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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (5 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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Aunque le asomaban ya algunas canas, seguía llevando el pelo largo, recogido con horquillas en un moño que le recordó mucho al sempiterno peinado de anciana que solía llevar la madre de Sarah. Cuando tenían ocho años, ellas dos lo llamaban «el nido». Joey se mordió el labio para no reírse. No podía quitarse de la cabeza a su amiga y a ella de pequeñas, en el asiento trasero del coche de los padres de Sarah, metiendo palillos de dientes en el moño tieso de laca que viajaba en el asiento delantero. La madre de Sarah no se daba cuenta, o fingía no darse cuenta, cuando salía del coche con el moño lleno de palillos. A Sarah y a ella les dolía la barriga de tanto aguantarse la risa.

Joey contempló afectuosamente a la mujer que tenía delante. Vestía una falda amplia hasta media pierna, zuecos bastante gastados y calcetines gruesos de lana. Completaba el atuendo un jersey de cuello vuelto viejo y dado de sí, como si no se lo hubiera quitado en los cuatro embarazos, y por encima llevaba un amplio delantal manchado de harina. Joey trató de disimular la impresión que le causaba verla tan envejecida y formal.

—Sé lo que estás pensando. Estoy hecha un desastre —dijo Sarah, desarmándola por completo.

—¡No, claro que no! —respondió ella.

Su amiga bajó los escalones.

—Tu expresión siempre te ha delatado.

—Es que… ¡Es como el nido! —exclamó Joey sin poder contenerse.

Sarah se llevó las manos al pelo.

—¡Ya lo sé! —dijo y prorrumpió en una carcajada—. Pero es que estaba cocinando —se defendió.

Ella se sintió culpable nada más oírlo. Aquella mujer era Sarah, su amiga del alma. ¿Qué importaba el aspecto que tuviera?

—¡Tesoro!

—¡Cariño!

Cada una se lanzó a los brazos de la otra y se abrazaron estrechamente durante un buen rato, después retrocedieron un paso para poder mirarse a los ojos.

—Estás guapísima —dijo Sarah—. ¡Y qué delgada! Te odio.

—No lo estoy —protestó Joey.

Aunque lo cierto era que no había engordado ni un gramo desde los veinte años. Y su buen esfuerzo que le costaba. Para evitarlo, corría mucho y comía poco, atenta siempre a la báscula.

—Lo que arruinó mi figura fue tener hijos —bromeó Sarah—. Ya lo verás.

Joey no estaba segura de que ella fuera a tenerlos algún día. Los niños entraban en la categoría de «Puede que algún día, pero de momento no».

—Debes de estar agotada —dijo Sarah—. Vamos, pasa. Christopher, Timmy, echadnos una mano.

Dos de los niños se levantaron y las ayudaron a meter el equipaje en la casa.

—Henry está en su despacho, explicándole a Aggie por teléfono cómo funciona su ordenador nuevo —comentó Sarah—. Tardará un rato.

—¿Quién es Aggie?

—Su madre… Lady Howard, ya sabes —dijo, enarcando una ceja con expresión divertida.

Joey se percató de que el cantarín acento americano de Sarah se había suavizado a lo largo de los años que llevaba viviendo en Inglaterra. Ahora apenas subía la entonación al final de cada frase.

Una hora más tarde, las dos estaban sentadas junto al fuego de la moderna chimenea de gas del salón. Tras el tour por todas las habitaciones de la casa, fue como si los niños se hubieran evaporado.

No se trataba de un dúplex. Ocupaban el edificio completo: nueve habitaciones y seis cuartos de baño en total, aunque la grandiosidad exterior no se correspondía exactamente en el interior. Había antigüedades desparramadas por todas partes: escritorios, librerías y sillas antiguas a las que no les iría mal que les repusieran el tapizado del asiento, junto con una selección de muebles resistentes, que uno podría encontrar en la casa de cualquier familia media donde primara la comodidad por encima del estilo.

Al principio, a Joey le había sorprendido la descuidada decoración, claro que a Sarah nunca le habían interesado el interiorismo ni la ropa. Si una prenda le quedaba bien y estaba limpia, se la ponía y en paz. Pero entonces era más joven y delgada.

Joey se hundió en el sofá de piel y se sirvió un plato de la deliciosa comida que su amiga había sacado al salón en sendas bandejas. Había pan integral, queso tradicional y paté. Se prometió a sí misma que no bebería más de una copa del Sancerre y que no comería demasiado para que no le entrara sueño. ¡Quería mantenerse despierta! Si casi no habían hecho más que empezar a contarse por encima lo que habían estado haciendo en los años que hacía que no se veían, sin detenerse en los detalles jugosos. Pero el calorcito del fuego, la relajante familiaridad de la voz de Sarah, el vino y la noche en vela que había pasado en el avión, conspiraban contra su propósito, lo que las obligó a dar por terminado el reencuentro antes de tiempo.

Joey empezó a cabecear. Con esfuerzo, trató de concentrarse y no dormirse, pero los ojos se le cerraban por más que tratara de mantenerlos abiertos.

