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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (7 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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Se preguntó vagamente si debería fregar los platos antes de irse. No quería que Sarah pensase que dudaba de sus habilidades como ama de casa. Tal vez fuera mejor dejarlo todo como estaba. Además, no sabía dónde iba cada cosa.

Pero sí tenía que ocuparse de
Tink
. Miró la jaula, que habían colocado bajo las ventanas del pasillo que salía de la cocina. La perra estaba hecha un ovillo sobre la manta, profundamente dormida. Joey pensó que no le iría mal dejarla tranquila, pero no sabía si habría salido ya a hacer sus necesidades. Abrió la portezuela de la jaula y sacó a
Tink
al jardín. Una vez de vuelta en la casa, puso en un plato los huevos con salchichas que habían sobrado del desayuno y lo colocó en el suelo.
Tink
engulló la comida con ansia y, para su sorpresa, no opuso resistencia cuando volvió a meterla en la jaula.

Media hora más tarde, Joey estaba de pie delante de la maravillosa construcción de sir George Gilbert Scott. Con frecuencia, se describía aquel edificio como el más romántico de todo Londres. Pero ella nunca había llegado a comprender a qué se referían con «romántico».

Hasta ese momento. Era por los detalles, los cientos de ventanas enmarcadas con arcos y columnas góticas, la preciosa torre del reloj, terminada en un elegante chapitel, la diferencia de tonos entre el ladrillo y la piedra. Los detalles. Ésa era la clave. La articulación, la conceptualización, el contraste, la presentación. Y que, a pesar de todo ello, no pareciera recargado. ¿Cómo lo habían conseguido?

¿Y qué decir del interior? Sólo podía describirlo como una maravilla. Donde anteriormente había paradas exteriores para los taxis, ahora había amplios vestíbulos techados de ladrillo visto esmaltado y de forja. Joey se quedó fascinada con la gran escalinata. Le recordaba la de St. Chapelle, en París, la capilla privada del rey Luis IX. Era la capilla de un rey, vale, pero ¿prodigar aquel nivel de exquisitez a los detalles de una escalinata? Las paredes color rubí, los altos arcos, los hermosos paneles con forma de estrella que constituían el techo de la escalera de caracol. Aquello era una catedral, decidió Joey. Un abrumador monumento a la belleza y la ambición arquitectónica.

Cuando concluyó la visita a las zonas abiertas al público y se dirigió a la tienda de regalos, se empezó a desanimar. ¿Llegaría ella a dotar a alguna construcción de una mínima parte de la belleza que poseía aquel lugar? Tal vez no, pero aún podía aprender mucho. Quizá pudiera encontrar un libro sobre el edificio. Quería recordar aquellas ideas con todo detalle.

En la tienda, encontró justo lo que buscaba: un libro que narraba la historia de la estación, antiguamente el Midland Grand Hotel, hasta la última reforma. También quería comprar un regalo para Sarah, pero nada de lo que se vendía allí le parecía adecuado. Había pasado antes por una bonita tienda de ropa, de modo que decidió volver por allí antes de coger el taxi que la llevara de vuelta a la casa.

—¿Dónde estabas? —exclamó Sarah, abriendo de golpe la puerta.

—He ido al centro. He estado en St. Pancras.

—Me he llevado un susto de muerte al llegar y no verte.

Joey se encogió de hombros.

—He pensado que estarías ocupada. Dijiste que tenías que hacer unos bizcochos para el colegio.

—Bueno, sí, pero… ¿por qué no me has dejado una nota?

—¿Y tú por qué no me has llamado? —respondió Joey—. Llevaba la BlackBerry.

—No tengo el número. ¿Te he llamado alguna vez a la BlackBerry?

A todo esto, seguían en la puerta de la entrada.

—No —contestó ella—. Lo siento. Pensaba que tendrías cosas que hacer. No quería que cambiaras tus planes para entretenerme.

La cogió por el brazo y cerró la puerta.

—¿Entretenerte? Eres mi mejor amiga y hace diez años que no te veo. ¿Entretenerte dices? Es lo que más me apetece del mundo.

—Lo siento, yo…

—¡Había reservado mesa en mi restaurante favorito y luego pensaba llevarte a mi librería favorita y a mi tienda de ropa favorita y a mi bar favorito! Lo tenía todo previsto.

—Pero no me habías dicho nada. ¿Cómo lo iba a saber?

—¡No tenías que saberlo! Era una sorpresa. Pensé que dormirías hasta el mediodía. Y cuando llego a las once, me encuentro con que no estás.

Joey suspiró.

—Lo siento. De verdad. No quería molestarte si estabas ocupada.

Sin saber qué otra cosa hacer, le entregó la bolsa rosa que llevaba en la mano.

—¿Y esto qué es?

—Un regalo.

—¿Qué es?

—Una blusa de seda.

Su amiga parecía a punto de echarse a llorar.

—Buen intento —dijo, sacando la prenda de la bolsa y poniéndosela por delante para ver el efecto.

—Pero equivocado —concluyó Joey.

Sarah asintió con tristeza.

