Read Las sirenas del invierno Online

Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (10 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
12.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Estabas muy unida a ellos? —preguntó.

—No —le espetó la chica y, al cabo de un momento, añadió—: Por lo menos a lord Tracy. Siempre estaba enfadado por algo. Lady Eleanor era otra cosa.

Ella asintió, observando cómo Lily paseaba la mirada por el vestíbulo y el pasillo vacíos. Joey había dedicado algún pensamiento a los ancianos señores Tracy y sus hijos, ya mayores, embalando con gesto serio todo lo que significaba algo para ellos antes de dejar su hogar en manos de unos desconocidos. Pero aquella casa había formado parte también de la vida de Lily.

Cruzaron el vestíbulo en dirección a la gran escalinata. La chica cogió aire bruscamente.

—¿Qué? —preguntó Joey.

—El cuadro de la princesa —contestó, señalando un hueco vacío en la pared del descansillo.

—¿Qué princesa?

—En realidad no era una princesa —respondió Lily con desprecio, retomando su actitud adolescente—. Era sólo una chica con un bonito vestido. Y un precioso pelo rojo.

—Tú sí que tienes un pelo precioso.

—Yo detesto mi pelo —repuso, deteniéndose en mitad de los escalones para mirarla.

—Pero ¿por qué? Donde yo vivo, las mujeres matarían por tener ese color.

—Pienso teñírmelo de negro el año que viene, cuando cumpla dieciséis y mi padre no pueda impedírmelo.

—¡No! —chilló Joey—. No puedes hacer eso. No te imaginas hasta dónde estarían dispuestas a llegar algunas mujeres por esos reflejos rojizos. ¡Prométeme que no te lo tocarás!

—¡De eso nada! —espetó la chica, pero ella creyó ver el atisbo de una sonrisa.

Cuando llegaron al piso de arriba, se dirigieron al apartamento que ocupaba Joey. Al oír pasos que se acercaban,
Tink
se puso a ladrar como una posesa. Ellas dos se detuvieron delante de la puerta.

—¿Conociste a lady Margaret? —preguntó Joey.

—Un poco —respondió Lily.

Tink
redobló la potencia de sus ladridos entre el sonido de las voces y salió corriendo de la jaula justo cuando la puerta se abrió. La chica se tiró al suelo, sonriendo de verdad por primera vez.
Tink
le lamió la cara, tratando de subírsele al regazo.

—Es… un amor. Qué simpática.

Joey sonrió.

—Le caes bien. ¿Te importa que me dé una ducha rápida? Me noto encima la mugre del lago.

—¿La mugre del lago? No habrás estado bañándote con la abuela, ¿verdad? Está loca. Ella y todas sus amigas.

—Tu abuela no estaba. Te lo contaré todo dentro de un minuto.

Lily asintió mientras miraba a su alrededor y después siguió a Joey hasta el dormitorio.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿Son tuyas? —Y, dicho esto, se hincó de rodillas y cogió una de las botas de ante de Fendi de Joey—. Me encantan estas botas. Mataría por…

—Pruébatelas —dijo ella sonriendo.

—¿De verdad?

—De verdad.

Lily se quitó las zapatillas de deporte y los calcetines.

—¿De qué número son?

—Un ocho americano; eso será como ¿un siete aquí? —contestó Joey, dirigiéndose al cuarto de baño—. Salgo en seguida.

—Tómate el tiempo que necesites —dijo la chica, paseando y observando detenidamente las prendas de ropa y los productos de maquillaje desperdigados por la habitación.

La ducha le sentó a Joey maravillosamente y, cuando regresó al dormitorio secándose el pelo con una toalla, la sorprendió encontrar a Lily sentada frente al espejo del tocador, haciendo experimentos con sus cremas y pinturas. Llevaba puestas sus botas de ante.

Se volvió hacia ella.

—¿Cómo estoy?

«Tan guapa como un payasito», pensó.

—No me pidas opinión si no quieres que te diga la verdad —contestó Joey.