—Está bien —dijo Sarah finalmente—. A dormir.

—Lo siento mucho. Creo que en cuanto eche un sueñecito me encontraré mucho mejor.

—Ya lo sé. Vamos.

Joey no recordaba después haber subido la escalera y haberse metido en la cama. Intentó alejar el sueño sentándose en ésta a duras penas mientras Sarah corría las gruesas cortinas y la habitación quedaba a oscuras.

—¡
Tink
! —susurró entonces—. Me he olvidado de…

—Ya me he ocupado yo, cielo —respondió su amiga.

5

Joey abrió los ojos. Llevaba rato tratando de no hacer caso de los gritos, los portazos y el alboroto que producían un montón de pies de niños subiendo y bajando la escalera y correteando por los pasillos, pero no le sirvió de nada. Se preguntaba cómo aguantaban Sarah y Henry tanto ruido. Rodó hacia un lado y consultó su BlackBerry. Eran casi las tres de la tarde. Llevaba durmiendo más de dos horas, pero lejos de haber descansado, se encontraba de mal humor, desorientada y como si el cuerpo le pesara.

Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de un alegre papel a rayas verdes y había dos altos ventanales de alféizar ancho con las contraventanas interiores pintadas en color crema. Joey se levantó y abrió una de ellas. Empezaba a ponerse el sol, pero a pesar de la escasa luz pudo distinguir los contornos del jardín trasero: un patio de piedra rodeado de urnas decorativas, una línea de añejos árboles desprovistos de hojas en esa época y, en el centro, un recuadro pequeño de césped; desperdigados por la hierba, varias bicicletas, un columpio, una carretilla con las herramientas de jardinería y una especie de casa de juegos debajo de un árbol.

Se volvió al oír un ruido. Dos de los niños, cuyos nombres no acertaba a recordar, abrieron con cuidado la puerta de la habitación. La niña era regordeta y rubia, y su hermano mayor, que le sacaba quince centímetros por lo menos, tenía un aire reflexivo impropio de su edad.

—¡Hay que llamar antes de entrar! —les espetó ella bruscamente, preguntándose por qué Sarah no les había enseñado a sus hijos una norma de educación tan básica, al tiempo que daba gracias por estar vestida.

—¡Mami! —chilló la niña—. ¡Mami, se ha levantado!

—¡Zoë! ¡Christopher! —llegó desde abajo la voz de Sarah—. Dejadla en paz. No la despertéis.

Los niños retrocedieron y cerraron la puerta.

—No pasa nada —gritó Joey—. Ya estaba despierta. —Atravesó la habitación, abrió y asomó la cabeza—. ¿Sarah?

Oyó que alguien estaba jugando con un videojuego a todo volumen en la habitación de al lado. Parecía que las dos niñas estaban discutiendo sobre algo. Una de ellas subió corriendo la escalera dando gritos, aferrada a una vieja muñeca Madeline. Joey se metió nuevamente en la habitación. Se cambiaría de ropa, se pondría un poco de brillo de labios y bajaría a afrontar el resto del día.

Se estaba poniendo el jersey cuando llamaron suavemente a la puerta.

—¿Joey?

—¡Pasa! Ya bajaba.

Sarah estaba en la puerta, con una reluciente bandeja de plata en las manos. Ella cruzó la habitación a toda prisa para ayudarla.

—Oh, Dios mío, pero ¿qué es todo esto?

—Te he preparado una cosa.

En la bandeja había un pequeño cuenco cubierto con una lujosa tapa. Sarah posó la bandeja sobre la colcha y Joey se quitó los zapatos y volvió a la cama.

—¿Lista? —preguntó su amiga.

Ella asintió y levantó con mucho cuidado la tapa, exagerando la expectación, casi como si esperase que de un momento a otro algo vivo fuera a saltar del cuenco. Pero en su lugar, el aire se llenó de un olor cálido y deliciosamente dulce, caliente y chocolateado. Joey acercó la cara para mirar con detenimiento. Dentro del cuenco había tres bolas viscosas blancas y negras de masa compacta. Se acercó aún más, las olisqueó y prorrumpió en una carcajada.

—¡Sarah, no! ¿Me has preparado bolas de caramelo y chocolate con arroz hinchado? ¡La última vez que las comí estábamos en la universidad!

—¡No fastidies! —exclamó la otra—. Mírate. ¿Qué talla usas, la pequeña?

Joey echó mano a una de las bolas de chocolate como si no le diera importancia a su figura. No podía creerse que estuviera a punto de comerse una de aquéllas. Siempre que podía, evitaba comer azúcar. Se la metió en la boca.

—Oh, Dios mío —dijo—. ¡Se me había olvidado lo buenas que son!

Sarah cogió la segunda bola e insistió en que ella se comiera la tercera y, de repente, se levantó y dijo:

—Venga, vamos. Tengo un montón más en el fuego.

Las paredes de la escalera estaban llenas de fotos enmarcadas de bebés, sonrientes niños sin dientes, una Sarah cada vez más corpulenta y un Henry del que llamaba la atención lo poco que había cambiado. Estaba tan delgado y en buena forma como siempre.

