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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (8 page)

BOOK: Las Marismas
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Elín se quedó en silencio.

—¿No es extraño cómo trabaja la mente? —preguntó, como si estuviera pensando en voz alta.

Erlendur no sabía qué contestar.

—Fui yo quien la encontró —siguió Elín—. Ella lo había previsto así. Me llamó por teléfono pidiéndome que fuera a verla por la noche. Hablamos un ratito. Siempre tenía cuidado con qué decía por lo de la depresión, pero últimamente parecía que había mejorado. Como si se disipara la niebla. Como si fuese a poder enfrentarse a la vida de nuevo. Aquel día no detecté nada en su voz que indicara que iba a suicidarse. Todo lo contrario. Hablamos sobre el futuro. Íbamos a hacer un viaje juntas. Cuando la encontré, de su rostro emanaba una paz que no le había visto en mucho tiempo. Paz y conciliación. Sin embargo, sé que no había paz en su alma.

—Tengo que preguntarte una cosa, y no volveré a mencionarla —dijo Erlendur—, pero necesito oír tu respuesta.

—¿Qué quieres preguntar?

—¿Sabes algo acerca del asesinato de Holberg?

—No, no sé nada.

—¿Y no has tenido nada que ver, directa o indirectamente?

—No.

Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes.

—El epitafio que eligió para su hija hablaba de los enemigos —dijo Erlendur.

—«Guarda mi vida del temor al enemigo.» También eligió su propio epitafio, aunque ahora no figure en su lápida.

Elín abrió uno de los cajones de un bonito armario de cristal y sacó una pequeña caja negra. La abrió con llave y extrajo un sobre del que sacó una hoja.

—Encontré esto sobre la mesa de la cocina la noche que murió, pero no estoy muy segura de que lo hubiera escogido para su lápida. Lo dudo. Hasta que lo encontré creo que no fui consciente de lo mucho que sufría.

Le dio la hoja a Erlendur y él leyó las primeras tres palabras del salmo que había visto en la Biblia.

Escucha, ¡oh, Dios!

Capítulo 12

Cuando Erlendur llegó a su casa por la noche, su hija, Eva Lind, estaba sentada ante la puerta y parecía dormida. Le habló, intentando despertarla. No reaccionaba, así que se agachó para cogerla y entró con ella en brazos. No sabía si estaba dormida o bajo los efectos de la droga. La acomodó en el sofá del salón. Respiraba con regularidad. El pulso parecía normal. La miró fijamente un buen rato pensando qué hacer. Sobre todo le habría gustado bañarla. Olía mal, tenía las manos sucias y el pelo enredado y mugriento.

—¿Dónde habrás estado? —suspiró Erlendur.

Se sentó en un sillón a su lado, todavía sin quitarse ni el abrigo ni el sombrero. Pensando en su hija se quedó profundamente dormido.

No tenía ningunas ganas de despertarse cuando Eva Lind lo sacudió por la mañana. No quería soltar los restos de un sueño que le producía la misma angustia que el de la noche anterior. Sabía que era el mismo sueño, pero no era capaz de fijarlo en su mente y acordarse. Lo único que le quedaba era una angustia y un malestar que no desaparecían hasta despertarse del todo.

Aún no eran las ocho de la mañana y fuera estaba todavía oscuro. No parecía que fuese a cesar la lluvia ni el viento otoñal. Con gran sorpresa Erlendur sintió el aroma a café recién hecho, así como olor a vaho, como si alguien se hubiese bañado. Vio que Eva Lind llevaba puesta una camisa de él y unos tejanos viejos que se sujetaba con un cinturón apretado. Iba descalza y limpia.

—Anoche tenías un aspecto estupendo —dijo Erlendur, y se arrepintió enseguida.

Después pensó que tendría que haber dejado de ser considerado con ella hacía tiempo.