7

Joey miraba el paisaje mientras las imágenes del día anterior pasaban por su mente. Sarah probándose la blusa, que era por lo menos tres tallas menor de lo que necesitaba; Chris quejándose de la cena y Henry mandándolo a su habitación muy enfadado; Zoë echándose a llorar porque Timmy no dejaba de mirarla;
Tink
vomitando en mitad de la cocina.

Una noche que, en líneas generales, le gustaría olvidar. Y, para terminar de empeorar las cosas, no se le había ocurrido otra manera de bregar con la tensión que se respiraba en la familia que bebiendo demasiado. El resultado era un monumental dolor de cabeza que se le estaba formando de tanto bache como había en los caminos que conducían a Stanway House. Lo único que quería era llegar. Además, de nada servía seguir dándole vueltas a haber arruinado los planes de su amiga y a la tensión que se había respirado en la casa toda la tarde. Ella no había querido herir los sentimientos de Sarah a propósito. Lo único que pretendía era ser una invitada educada. Menos mal que los vería de nuevo al cabo de unos pocos días. Los niños daban clases de equitación en un picadero que estaba cerca de Benbrough House y el fin de semana se celebraba una carrera de obstáculos infantil. Sarah, Henry y sus hijos irían entonces al campo y ella y su amiga podrían disfrutar de medio día para las dos. Joey esperaba poder subsanar el daño causado.

La sinuosa carretera bordeada de árboles a ambos lados culminó una última colina y el taxi tomó un sendero de acceso a una casa. Dejaron atrás la del guardés y, de repente, allí estaba. El taxista apagó el motor mientras Joey contemplaba la estructura que llevaba deseando ver en persona desde hacía meses. Ejemplo de arquitectura jacobina, construida con piedra de la zona, llamada Gulting Yellow, tenía un arco central flanqueado por miradores y el friso del tejado embellecido por arabescos tallados en la piedra.

—Ya hemos llegado —dijo el taxista.

Joey salió del coche y se quedó mirando extasiada la casa, envuelta ésta en el halo dorado del sol de la tarde. Sin poder contenerse, se acercó hasta ella y acarició la fachada de piedra. Notó el calor que emanaba del edificio. ¡Le estaba hablando!

El taxista sacó el equipaje del maletero e interrumpió su comunión arquitectónica para decirle el importe. Joey contó las libras y se las entregó. El trayecto desde Londres había sido caro, pero de ninguna manera podría haber alquilado un coche. Tenía carnet, pero casi nunca conducía y, a lo que no estaba dispuesta de ningún modo era a ponerse ante un volante ubicado en el lado contrario. Cogió su equipaje y se acercó al pórtico mientras el taxi se alejaba de la casa. Después, sacó a
Tink
de su jaula y le puso la correa.

Se alejaron paseando por el camino que partía del arco de entrada en dirección a una arboleda con ejemplares viejos. Después de los meses que llevaba invertidos en aquel proyecto, Joey sentía como si ya conociera el lugar. Era extraño, como por fin encontrarse con un familiar al que sólo se conoce por foto.

Detrás de los árboles, comenzaba un sendero flanqueado por tupidos rododendros y otro que conducía al jardín acuático de la propiedad, uno de los más delicados de Inglaterra.

Cuando regresaba a la casa, vio a una chica de pie en la entrada. Tendría unos catorce o quince años, unos resplandecientes ojos verde esmeralda y una abundante mata de pelo ondulado del que Joey no era capaz de apartar la vista. Según su experiencia, la mitad de las mujeres de Nueva York querían tener el pelo claro y estaban dispuestas a pagar una pequeña fortuna cada cuatro o seis semanas con tal de parecer rubias naturales. Pero ni siquiera Marta, que en opinión de Joey era un genio del tinte, sería capaz de reproducir los sutiles tonos de aquella majestuosa cabellera.

La faldita corta que llevaba la chica le recordó lo que su padre le solía decir a ella cuando trataba de salir de casa con tan atrevida indumentaria: «¡Llevas una falda tan corta, que veo lo que has desayunado esta mañana!».

—Hola —saludó—. Soy Joey Rubin.

—Hola. Soy Lily, la hija de Ian. Vivimos en la casa del guardés, al final del camino de acceso.

Joey tenía muchas ganas de conocer a Ian McCormack, con quien había hablado varias veces por teléfono. Ian había sido la persona de contacto para su empresa desde que lord y lady Tracy entregaron las llaves de la propiedad y decidieron mudarse a Londres. Esperaba poder convencerlo de que aceptara ser el administrador del hotel y la propiedad. Sería de gran ayuda para ellos que alguien de la zona estuviera al cargo. Y seguro que conocía la casa y las tierras mejor que nadie.

—¿De dónde eres? —preguntó la chica, mirando a Joey con menosprecio.

—De Nueva York —contestó ésta.

La pátina de desdén adolescente se desvaneció como por arte de magia.

—Qué guay. Yo quiero irme a vivir a Nueva York.

