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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (2 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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Miró a
Tink
, que estaba terminando de desayunar también, y se preguntó por enésima vez de qué razas procedía el ADN de su mascota: su humor dulce e impaciente, su afición a excavar hoyos, las orejas que se le doblaban hacia adelante por la mitad, las patas demasiado cortas en relación con el tronco, o la cola, que se le curvaba hacia arriba majestuosamente, como una hoja de acanto.

Tink
levantó la vista y lanzó un pequeño gañido.

—Un minuto.

Joey se sirvió el café en un termo para llevar, regresó al dormitorio y se puso unos pantalones de yoga y una chaqueta. De vuelta en el vestíbulo, cogió la correa que tenía colgada en el perchero, al lado de la puerta.

Hacía frío cuando salió a la calle, mucho más que los últimos días. Como siempre,
Tink
tiraba de ella con fuerza, en dirección a la esquina con la Quinta Avenida, donde se veían camionetas esperando a la entrada de la Neue Galerie. Joey había ido tres veces a ver la exposición sobre arte y estilo vieneses de principios del siglo XX. Los retratos de Klimt y Kokoschka la habían atraído, pero las tres veces había terminado subiendo a la tercera planta a rendir pleitesía a uno de sus ídolos, el arquitecto austríaco Otto Wagner. Se había detenido a observar en detalle las fotografías de sus edificios con la esperanza de tener la oportunidad, aunque sólo fuera una vez en su vida, de diseñar algo tan austero desde el punto de vista estructural y al mismo tiempo tan festivo visualmente como su Majolica Haus.

Tink
opuso resistencia cuando Joey giró por la 84 Este. Quería ir a Central Park e invirtió sus nueve kilos de peso en arrastrar a su dueña en esa dirección. Pero esa mañana, ella no tenía tiempo para un paseo largo y despreocupado.

Al pasar por los elegantes edificios de piedra arenisca alineados a ambos lados de la manzana, Joey pensó en las personas que sabía que vivían o habían vivido entre aquellas paredes: la señora Phelps, amiga de su madre, que olía a cigarrillos y a perfume caro, y que no faltó ni una sola vez a su visita semanal cuando su madre cayó enferma. Siempre llegaba con dulces o con flores y la achuchaba con demasiada fuerza cuando se iba.

Un poco más adelante, estaba el apartamento en el que Joey había dado clases de piano durante tres larguísimos años con su profesora húngara, Frida Szabó, Madame Szabó, como insistía en que la llamaran. Durante el tiempo que le dio clases, no dejó de recordarle ni un solo día que una vez tocó a Mozart al piano en un concierto con el famoso director de orquesta János Sándor. La mujer se pasaba más de media hora cada día riñendo a su alumna por no practicar más y cuando llegó a la conclusión de que aquello no tenía ningún efecto sobre Joey, les dijo a sus padres que estaban malgastando el dinero. Ella no podría haberse alegrado más.

Una hora después, de vuelta en casa, se miró por última vez al espejo de cuerpo entero. Estaba bien. ¡No, estaba más que bien! Tal vez un poco cansada, pálida, pero el traje le sentaba como un guante y con sus botas de Fendi aumentaba prodigiosamente su confianza en sí misma. Se las quitó y las guardó en el bolso para ponérselas cuando llegara a la oficina, una vez sorteados los charcos y el barro del trayecto a pie.

Tink
la miró con expresión lastimera, como hacía siempre cuando su dueña se preparaba para salir de casa sin ella, pero Joey no podía detenerse a pensar en eso en aquel momento. Le quedaba exactamente una hora para hacer la presentación con Dave delante de unas personas en cuyas manos estaba su futuro profesional.

2

Mucho más tarde de lo que le habría gustado, el taxi se detenía delante de un rascacielos acristalado de ochenta pisos, los más altos envueltos en la niebla. El taxista no se dio prisa en darle el cambio y Joey cruzó casi corriendo las puertas giratorias para, finalmente, darse de bruces con una docena larga de personas que trataban de entrar. Se le antojó, y no por primera vez, que la mente que había diseñado aquella puerta tenía que ser un negado como arquitecto, casi del mismo calibre que el genio que había decidido que bastarían cuatro ascensores para transportar a todas las personas que trabajaban en los ochenta pisos del edificio.

Tuvo que dejar pasar cuatro ascensores antes de poder apretujarse dentro de uno. Su buen humor y su compostura se habían desvanecido. Cuando salió del ascensor al vestíbulo de la planta quincuagésimo cuarta estaba hecha un manojo de nervios, desaliñada, exasperada, sudorosa y encima llegaba tarde.

Vio a Alex Wilder en la entrada de la oficina cuando entró a todo correr.

—Buenos días, Joey.

—Buenos días.

—No te envidio.

Ella se detuvo en seco y se volvió.

—¿Y eso qué significa?

Alex torció el gesto con una sonrisa irónica. Joey trató de no fijarse en las encantadoras arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos o en su aspecto saludable y natural, una tez resplandeciente debido sin duda a haber pasado el fin de semana esquiando en Cannon Mountain.

