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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (5 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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El hombre con el cráneo reconstruido digirió esto, y luego preguntó:

—La oímos cuando piensa, ¿es cierto, usted?

—Exactamente.

—¿Pero usted no nos oye a nosotros?

—Nunca. Soy telépata en un solo sentido.

—¿Todos la oímos, o yo solo, eso es todo?

—Eso depende, sargento Logan. Cuando me estoy concentrando, tan sólo aquel en quien estoy pensando; cuando divago, todos y cualquiera... pobrecillos. Excúseme —Robin se giró y llamó—: No dude antes de saltar. Primero Harris. Eso hace empezar a dudar, y el dudar termina con el jaunteo. Tan sólo dé un paso al frente y salga disparado.

—A veces me preocupa, señora —contestó un sargento primero con la cabeza vendada. Obviamente, está remoloneando en el borde de la plataforma de jaunteo.

—¿Le preocupa? ¿El qué?

—Quizás haya alguien en el sitio al que yo llegue. Entonces habría un verdadero infierno de explosión, señora. Perdóneme.

—Pero si ya se lo he explicado más de cien veces. Los expertos han calculado cada una de las plataformas de jaunteo del mundo para que puedan acomodar el tráfico de las horas punta. Es por esto por lo que las privadas son pequeñas, mientras que la estación de Times Square tiene doscientos metros de ancho. Todo esto ha sido estudiado matemáticamente y no hay más que una posibilidad entre diez millones de una llegada simultánea. Ésa es una posibilidad inferior a la que tiene cualquiera de morir en un accidente de avión.

El vendado subalterno agitó dubitativamente la cabeza y subió a la plataforma. Era de cemento blanco, redonda y decorada con brillantes dibujos blancos y negros que servían como ayuda para la memoria. En el centro había una placa iluminada que proclamaba su nombre y las coordenadas jáunticas de latitud, longitud y elevación.

En el momento en que el hombre vendado estaba acopiando coraje para su primer jaunteo, la plataforma comenzó a parpadear con un repentino aluvión de llegadas y partidas. Las figuras aparecían momentáneamente mientras llegaban jaunteando, dudaban mientras comprobaban los alrededores y escogían nuevas coordenadas, tras lo cual desaparecían de nuevo al irse jaunteando. A cada desaparición se oía un débil «pop» mientras el aire desplazado se precipitaba al espacio previamente ocupado por el cuerpo.

—Esperen —advirtió Robin—. Hay una acumulación de tráfico. Salgan todos de la plataforma, por favor.

Trabajadores ataviados con pesadas ropas de trabajo, todavía salpicadas de nieve, se dirigían hacia el sur a sus hogares tras una jornada en los bosques del norte. Cincuenta empleados de una lechería, vestidos de blanco, se dirigían hacia St. Louis. Seguían la mañana desde la zona de tiempo del Este a la zona del Pacífico. Y de la Groenlandia oriental, donde ya era el mediodía, llegaba una horda de oficinistas hasta New York, pues era su hora de comida.

La acumulación duró tan sólo unos momentos.

—De acuerdo —dijo Robin—. Continuaremos. Vaya, ¿dónde está el señor Foyle? Siempre parece faltar.

—Con una cara como la que tiene, no puede acusarle por esconderla, señora. Allá en el hospital cerebral le llamábamos Mascarón.

—¿Verdad que se le ve horroroso, sargento Logan? ¿No pueden quitarle esas señales?

—Están tratando, señorita Robin, pero aún no saben cómo hacerlo. Se llaman «tatuajes» y hace tiempo que fueron olvidados, eso es todo.

—¿Y cómo adquirió el señor Foyle su rostro?

—Nadie lo sabe, señorita Robin. Está allá en cerebral porque perdió la cabeza, él. No puede recordar nada. Yo, en persona, si tuviera una cara como ésa tampoco querría recordar nada.