—He tomado una decisión —dijo Eva Lind entrando en la cocina—. Voy a hacerte abuelo. El abuelo Erlendur, ése eres tú.

—¿Y la de ayer fue tu última juerga, o qué?

—¿Te parece bien que venga a vivir aquí por algún tiempo? Sólo mientras me busco otro sitio.

—Por mí está bien.

Se sentó con ella a la mesa de la cocina, y tomó a sorbitos el café que le había preparado.

—¿Y por qué llegaste a esta conclusión?

—Por nada.

—¿Por nada?

—¿Puedo estar aquí contigo?

—Tanto tiempo como quieras. Ya lo sabes.

—¿Entonces serás capaz de dejar de hacerme preguntas? ¿Dejar de interrogarme? Es como si siempre estuvieras trabajando.

—Siempre estoy trabajando.

—¿Has encontrado a la chica de Gardabaer?

—No. Eso no es prioritario. Ayer hablé con su marido. No sabe nada. La chica dejó un mensaje diciendo que él era horrible y «¿qué he hecho?».

—Alguien la estaría chinchando en la fiesta.

—¿Chinchando? ¿Y eso qué quiere decir?

—¿Qué se puede hacer en una boda para conseguir que la novia se largue?

—No lo sé —dijo Erlendur sin interés—. A no ser que el novio magreara a las damas de honor delante de ella. Estoy contento de que vayas a tener el niño. Tal vez eso te ayude a salir de tu círculo vicioso. Ya era hora.

Silencio.

—Me asombra ver lo animada que estás ahora, teniendo en cuenta tu estado de ayer —contestó Erlendur al cabo de un rato.

Lo dijo tan suavemente como pudo, pero sabía que si todo fuese normal Eva Lind no brillaría como un día soleado, ni se habría bañado, ni se esforzaría en fingir que en su vida sólo aspiraba a ocuparse de su padre. Ella lo miraba. Pensó que en cualquier momento se levantaría y le soltaría el discurso. Pero no lo hizo.

—Me he traído unas cuantas pastillas —dijo ella muy tranquila—. Esto no se arregla por sí solo. Y tampoco de golpe. Se necesita tiempo y lo haré a mi manera.

—¿Y el niño?

—Lo que yo tomo no le va a hacer daño. No voy a hacerle daño al niño. Quiero tenerlo.

—¿Y qué sabes tú del daño que la mierda esa de la droga puede hacerle a un embrión?

—Lo sé.

—Haz lo que quieras. Tómate algo, desengánchate… o como se llame lo que hacéis, quédate aquí en el piso, cuídate. Yo puedo…

—No —dijo Eva Lind—. Tú no harás nada. Tú seguirás con tu vida y dejarás de espiarme. No te volverás a meter en lo que yo haga. Si no estoy en casa cuando llegues, no importa. Si vengo tarde o no vengo, harás como si nada. Si no estoy aquí, no estoy aquí y punto.

—¿Así que no es asunto mío?

—Nunca ha sido asunto tuyo —respondio Eva Lind, y tomó un sorbo de su café.

En ese momento sonó el teléfono. Erlendur se apresuró a cogerlo. Era Sigurdur Óli, que llamaba desde su casa.

—Ayer no te encontré —dijo.

Erlendur se acordó de que había desconectado el móvil mientras hablaba con Elín en Keflavík y después no había vuelto a conectarlo.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Ayer hablé con un hombre llamado Hilmar. Un camionero que pasaba algunas noches en casa de Holberg en Las Marismas. Pausas de descanso, las llaman. Me dijo que Holberg era un buen compañero, que no podía quejarse de él y que era popular entre los otros trabajadores. Un hombre atento, social, bla, bla, bla. No podía imaginar que hubiera tenido enemigos, aunque subrayó que no lo había conocido demasiado bien, personalmente. Después de hacerme escuchar todas esas alabanzas me dijo que, la última vez que estuvo en su casa, hace unos diez días, Holberg no estaba como siempre. Que se había comportado de un modo extraño.