—¿No has hablado con Antoine? —preguntó él a su vez.

—No. ¿Por qué? —inquirió, sintiendo que el estómago le daba un vuelco. Algo malo había ocurrido. Algo muy malo.

—Pues será mejor que hables con él cuanto antes.

—¿Qué pasa?

—Que sea él quien te lo explique.

Joey suspiró y lo fulminó con la mirada. Era muy típico de Alex dejar caer una bomba en sus narices y negarse a darle explicaciones. ¿Qué habría visto en él? ¿Siempre había sido así o se había vuelto más evasivo y manipulador en los últimos meses?

—Gracias —dijo con brusquedad, para darse acto seguido la vuelta y dirigirse a toda prisa al despacho de Antoine Weeks, el asistente administrativo a quien le habían asignado el proyecto del hotel Stanway.

Antoine estaba de pie delante de su mesa, preparando lo que supuso que sería la documentación para los participantes en la reunión.

—¿Qué sucede? —preguntó Joey.

El hombre levantó la vista y negó con la cabeza.

—Dave ha sufrido un accidente en New Hampshire. Está en el hospital.

—¿Qué?

Joey se acercó lentamente al sillón que había al lado de la mesa de Antoine y se dejó caer en él.

—Estaba escalando Huntington Ravine, en las White Mountains; el arnés se soltó y se precipitó al interior de una grieta, cuarenta y cinco metros de caída. Se ha fracturado una rótula y la otra pierna y se ha dislocado un hombro. Tardaron ocho horas en sacarlo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Se va a poner bien?

—Ahora mismo está en el quirófano, pero sí, creo que se recuperará.

Ella miró la hora, casi las diez.

—Entonces, ¿quién va a llevar la reunión?

Antoine frunció los labios, abrió mucho los ojos y parpadeó.

—De eso nada —dijo Joey.

—Tienes que hacerlo —replicó él—. Sólo tú conoces todos los datos del proyecto.

—No puedo —susurró—. De verdad que no.

—Pues claro que puedes —resopló Antoine—. ¡Tú sola has hecho el noventa por ciento del trabajo y los dos lo sabemos!

Por lo menos, alguien se había dado cuenta, pensó ella.

—Pero ¡no tengo los archivos!

—Está todo ahí dentro. He descargado la memoria técnica y los archivos en jpg, y he conectado un Mac al sistema de proyección.

—Pero ¡no estoy preparada! ¿Por qué no me has llamado?

—¡Me he enterado hace una hora! —se defendió él con aspecto dolido—. He pensado que ya estarías de camino. Llevo horas corriendo de un lado para otro, preparándolo todo.

—Lo sé, lo sé, lo siento. Gracias.

Joey sintió que el corazón se le aceleraba. Se concentró en respirar hondo y se levantó, carraspeó y salió al pasillo. Antoine tenía razón: nadie más estaba tan familiarizado con el proyecto como ella. Era la única que podía hacer la presentación. Tendría que hacerlo, simple y llanamente. Los presentes comprenderían los errores que pudiera cometer, no esperarían que todo saliera perfecto. Echó un vistazo hacia las paredes acristaladas de la sala de juntas. Allí estaba Alex, presidiendo la gran mesa oval. Eligió justo ese momento para mirar hacia el pasillo y, al verla, le dedicó una de sus deslumbrantes sonrisas.

—¡Capullo! —dijo Joey entre dientes, devolviéndole la sonrisa. Giró a continuación sobre sus talones y regresó al despacho de Antoine. Éste debió de notar su repentino pánico, porque cerró la puerta detrás de ella, la hizo sentarse nuevamente en el sillón que había junto a su mesa y se acomodó frente a ella.

—Ésta es tu gran oportunidad, Joey.

—Pero no estoy preparada.

—Lo estás desde hace siglos. Tú y yo lo sabemos y también lo sabe la mitad de los que están ahí dentro.

—Te equivocas.

—Mira, en ocasiones, la cantante suplente ha tenido oportunidad de demostrar sus dotes gracias a que la soprano tenía la garganta irritada. Así se han forjado carreras.

—Eso no va a ocurrir.

—Pues debería.

—Gracias —dijo ella.

—Así que ya estás entrando ahí a darlo todo.

—Supongo que es lo único que puedo hacer —reconoció, abatida.

—Es lo único que se puede hacer.

Joey asintió. Momentos más tarde, en su propio despacho, se quitó el abrigo, se puso las botas y se retocó el pintalabios. No estaba preparada en modo alguno, pero nunca lo estaría más que en ese momento. Tomó una profunda bocanada de aire y se dirigió a la sala de conferencias; entró y cerró tras de sí. Al cabo de tres cuartos de hora, se abría el turno de preguntas y comenzaba a respirar de nuevo con normalidad. No sabía cómo, pero había hecho la presentación.