—Es una pena. Se le ve horrible. Sargento Logan, ¿supone acaso que pueda haber dejado escapar un pensamiento acerca del señor Foyle y herido sus sentimientos?

El pequeño hombre con el cráneo de platino consideró el asunto.

—No, señora. No podría herir los sentimientos de nadie, usted. Y Foyle no tiene nada que herir, él. Es tan sólo un gran buey tonto, eso es todo.

—Tengo que ser tan cuidadosa, sargento Logan. ¿Sabe?, a nadie le gusta saber lo que otra persona piensa verdaderamente de él. Imaginamos que lo sabemos, pero no lo sabemos. Esta telemisión mía hace que me aborrezcan. Y que me dejen sola. Yo... por favor, no me escuchen. Tengo dificultades en controlar mi pensamiento. ¡Ah! Aquí está usted, señor Foyle. ¿Por dónde ha estado escondido?

Foyle había jaunteado a la plataforma y bajó de ella silenciosamente, evitando mostrar su horrible rostro.

—Practicando, yo —murmuró.

Robin reprimió el estremecimiento de revulsión que la recorrió y se le acercó con cordialidad. Lo tomó por el brazo.

—Debería estar con nosotros más tiempo. Somos todos amigos y lo estamos pasando muy bien. Únase a nosotros.

Foyle no quiso encontrar su mirada. Mientras retiraba hoscamente el brazo, Robin se dio cuenta repentinamente de que la manga estaba empapada. Todo su uniforme del hospital estaba empapado.

—¿Mojado? Ha estado en alguna parte en que llovía. Pero he visto los informes del tiempo de esta mañana. No hay lluvia al este de St. Louis. Así que tiene que haber jaunteado más allá. Pero se supone que no puede. Se supone que ha perdido toda la memoria y la habilidad de jauntear. Nos está engañando.

Foyle saltó sobre ella.

—¡Cállese, usted! —la salvaje expresión de su rostro era aterrorizadora.

—Entonces, nos está engañando.

—¿Qué es lo que sabe?

—Que es usted tonto. Deje de hacer una escena.

—¿La oyeron?

—No lo sé. Déjeme —Robin se apartó de Foyle—. De acuerdo, ya hemos terminado por hoy. Todos de vuelta a la escuela para ir a coger el autobús del hospital. Usted jauntea el primero, sargento Logan. Recuerde: L-E-S. Localización. Elevación. Situación...

—¿Qué es lo que quiere? —gruñó Foyle—. ¿Hacerme chantaje?

—Cállese. Deje de hacer una escena. No lo dude ahora. Subalterno Harris. Dé un paso y jauntee.

—Quiero hablar con usted.

—Naturalmente que no. Espere su turno, señor Peters. No tenga tanta prisa.

—¿Va a dar parte de mí al hospital?

—Naturalmente.

—Quiero hablar con usted.

—No.

—Ya se han ido ahora, todos. Tenemos tiempo. La veré en su apartamento.

—¿Mi apartamento? —Robin estaba verdaderamente asustada.

—En Green Bay, Wisconsin.

—Esto es absurdo. No tengo nada que discutir con este...

—Tiene mucho, señorita Robin. Tiene una familia que discutir.

Foyle sonrió ante el terror que ella irradiaba.

—La veré en su apartamento —repitió.

—No puede saber dónde está —tartamudeó.

—Se lo acabo de decir, ¿no es así?

—U... usted no puede de ninguna manera jauntear tan lejos. Usted...

—¿No? —La máscara sonrió—. Usted misma acaba de decir que los estaba engañando. Usted dijo la verdad, usted. Tenemos media hora. La veré allí.

El apartamento de Robin Wednesbury estaba situado en un tremendo edificio solitario situado junto a la orilla de Green Bay. La casa de apartamentos se veía como si un mago la hubiese tomado del área residencial de una ciudad y abandonado en medio de los pinos de Wisconsin. Los edificios como éste eran lo común en un mundo que jaunteaba. Con instalaciones de energía autosuficientes para proporcionar el calor y la luz, y el jaunteo para resolver el problema del transporte, las viviendas, individuales o múltiples, eran construidas en el desierto, en los bosques y en las montañas.