—¿Extraño?

—Según Hilmar, se mostró poco dispuesto a contestar al teléfono. Le contó que un individuo no dejaba de molestarle llamándole continuamente. Hilmar declaró que pasó la noche del domingo con él y que Holberg le había pedido que cogiera el teléfono una vez. Lo hizo, pero el que llamaba colgó enseguida al darse cuenta de que no era la voz de Holberg la que contestaba.

—¿Podemos averiguar quién ha llamado a Holberg últimamente?

—Lo estoy investigando. Y otra cosa. He conseguido de la compañía telefónica la lista de llamadas que hizo Holberg desde su casa y hay una cosa interesante.

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de su ordenador?

—Sí.

—No lo encendimos.

—No. Eso lo hacen los técnicos.

—¿Te fijaste en si tenía conexión telefónica?

—No.

—La mayoría de las llamadas de Holberg, la gran mayoría, estaban hechas a través de internet. Se pasaba los días conectado a internet.

—¿Qué significa eso? —preguntó Erlendur, que lo ignoraba casi todo en cuanto a ordenadores.

—Tal vez lo averigüemos cuando encendamos su ordenador —contestó Sigurdur Óli.

Llegaron a la casa de Holberg en Las Marismas al mismo tiempo. La cinta policial amarilla había desaparecido y nada indicaba que había sido el escenario de un crimen. Ninguna luz en los pisos de arriba. Los vecinos no parecían estar en casa. Erlendur tenía llave. Entraron y se dirigieron directamente al ordenador. Lo encendieron y al momento empezó a zumbar.

—Es un ordenador bastante bueno —dijo Sigurdur Óli, pero luego decidió no entrar en detalles sobre su tamaño y demás características. Con alguna dificultad, había logrado obtener los datos y la contraseña de Holberg del servidor de internet—. Okay —añadio—, vamos a ver si tenía Netscape, una de las maneras de entrar en la red cuando ya estás conectado al servidor. Aprietas «inicio» y después «programas». Mira, ya tenemos la pantalla de internet y aquí está Netscape. Miremos a ver si guarda algo archivado en «favoritos»; sí, un montón, un maldito montón. Desde «favoritos» es muy fácil buscar las direcciones que visitas más a menudo. Como ves, la lista es larga. Me parece que casi todo son ofertas de servicios pornográficos: alemanes, holandeses, suecos, americanos. Es posible que se haya bajado algo de eso al disco duro. Vamos a minimizarlo, volvemos a «inicio» y «programas» y abrimos Windows Explorer. Aquí está lo del disco duro. ¡Ya!

—¿Ya qué? —preguntó Erlendur.

—El disco duro está más que lleno.

—¿Lo que significa?

—Se necesita una enorme cantidad de archivos para llenar el disco duro. Debe de haber un montón de películas grabadas. Aquí hay algo que él llama «a-películas3». ¿Miramos a ver qué es?

—Naturalmente.

Sigurdur Óli abrió el documento y apareció una pequeña ventana con una película. La miraron un rato. Era una secuencia de una película porno.

—¿Eso que sujetaban encima de ella era una cabra? —preguntó Erlendur incrédulo.

—Hay 312 archivos de películas A —dijo Sigurdur Óli—. Podrían ser secuencias como ésta, incluso películas enteras.

—¿Películas A? —preguntó Erlendur.

—No sé qué significa —contestó Sigurdur Óli—. Quizá películas de animales. Aquí hay películas G. ¿Miramos, por ejemplo, «g-película88»? Hacer dos veces clic en «archivo», maximizar la imagen…

—Cli…

Erlendur se calló a media frase, cuando aparecieron cuatro hombres follando en la pantalla de diecisiete pulgadas.

—Películas G serán seguramente películas gay —dijo Sigurdur Óli cuando acabó la secuencia—. Porno para homosexuales.