—Pero ¡sí que quiero! —exclamó Lily.

Joey asintió y entonces se acercó y se sentó junto a ella en la banqueta del tocador. La cogió por la barbilla e hizo que girara la cabeza hacia la ventana para ver mejor el maquillaje a la luz natural. Lo pensó un momento antes de decir nada.

—El lápiz de ojos de ese color te hace la mirada demasiado dura. Te iría mejor uno gris verdoso o tirando a morado. Y la máscara de pestañas negra también es demasiado… negra. Con tu color de piel, te iría mejor marrón.

Lily asintió confiadamente y se miró al espejo.

—¿Y el lápiz de labios?

Era la barra nueva de Chanel que Joey había comprado y no favorecía nada a la chica.

—No es la más adecuada —respondió con suavidad—. Los tonos fríos te dan un aspecto pálido, mientras que un tono coral haría resaltar tu tez.

—¿De veras?

—Podemos ir a comprar maquillaje un día, si quieres. Una opinión objetiva ayuda.

—¿De veras? —repitió—. ¿Cuándo?

Ella se encogió de hombros.

—Cuando quieras. ¿Qué tal las botas?

Lily se miró los pies.

—Demasiado grandes, pero ya creceré.

—Sigue soñando —bromeó Joey.

9

El Fiat cruzó la verja y llegó hasta al final del camino de acceso. Massimo sacó su magnífico cuerpo del coche y fue corriendo a saludarlos. El pelo, despeinado y surcado de canas, tenía un punto de largo que sólo podía significar que o bien había estado demasiado ocupado durante los últimos dos meses para ir a cortárselo o que estaba cultivando a propósito el aspecto de un atractivo actor italiano. Contrastaba con la sencillez de la chaqueta verde oliva y las flexibles botas de cuero. Aunque el mensaje que susurraban era innegable: cuando compro algo, compro lo mejor.

—¡Hola, hola! —exclamó el hombre, haciendo malabares con varios tubos de planos, un teléfono y una pequeña agenda de cuero de color coñac—. Siento haberles hecho esperar. ¡Perdónenme!

—No llega tarde —dijo Joey—. Llega justo a tiempo.

Massimo levantó un dedo.

—Lo primero, apagar el teléfono. —Y dicho esto, apagó el móvil con una floritura y se lo metió en el bolsillo.

—¿Y si lo necesitan en su oficina y tienen que contactar con usted? —le preguntó ella.

—Que esperen —contestó el hombre con decisión—. Jamás cojo una llamada cuando estoy atendiendo a otra persona. Bueno, a veces lo hago si es alguno de mis hijos, pero sólo si sé que es importante. Y ahora, señorita Rubin, por fin nos conocemos. —La besó afectuosamente, primero en una mejilla y luego en la otra.

Joey se sorprendió sonriendo de oreja a oreja.

—¿Conoce a Ian McCormack?

—No —respondió él, estrechando la mano del otro hombre con entusiasmo—. Pero he oído lo que se dice de él.

—¿Y qué se dice de mí? —preguntó Ian con recelo.

Massimo pareció lamentar haber hablado sin pensar, pero agitó las manos con gesto de burlona resignación.

—Que posiblemente sea la única persona en ochenta, no, ciento sesenta kilómetros, capaz de ocuparse de Stanway House… —Se inclinó hacia adelante como si fuera a confesarles un secreto—: Y de bregar con sus dueños. Perdónenme si mis palabras están fuera de lugar…

Ian se relajó un poco sin poder evitarlo.

—En absoluto.

—¡Una familia maravillosa, maravillosa, maravillosa! —continuó Massimo—. Generosos con las escuelas, magnánimos con el pueblo… Aunque tal vez, sólo tal vez, un poco agarrados, ¿no?, tratándose de un monumento arquitectónico tan importante —concluyó, observando la casa embelesado.

—Baste decir que no les gustaba gastar dinero —confirmó Ian.