El apartamento en sí mismo era un piso de cuatro habitaciones, bien aislado para proteger a los vecinos de las telemisiones de Robin. Estaba abarrotado de libros, música, pinturas y grabados... todo ello evidencia de la culta y solitaria vida de esta desafortunada telépata en el sentido equivocado.

Robin jaunteó al cuarto de estar del departamento algunos segundos después de Foyle, que la estaba esperando con feroz impaciencia.

—Así que ahora ya lo sabe seguro —comenzó sin preámbulos. Le asió un brazo en forma dolorosa—. Pero no va a contar a nadie del hospital acerca de mí, señorita Robin. A nadie.

—¡Déjeme ir! —Robin le golpeó en el rostro—. ¡Bestia! ¡Salvaje! ¡No se atreva a tocarme!

Foyle la soltó y dio un paso atrás. El impacto de su revulsión lo hizo volverse, enfadado, para ocultar su rostro.

—Así que ha estado engañándonos. Sabe cómo jauntear. Ha estado jaunteando todo el tiempo mientras pretendía aprenderlo en la clase para principiantes... Dando grandes saltos por el país, o por el mundo, yo qué sé.

—Sí. Voy desde Times Square al Columbus Circus pasando por... por casi todas partes, señorita Robin.

—Y es por eso por lo que siempre lo echamos en falta. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere hacer?

La expresión de astucia de un poseído apareció en la horrible faz.

—Estoy metido en el Hospital General, yo. Es mi base de operaciones, ¿comprende? Estoy arreglando algo, señorita Robin. Tengo una deuda que pagar, yo. Tengo que encontrar dónde está cierta nave. Ahora tengo que pagar una deuda. Yo no te dejaré pudrir, Vorga. Yo te mataré, Vorga. ¡Te mataré lentamente!

Dejó de gritar y la contempló con salvaje triunfo. Robin retrocedió alarmada.

—Por la gracia de Dios, ¿de qué está hablando?

—Vorga. Vorga-T: 1339. ¿Oyó alguna vez hablar de ella, señorita Robin? Hallé de dónde era por el registro de naves de Bo'nes & Uig. Bo'nes & Uig están en SanFran. Fui allí, yo, cuando usted nos estaba enseñando las plataformas de jaunteo del centro. Fui a SanFran, yo. Encontré al Vorga, yo. Está en el dique de Vancouver. Es propiedad de Presteign de los Presteign. ¿Ha oído hablar de él, señorita Robin? Presteign es el hombre más grande de la Tierra, eso es todo. Pero no me detendré. Mataré a Vorga lentamente. Y usted tampoco me detendrá, señorita Robin.

Foyle aproximó su rostro al de ella.

—Porque me cubro, señorita Robin. Cubro todos los puntos débiles de la línea. Tengo algo contra cada uno de los que pueden detenerme antes de que mate a Vorga... incluyéndola a usted, señorita Robin.

—No.

—Sí. Encontré dónde vivía. Lo saben en el hospital. Vine aquí y di una ojeada. Leí su diario, señorita Robin. Tiene una familia en Calisto, madre y dos hermanas.

—¡Por Dios!

—Así que eso la convierte en una ciudadana de un beligerante enemigo. Cuando comenzó la guerra, usted y todos los demás tuvieron un mes para salir de los Planetas Interiores e irse a casa. Los que no lo hicieron se convirtieron en espías, según la ley —Foyle abrió la mano—. La tengo aquí, muchacha —cerró la mano.

—Mi madre y mis hermanas han estado tratando de salir de Calisto desde hace un año y medio. Somos de aquí. Nosotras...

—La tengo aquí —repitió Foyle—. ¿Sabe lo que les hacen a los espías? Les sacan informaciones. La despedazarían, señorita Robin. La desmontarían pieza a pieza...