—Tengo curiosidad por saber qué vas a hacer con la torre oriental —dijo Preston Kay, uno de los socios fundadores, levantando la mano—. Recuerda que se pretende que ese edificio tenga una función comercial, lo que significa que hay que utilizar todo el espacio disponible.

—¿El ala donde se encontraban los dormitorios de los monjes? —preguntó ella, localizando en la pantalla la imagen de la zona en cuestión.

Preston asintió.

—¿Qué piensas hacer con ella? —preguntó.

Joey inspiró profundamente y dijo:

—No hay cimientos originales bajo sus muros, por lo que existen muchas probabilidades de que se derrumbe.

—Pero ¿vas a intentar reconstruirla?

—Sí, la palabra es ésa, «intentar». Es posible que tengamos que darnos por vencidos, pero no lo haremos sin pelear. Era una estructura preciosa, pero a lo largo de los siglos se fueron llevando parte de las piedras originales para utilizarlas en otros edificios de la propiedad y en los jardines —explicó ella, señalando los lugares en la imagen de la pantalla—. La hiedra se ha adueñado de parte de los muros y, debido a las malas hierbas que crecen en las grietas, los bloques de las almenas se han ido aflojando. El clima también ha contribuido a su deterioro.

Sonrió e hizo una pausa. Era obvio que Preston quería que continuara.

—Podríamos dejar que la torre se hundiera, no se requiere ningún permiso para eso. Si queremos reconstruirla, que es lo que nos gustaría o lo que querríamos intentar al menos, vamos a tener que hacer un buen montón de planos nuevos. Pero en cierto modo, los delineantes están de nuestro lado. Ellos también quieren que estos viejos edificios vuelvan a tener un uso, no que sean sólo cáscaras bonitas por fuera pero huecas por dentro.

—Entonces, ¿cuál es tu idea? —insistió Preston.

—Confiamos en poder utilizar todas las piedras originales que podamos encontrar —contestó Joey—. Para estabilizar la estructura instalaremos arriostramientos de acero y revocaremos los muros con una nueva capa de lechada y resina. Una vez estén listos, pondremos forjados nuevos para afianzar bien esa nueva estructura. Nuestra idea es acondicionar tres plantas, cada una con un par de dormitorios, un cuarto de baño y un pequeño salón, de forma que puedan alquilarse independientemente de las habitaciones del edificio principal del hotel. Y habrá que poner tejado nuevo, por supuesto.

Preston se reclinó en su asiento con aspecto pensativo. Joey dirigió la vista hacia Alex Wilder que, tieso en su asiento, asistía al intercambio con bastante interés; pero ella no pudo saborear el momento, porque justo entonces levantó la mano Philip Carlton, el representante del cliente inglés.

—¿Y cómo piensan tratar la relación del hotel con J. M. Barrie? —preguntó.

Joey sonrió.

—Aún no estamos seguros —respondió con sinceridad—. Aunque, desde luego, vamos a hacer algo al respecto, dado que J. M. Barrie es uno de los autores ingleses más queridos. Pero hasta que no vayamos y evaluemos el espacio no podremos hacernos una idea de qué es lo más adecuado. Por el momento, hay sólo ideas.

—¿Qué clase de ideas? —la interrumpió Alex bruscamente.

Ella clavó la mirada en él. ¿Trataba de ponerle la zancadilla o sólo era una pregunta a la que podía dar fácil respuesta? Con Alex nunca se sabía. También cabía la posibilidad de que no fuera ninguna de esas dos cosas, que sólo tuviera curiosidad. Aunque Joey lo dudaba mucho.

—Barajamos varias posibilidades —contestó, segura de sí misma—. Podríamos seguir la idea del hotel Monteleone, de Nueva Orleans, en el sentido de diseñar habitaciones personalizadas en honor a Faulkner, Capote o Hemingway. Otra posibilidad completamente distinta podría ser algo como el Bemelmans’ Bar, del hotel Carlyle, que cuenta con un mural de Madeline, el personaje de cuento infantil, pintado por el propio Ludwig Bemelmans…

»No olvidemos que J. M. Barrie no era el propietario de la casa, sólo vivió en ella. Pero fue allí donde escribió
Peter Pan
, por lo que propongo que busquemos un término medio: si el estudio de mercado indica que el lugar es atractivo como destino turístico y encontramos las habitaciones ideales para ello, la idea sería crear una suite familiar decorada al estilo del hogar de los Darling, con una cómoda habitación de estilo victoriano para los adultos y otra más divertida y vistosa para los niños, con estrellas, camas con dosel y murales que recreen la historia. Podríamos celebrar fiestas de cumpleaños para niños con la temática de Peter Pan. O supongo que también para adultos. —Joey hizo una pausa y luego añadió con una sonrisa—: En la suite se admitirían perros, por supuesto.

Alex frunció el cejo. Parecía francamente desconcertado.

—Al fin y al cabo, la historia no habría sido lo mismo sin
Nana
, ¿no? —añadió ella con dulzura.

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