—Aunque, para ser justos con ellos, tampoco se puede decir que hicieran cosas que tengamos que deshacer ahora, ¿no es así? —prosiguió el italiano—. Conque demos gracias por ello —dijo, llevándose una mano al corazón al tiempo que elevaba los ojos al cielo.

Joey sonrió y suspiró, mirando de soslayo a Ian, que observaba lleno de curiosidad la efusividad de Massimo.

—He pensado que podemos instalar el lugar de reunión en la cocina —sugirió Joey—. Tengo café y he preparado una lista de los puntos que hay que tratar. Podemos organizarnos primero y que Ian nos enseñe la casa después.

Éste se encogió de hombros por toda respuesta, pero al parecer dispuesto a cumplir con su parte.

—¿Cuántos puntos hay en la lista? —preguntó Massimo con una amplia sonrisa.

—¡Un centenar al menos! —contestó Joey.

Ian gimió desesperado.

—No tenemos que tratarlos todos hoy —se apresuró a añadir ella—. Podemos contar con usted dos días, ¿no es así, Massimo?

—Puede contar conmigo todo lo que necesite —respondió éste cortésmente, haciendo que Joey se preguntara cómo podía haber terminado contratando a dos hombres tan diferentes.

Hora y media más tarde, después de acabarse el café y redactar una lista con los asuntos prioritarios, Ian, Massimo y Joey se encontraban inspeccionando el primero de los edificios anejos al principal que habría que reconstruir: un caserón de piedra situado en el extremo más alejado de la propiedad, que había cumplido la función de lechería. El edificio iba a ser convertido en cuatro suites para alquilar.

—Hay podredumbre acumulada en aquel rincón y a lo largo del muro posterior —señaló Ian—. Los cimientos de ahí detrás se están desmoronando. Y hundiendo.

Massimo frunció el cejo y atravesó el espacio, asintiendo con la cabeza.

—El río está muy cerca —comentó, asomándose a la ventana—. El suelo está extremadamente húmedo. —Volviéndose hacia Ian añadió—: ¿Desde cuándo no se usa este edificio?

—Diez o quince años, por lo menos. Lo utilizaban para guardar la maquinaria de granja, pero cuando el tejado se empezó a caer…

Massimo y Joey levantaron la vista. El techo no amenazaba con desplomarse sobre sus cabezas, pero podían verse retazos de cielo gris entre agujeros de diversos tamaños.

—Claro que ya sabréis con qué se sujetaban las piedras del tejado, ¿no? —preguntó Ian—. Las originales.

Miró a Massimo con cierta desconfianza. Joey, por su parte, se preguntó si pretendía ponerlos a prueba de algún modo con aquella pregunta.

Massimo sonrió. Tenía una idea, pero le hizo un gesto a Ian indicándole que se lo dijera a Joey.

—Con vértebras de ovejas.

—En Italia también se hacía así —convino el contratista.

—¿Qué? —Joey lo miró y él asintió—. ¿Con qué intención?

Massimo hizo un gesto con la cabeza en dirección a Ian y dejó que fuera éste quien diera la explicación.

—Por su forma de cuña. Las utilizaron para afianzar las piedras más pesadas. Si echáramos abajo el tejado ahora mismo, nos encontraríamos con las vértebras alineadas a lo largo de la estructura.

—Este hombre —dijo Massimo y se tocó la sien al tiempo que señalaba con la cabeza a Ian—, no he conocido a ningún otro hombre en toda Inglaterra que lo supiera. Es una suerte poder contar con su ayuda, Joey.

Ian rechazó los elogios un poco avergonzado. Pero ella creyó ver en su rostro el atisbo de una sonrisa.

A las dos y media —Massimo había insistido en que parasen para comer en uno de sus restaurantes favoritos del pueblo, donde, al parecer, servían «comida italiana de verdad»— Ian intentó rechazar la invitación diciendo que Lily llegaría de clase al cabo de una hora y se preocuparía si no estaba en casa. Pero Massimo no aceptaba un no por respuesta. Le prometió a Ian que estaría de vuelta a las cuatro y, a continuación, llamó al restaurante, rezando por que estuviera abierto, y reservó para la hora de la comida. A juzgar por la animada conversación que mantuvo con los dueños, era cliente habitual.