Un hombre apareció en la puerta en ese momento y Joey dedujo que debía de ser Ian, pues el parecido con su hija era indiscutible. Pero fueron sus ojos, inteligentes y atentos, lo que más le llamó la atención. Llevaba unos gruesos pantalones de lona, camisa de tejido de lana y un grueso jersey de ochos gris oscuro tejido a mano que no estaba en su mejor momento. El elástico de la cintura y los puños se estaba deshilachando.

—No me digas —le dijo a su hija un tanto despectivamente. A continuación, la miró de arriba abajo y se quedó contemplando con gesto de desaprobación la falda que llevaba—. ¿De dónde has sacado esta ropa?

—Oxfam.

—¿Y dónde está el resto?

Joey se mordió el labio para no sonreír.

—Ve a cambiarte ahora mismo.

—¡Papá! —se quejó la chica.

—¡Lily! —la imitó él.

Mirando a Joey con impotencia, con una mirada que decía: «¡Hombres! Me entiendes, ¿verdad?», Lily giró sobre sus talones y se fue hacia la casa con cajas destempladas.

Ella se imaginó a Ian acicalado como un neoyorquino: con el pelo muy corto, perfectamente afeitado y traje italiano de tres piezas. Hacía lo mismo con todos los hombres que conocía: imaginaba cómo estarían si dejaran que ella se ocupara de vestirlos y arreglarlos. Pero en esa ocasión se quitó la fantasía de la cabeza. A casi todos los hombres les sentaba bien un traje italiano. Pero no a todos les sentaba tan bien un jersey viejo como el que llevaba Ian.

—Tenía muchas ganas de conocerlo —dijo, tendiéndole la mano.

Nada de sonrisas ni encantadoras arruguitas alrededor de los ojos por parte de él, que se limitó a asentir con la cabeza, sin hacer ademán de estrecharle la mano. A Joey, tanta contención le sentó como un jarro de agua fría.

—Creía que vendría Wilson.

—Tenía que venir él, pero ha tenido un accidente.

—Oh, vaya. ¿Está bien?

—Lo estará —respondió Joey.

—Entonces, ¿va a ocuparse usted de la reforma?

—Así es. Y voy a necesitar su ayuda. Empezaremos mañana a primera hora. Tenemos que reunirnos con el contratista para concretar los detalles.

—¿Qué contratista? ¿Ya ha contratado a uno?

Ella asintió con la cabeza.

—Se llama Massimo Fortinelli.

Ian la miró con incredulidad.

—Oh, no, el italiano…

—¿A qué se refiere?

—Idiotas —dijo Ian, negando con la cabeza desdeñosamente.

—Pero ¡tenía muy buenas referencias! Todos los que han trabajado con él hablan maravillas.

—¿Como por ejemplo? —la presionó Ian.

—Como… —Joey se detuvo, preguntándose si era ético dar detalles de conversaciones confidenciales y, finalmente, se dio cuenta de que no tenía nada que ocultar—. Como… Alasdair Newell…

—Cómo no —exclamó Ian—. Newell.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que ellos dos… —El hombre levantó dos dedos y pasó uno sobre el otro—. Es evidente que Newell se pondrá del lado de ese tío.

—Pero no serían amigos si Newell no lo respetara, ¿no? Han trabajado en tres o cuatro obras juntos.

—Exacto —le espetó él—. Haga lo que quiera. El apartamento está listo.

—Gracias —susurró Joey—. Me apetece echar un vistazo.

—Como quiera. No necesita mi permiso. Este lugar es suyo ahora.

—Ojalá —respondió ella, tratando de caldear un poco la frialdad reinante—. Mi verdadera casa cabe en uno de sus baños, seguro.

Pero Ian no se ablandó. Entró en la casa y regresó al cabo de un momento con un juego de llaves.

—Gracias —dijo Joey.

Él asintió de nuevo y se alejó por el camino de acceso hacia su vivienda.

Una hora más tarde, Joey se afanaba en deshacer su equipaje en el elegante apartamento en el que se iba a alojar durante las semanas siguientes. Habían sido los aposentos privados de la anciana tía de lady Tracy, Margaret, que había sufrido un ataque fatal a los noventa y un años. El hogar contaba con un espacioso salón y un generoso dormitorio con baño. La anciana solía comer con la familia y, si no, le servían las comidas en privado en su habitación. Joey iba a tener que arreglárselas sin cocina, pero aparte de eso, no se le ocurría un lugar más encantador.

Se había llevado una agradable sorpresa al enterarse de que el apartamento conservaba el mobiliario original, al contrario que muchas de las otras habitaciones, que se habían vaciado antes de la venta. Tal vez Stanway House fuera a convertirse en un lugar público, pero había muchos miembros de la familia Tracy repartidos por Gran Bretaña decididos a llevarse todo lo que pudieran de la casa. Se preguntaba cómo era que nadie había saqueado aquella parte de la mansión. Pero fuera como fuese, estaba encantada de poder hospedarse allí en vez de en alguno de los establecimientos rurales de la zona. Así podría imbuirse del espíritu del lugar en cualquier momento del día y de la noche.

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