Al pie de la escalera, comenzaron a arremolinarse en torno a Joey un montón de cabecitas rubias. Al doblar la esquina, dos derraparon sobre el suelo de madera pulida. Detrás de ellos llegó el chico que había abierto la puerta del dormitorio como tratando de recuperar el dominio de sí mismo.

—Tía Joey —dijo—, me llamo Christopher.

—Llámame Joey a secas.

Él le tendió la mano educadamente y esperó a que ella se la estrechara. Era evidente que trataba de comportarse como un adulto.

—Encantada de conocerte… otra vez —dijo Joey, aceptando la mano que le tendía. Christopher respondió estrechándosela con firmeza.

—¡Tía Joey! —canturreó la rubita, rodeándole la pierna con los brazos.

—Ésta es Zoë —dijo Christopher.

—¡Tía Joey! —chilló la niña de nuevo, estrujándole la pierna con más fuerza mientras ella trataba de no perder el equilibrio.

—Joey a secas está bien —repitió con firmeza.

Los niños empezaron a reír, coreando:

—Joey a secas, Joey a secas.

—Ya vale, ya vale —dijo ella.

—Joey a secas, Zoë acaba de cumplir cuatro años —explicó Christopher—. Joey y Zoë riman
[1]
.

—Así es —contestó Joey.

—Y ya conoces a Timothy, Joey a secas. —Christopher señaló a un chico que vestía una chaqueta con capucha como si fuera una capa.

—No soy Timothy —dijo el otro niño, enfadado.

Christopher le dirigió a Joey una mirada cómplice.

—Superman tiene ocho años. Matilda y él son mellizos. Matilda es tímida. Está fuera, en el jardín.

«Es como yo. Siempre en otra parte», pensó ella.

—¿Y cuántos años has dicho que tienes, Chris? —le preguntó.

—Cumpliré diez en junio.

—Sí, es verdad —contestó Joey—. ¿Vuestra madre está en la cocina?

—Te llevaré —respondió Christopher—. Por aquí, Joey a secas.

El niño pasó en primer lugar, mientras ella y los demás lo seguían. Zoë y Timmy hicieron una especie de saludo marcial, el de la pequeña un tanto torpe. Tras zigzaguear a lo largo de varios pasillos en penumbra —Joey sospechaba que la estaban llevando por el camino más largo— llegaron por fin a la cocina.

—Ah, estás aquí —dijo Sarah, inclinándose para besar a Timothy en la nariz y entregarle a Christopher la sartén con los restos pringosos del caramelo chocolateado—. Os doy permiso para chupar la sartén, pero idos al jardín.

—Pero ¡hace un frío que pela! —protestó Timmy.

—Pues ponte el abrigo —le respondió Sarah con calma—. Y no hace un frío que pela. Matilda está fuera en mangas de camisa.

Zoë se acercó corriendo a la ventana y lo confirmó:

—Es verdad.

—¡Todo para mí! —bromeó Chris, alejando la sartén con el caramelo pegado al fondo.

Timmy y Zoë empezaron a quejarse a voz en cuello y salieron corriendo detrás de él.

Era una cocina grande, moderna y espaciosa. Una amplia mesa de roble rodeada de sillas de metal negras ocupaba gran parte del espacio, mientras que todo tipo de electrodomésticos de brillante acero inoxidable de apariencia industrial por el tamaño y la potencia se alineaban a lo largo de las paredes. Sarah, con un delantal de rayas blancas y azules, estaba de pie delante del fuego, removiendo una pringosa mezcla de chocolate y nubes de azúcar.

—Un amigo de Timmy celebra su fiesta de cumpleaños y esto les encanta —explicó—. Acabo de preparar té. Está en la tetera.

Joey se acercó hasta la encimera, cogió una taza de uno de los estantes del mueble sin puertas y se sirvió.

—¿Es difícil de preparar? —preguntó Joey, abriendo el frigorífico en busca de leche o crema. Se quedó mirando boquiabierta la nevera más atestada que había visto en su vida mientras Sarah le recitaba la receta.

—Es facilísimo. Se derriten las nubes de azúcar y el chocolate con veinticinco gramos de mantequilla, añadimos el arroz hinchado, lo aplastamos todo junto en el fondo de una sartén y dejamos que se enfríe. También se les puede dar forma con los dedos. ¡Y ya está!

Mientras Sarah medía los cereales y los vertía en el cazo en el que había estado removiendo el azúcar y el chocolate, Joey miró a su alrededor. Al prestar más atención, comprobó que la cocina era un verdadero desastre. En un rincón había algo parecido a una isla pirata, rodeada por una flota de barcos de plástico y madera abarrotados de figuritas de plástico, a la mayoría de las cuales les faltaba algún brazo o alguna pierna. En el lado opuesto de la habitación, había un coche de pedales de color rosa y una pared empapelada con dibujos y cuadros hechos por los niños. Joey atravesó el espacio con la taza en la mano y examinó las obras de arte: barcos en el mar, árboles repletos de manzanas, animales pertenecientes a especies inclasificables.

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