Sin embargo, al llegar al restaurante lo llamaron de su oficina y allí estaban Joey e Ian, esperando en la mesa a que terminara de hablar. Massimo caminaba enérgicamente de un lado a otro de la acera, charlando con su habitual entusiasmo con quienquiera que estuviera al otro lado del hilo. Les habían servido ya tres platos de entrantes: una ensalada de bonito, huevo, aceitunas y patatas, mejillones al vapor y tostadas de chapata con tomate, cebolla y albahaca. Joey estaba tomando una copa de vino blanco e Ian, que finalmente había accedido a comer con ellos, había claudicado y había pedido una copa de chianti.

—Y dime, ¿qué tienes en contra de Massimo? —le preguntó Joey con calma.

—No tengo nada en su contra —respondió él, sirviéndose ensalada en el plato.

—Pues no es ésa la impresión que me ha dado.

Ian se encogió de hombros y se llevó el tenedor a la boca. A continuación, negó con la cabeza.

—¿Hay algo que debería saber? ¡Por favor!

Él masticó en silencio un momento, estudiando con detenimiento la expresión de Joey. Finalmente, dejó el tenedor en el plato y carraspeó:

—Admito que trabaja bien —sentenció de manera inexpresiva.

—Y…

—Y su mujer le cae bien a todo el mundo.

Joey esperó a que continuara.

—Noto que hay un «pero». Por favor. Te estoy pidiendo ayuda.

—¡Está bien, está bien! Es sólo que… otros han tenido que echar el cierre.

—¿Otros contratistas?

Ian asintió.

—¿Los ha echado del negocio?

—Bueno, no a propósito. De hecho, cogió empleados a un par de ellos: Lucian Bride y Harry Douglass.

—¿Qué pasó con sus empresas?

—No podían competir. Todo el mundo empezó a requerir los servicios de Fortinelli. Bueno, no todo el mundo; muchos de los vecinos nacidos aquí se mantuvieron fieles, pero los nuevos ricos, la gente que quería reformar la segunda vivienda que tienen en la zona, gente de la ciudad que viene de fin de semana, se fueron con Fortinelli.

—Pero ¿por qué? ¿Es que es mucho más barato?

—No, no lo creo, o en todo caso no mucho más.

—¿Más rápido entonces?

—Más rápido sí. Y todos dicen que la obra está siempre impecable.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que si se te ocurre pasar por la noche junto a una de sus obras, todo está recogido, la basura en su contenedor, fuera de la vista, todo limpio, aunque la obra esté sin terminar.

—Yo también lo he oído. Entonces, ¿me estás diciendo que le han cogido manía por tener la osadía de hacer bien su trabajo? ¿Ése es el delito del que se lo acusa?

—Se anuncia en Internet.

Joey no pudo contener una suave risilla.

—¡Hay que meter a ese hombre en la cárcel!

Ian no sonrió.

—Estamos en un pueblo, Joey. Los Douglass y los Bride llevan viviendo aquí desde hace mucho tiempo. Y, de pronto, tienen que trabajar para alguien que apenas sabe hablar inglés bien.

—Eso no es cierto, Ian, seamos justos.

Joey bebió un sorbo de vino y se sirvió unos mejillones. Entre los dos se instaló un incómodo silencio. Durante unos minutos, comieron despacio, pensando en sus cosas, sin decir una palabra.

BOOK: Las sirenas del invierno
12.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Incursion by Aleksandr Voinov
The Edge of Always by J.A. Redmerski
The Cousins by Rona Jaffe
The Inn at Laurel Creek by Carolyn Ridder Aspenson
Sacred Waters by Michaels, Lydia
A Bend in the River of Life by Budh Aditya Roy
Death Under the Lilacs by Forrest, Richard;
The Brixen Witch by Stacy Dekeyser
Ominous Love by Patricia Puddle
Lantern Lake by Lily Everett