—El hombre debía de estar obsesionado con eso —sugirió Erlendur—. ¿Cuántas películas hay en total?

—Aquí hay más de mil archivos, pero podría haber muchos más.

El móvil de Erlendur sonó en el bolsillo. Era Elinborg. Al parecer había investigado a los dos hombres que estuvieron con Holberg en la fiesta, la noche en la que Kolbrún dijo haber sufrido la violación. Elinborg contó a Erlendur que uno de esos hombres, Grétar, desapareció hace muchos años.

—¿Desaparecido? —dijo Erlendur.

—Sí. Otra de nuestras desapariciones.

—¿Y el otro?

—El otro está en el penal de Litla Hraun —respondió Elinborg—. Un hombre conflictivo desde siempre. Le queda por cumplir un año de una condena de cuatro.

—¿Por qué fue condenado?

—Por un montón de cosas de mierda.

Capítulo 13

Hablaron del ordenador con los técnicos. Se tardaría un tiempo considerable en investigar todos los datos. Erlendur pidio que se repasara cada documento, que se clasificara y se registrara minuciosamente el contenido. Después de hablar con los técnicos, Erlendur y Sigurdur Óli se pusieron en marcha hacia Litla Hraun. Tardaron más de una hora en llegar. La visibilidad era mala y había una capa de hielo sobre la carretera, así que conducían con cautela. La temperatura subió un poco cuando bajaron de la meseta. Cruzaron el río de Ólfusá y enseguida vieron los dos edificios carceleros elevarse de la tierra cascajosa a través de la neblina. El más antiguo era un edificio de hormigón de tres plantas, pintado de blanco y con varios tejados a dos aguas. Durante muchos años los tejados fueron de hierro ondulado pintado de rojo y desde lejos la cárcel parecía una enorme granja, típicamente islandesa. Ahora estaban sido pintados de gris para que hicieran juego con el edificio nuevo, construido al lado. Éste era moderno y sólido, cubierto de acero, de color gris azulado y coronado por una torre.

«Cómo cambian los tiempos», pensó Erlendur.

Elinborg había anunciado la visita a la dirección del centro y había comunicado a quién querían ver. El director los recibió y acompañó hasta su despacho. Quería darles información sobre el preso antes de que hablaran con él. Les dijo que llegaban en el peor momento. El preso estaba cumpliendo un castigo de aislamiento por atacar, junto con otros dos reclusos, a un condenado pederasta recién llegado a la prisión. Casi lo había matado. Dijo preferir no entrar en detalles, pero quería que estuvieran al tanto de la situación, que supieran que se interrumpía el aislamiento y que probablemente el preso se mostraría algo inestable. Después de la reunión con el director los acompañaron a una sala que solía utilizarse para visitas. Se sentaron a esperar a que trajeran al preso.

Su nombre era Ellidi, tenía cincuenta y seis años y era un delincuente habitual. Erlendur lo conocía, él mismo lo había llevado alguna vez hasta la prisión. Había tenido vanos trabajos en su miserable vida. Había sido marinero, tanto en barcos de pesca como en mercantes, donde aprovechó para dedicarse al contrabando de alcohol y drogas, por lo cual fue finalmente condenado. Ellidi también había intentado cobrar fraudulentamente unas pólizas de seguros, después de incendiar y hundir un barco de veinte toneladas en el sudoeste de Islandia. Tres marineros «sobrevivieron», pero por imprudencia el cuarto hombre del grupo se quedó encerrado en la sala de máquinas y se hundió con el barco; el delito se descubrió cuando los buceadores de la investigación encontraron la evidencia de que el fuego se había iniciado en tres lugares distintos al mismo tiempo. Ellidi fue a prisión condenado a cuatro años por fraude, homicidio involuntario y algunos delitos menores que tenía acumulados en la fiscalía. Estuvo encerrado dos años y medio aquella vez.

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