sea también un gran diablero, caso en el cual tendrá muchos ayudantes en el otro mundo y puede mandarlo a uno a ver a un ayudante en particular. Mi benefactor era uno de esos hombres.

"Me guió al encuentro de su espíritu ayudante. Después de que regreses, ya no serás el mismo. Estás comprometido a volver y a ver seguido a tu ayudante. Y estás comprometido a alejarte más y más de la entrada, hasta que por fin un día irás demasiado lejos y no podrás regresar. A veces un diablero pesca un alma y la empuja por la entrada y la deja a la custodia de su ayudante mientras él le roba a la persona toda su voluntad. En otros casos, el tuyo por ejemplo, el alma pertenece a una persona de voluntad fuerte, y el diablero sólo puede guardarla en su morral, porque es demasiado difícil llevársela al otro lado. En tales casos, como en el tuyo, una batalla puede resolver el problema: una batalla en que el diablero se juega el todo por el todo. Esta vez perdió el combate y tuvo que soltar tu alma. De haber ganado, se la llevaba a su ayudante para que se quede con ella."

—Pero ¿cómo le gané?

—No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La diablera escogió el momento en que yo no estaba como la mejor hora para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu propia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.

—¿Cómo me habría matado de haberme movido?

—Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando.

—¿Qué va a suceder ahora, don Juan?

—Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla-Anoche aprendiste muchas cosas.

Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había terminado. Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el sentimiento de que la reconocería. Pero no pude.

Ese mismo día, empezando a anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio instrucciones largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. Oí un crujir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más Cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme, Mis rodillas se vencieron; caí por tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas.

Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico; y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable.

Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefactor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.

FIN

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