La muchacha negra aulló. Foyle asintió sonriente y la asió por los hombros.

—La tengo; eso es todo, muchacha. Ni siquiera puede escapar de mí, porque todo lo que tengo que hacer es informar a Inteligencia y, ¿qué le pasaría? No hay nada que nadie pueda hacer para detenerme; ni siquiera en el hospital, ni aún el mismo Sagrado y Poderoso Señor Presteign de los Presteign.

—Salga, sucia, horrorosa... cosa, ¡Salga!

—¿No le gusta mi cara, señorita Robin? Tampoco puede hacer nada contra eso.

Repentinamente la tomó en sus brazos y la llevó a un sofá. La arrojó contra él.

—Nada —repitió.

Dedicado al principio del derroche conspicuo en el que se basa toda la sociedad, Presteign de los Presteign había equipado su mansión victoriana en el Central Park con elevadores, teléfonos, montaplatos y todos los otros aparatos que hacen fácil el trabajo que el jaunteo había hecho pasar de moda. Los sirvientes de aquel gigantesco castillo caminaban obligatoriamente de habitación en habitación, abriendo y cerrando las puertas y subiendo las escaleras.

Presteign de los Presteign se levantó, se vistió con la asistencia de su ayuda de cámara, y su barbero lo acicaló; descendió al salón de las mañanas con la ayuda de un ascensor y desayunó, asistido por un mayordomo, un lacayo y camareras. Abandonó el salón de las mañanas y entró en su estudio. En una época en la que los sistemas de comunicación estaban prácticamente extintos, cuando era mucho más fácil el jauntear directamente a la oficina de un hombre para una discusión que el telefonear o el telegrafiar, Presteign todavía mantenía una anticuada centralita telefónica, con su operadora, en su estudio.

—Póngame con Dagenham —dijo.

La operadora se atareó y al final logró línea con la Dagenham Couriers, Inc. Ésta era una organización, valorada en un centenar de millones de créditos, de empleados jaunteadores que se garantizaba que realizaban cualquier servicio, público o confidencial, para cualquier cliente. Su tarifa era un crédito por kilómetro. Dagenham garantizaba el que uno de sus correos podía dar la vuelta al mundo en ochenta minutos.

Ochenta segundos después de la llamada de Presteign un correo de Dagenham apareció en la plataforma privada de jaunteo situada fuera de la mansión, y fue identificado y admitido a través del laberinto a prueba de jaunteos situado tras la entrada. Como cada uno de los miembros de la plantilla de Dagenham, era un jaunteador de clase M, capaz de teleportarse un millar de kilómetros por salto, indefinidamente, y familiarizado con millares de coordenadas de jaunteo. Era, además, un especialista en trapacerías y marrullerías, entrenado hasta lograr la incisiva eficiencia y arrojo que caracterizaba a los Correos de Dagenham y que reflejaba la falta de escrúpulos de su fundador.

—¿Presteign? —dijo, sin perder tiempo en protocolos.

—Quiero alquilar a Dagenham.

—Estoy dispuesto, Presteign.

—No a usted. Quiero a Saúl Dagenham en persona.

—El señor Dagenham ya no presta servicios personales por menos de 100.000 créditos.

—El total será cinco veces superior.

—¿Honorarios o porcentaje?

—Ambos. Un cuarto de millón de honorarios, y un cuarto de millón garantizado como adelanto del diez por ciento de la cantidad total arriesgada.

—Aceptado. ¿El asunto?

—Piros.

—Deletréelo.

—¿No significa nada ese nombre para usted?

—No.

—Bien. Dagenham sabrá de qué hablo. Piros. P mayúscula, I, R, O, S. Dígale a Dagenham que hemos localizado el Piros. Lo contrato para conseguirlo... a cualquier costo... a través de un hombre llamado Foyle. Gulliver Foyle.

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