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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (10 page)

BOOK: L’épicerie
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—Claro que sí. ¡Desde luego! Quitar las malas hierbas da mucha sed. —Chloé miró la taza vacía con expresión ansiosa, provocando las risas de los adultos.

—¿Quieres otra taza?

—¡Sí! —Annie carraspeó antes de que Chloé pudiera pronunciar las palabras—. Las dos queremos.

—Si no te conociera mejor, Annie —dijo Josette con una sonrisa mientras recogía las tazas—, creería que estás utilizando a nuestra joven amiga como una excusa.

—Yo no he utilizado a nadie. Ambas tenemos nuestrrras propias rrrazones para venirrr aquí. ¿No es así, Chloé? —dijo guiñándole un ojo a la niña, ahora paralizada al ver la alta figura de Fabian, de pie en el umbral de la puerta, casi en la misma pose que su héroe.

—Dos más para nuestras adictas, Fabian, por favor.

—Será mejor que vaya a buscar más café.

Desapareció por la puerta que conducía al almacén, mientras Annie acompañaba a Josette a la tienda para hacerse con los comestibles que la protegerían de las perspicaces preguntas de Véronique cuando volviera a casa.

Al fin sola en el bar, Chloé se volvió hacia la figura silenciosa sentada tras ella en el banco de la chimenea.


Bonjour,
Jacques —susurró, y el anciano asintió como respuesta.

Chloé no se cuestionaba la razón por la que Jacques estaba allí. O tal vez en otro lugar. Sin ser consciente de ello, descendía de un prolongado linaje de místicos y había heredado las habilidades de su abuela, que a su edad aceptaba como algo completamente natural. Todavía podía ver a Jacques Servat, aunque hubiera muerto el verano pasado. No le parecía algo extraño. Sobre todo porque Josette también podía verlo.

Era su secreto compartido.

—¿Qué pasa? —preguntó al reparar en el ceño fruncido y los brazos cruzados.

Se llevó las manos al cuello y puso los ojos en blanco, fingiendo asfixiarse. Chloé profirió una risita.

—No puedes suicidarte. ¡Ya estás muerto!

Jacques sonrió también, pero entonces Fabian entró en la estancia y su sonrisa se esfumó, mientras seguía con los ojos a su sobrino hasta que se oyeron sus pasos descendiendo las escaleras del sótano. En ese momento Chloé supo cuál era el problema.

—¿Es por Fabian? ¿Tampoco te gusta?

Jacques denegó con un brusco movimiento de cabeza que hizo bailar las llamas en el hogar.

—A mí me parece simpático —manifestó Chloé con la sinceridad que la caracterizaba—. ¡Hace un chocolate muy bueno!

Jacques hizo una mueca.

—Pero mamá no lo puede ver. Ya sabes que le ha prohibido entrar en la tienda.

El anciano se dejó caer en el banco, avergonzado de que un miembro de su familia tratase de aquel modo a sus amigos y atormentado por el hecho de que todo fuera culpa suya.

—Mi madre está pensando en echarle una maldición —anunció Chloé, lo que hizo que Jacques se enderezase en su asiento entusiasmado—. Para que vuelva a su casa. Pero necesita algunos ingredientes. Y ya sabes cómo es mi madre con la cocina. Probablemente mezclaría los ingredientes erróneos y… ¡boom! Lo convertiría en una rana o algo parecido. Y entonces tendrías que soportarle saltando de un lado a otro, así.

Jacques se echó a reír al ver a Chloé haciendo una rápida imitación de Fabian el batracio, dando saltos alrededor de la mesa.

Pero cuando volvió a sentarse, tenía una expresión seria en la cara.

—Le dije que no debía hacerlo, pero… —Chloé profirió un suspiro, demasiado audible para venir de un cuerpo tan pequeño—. Últimamente parece no escucharme. Está demasiado ocupada.

Empezó a juguetear con los dedos en las quemaduras de cigarrillos que habían agujerado los girasoles del brillante mantel de plástico, con el labio inferior tembloroso. Y por primera vez desde la llegada de su sobrino, Jacques centró su atención en otra persona.

«Debe de ser duro —pensó—. Sin padre y con una madre siempre ocupada en intentar llegar a fin de mes.»

Se puso en pie, le crujieron las rodillas, y después dio un salto indeciso hacia la niña, que era para él como una nieta.


Ribbit, ribbit
—articuló con los labios, y Chloé reprimió una risita.

Jacques pasó a su lado dando brincos.


Ribbit, ribbit
—volvió a articular.


Ribbit, ribbit
—respondió Chloé, encantada.

Cuando llegó al final de la mesa y fingió una caída, imitando a su desventurado sobrino, Chloé se rio a carcajadas, que salieron del bar y se oyeron en la escaleras que iban al sótano.

Fabian estaba concentrado en las dos cajas de cerveza que cargaba. Había decidido aprovechar la ausencia de su tía, puesto que de lo contrario Josette se empeñaría en subirlas ella misma. Había intentado convencerla en vano de que le dejase hacer las tareas que requirieran levantar peso, como por ejemplo, traer la leña para el bar. Le daba vergüenza que los demás pensaran que no se había ofrecido a hacerlo.

Era muy testaruda, e insistía en que era mejor si no empezaba a depender de él para esas cosas. Como si creyera que Fabian se iría muy pronto. O tal vez con la esperanza de que lo hiciera.

Y por eso Fabian intentaba adelantarse a ella, subiendo del sótano algunos artículos antes de que fueran realmente necesarios y acarreando la leña hasta la chimenea antes de que ella tuviera la oportunidad de hacerlo. Aun así, su tía se quejaba cada vez que tropezaba con las cajas que aguardaban tras la barra del bar, y se lamentaba de que estaban gastando demasiada leña.

Sencillamente, no podía ganar.

Pero todavía no estaba dispuesto a admitir la derrota, pensó mientras subía los últimos escalones bajo el peso de las cajas de cerveza. Y entonces oyó a Chloé.

Estaba diciendo algo sobre convertir a alguien en rana.

Dejó las cajas en el suelo y miró de hurtadillas por la puerta. La niña estaba sentada a la mesa, sola.

Intrigado, la observó mientras daba saltitos por la sala para después volver a sentarse. Murmuró algo al lado del fuego, en un tono inaudible para él, y luego empezó a reír, siguiendo con la mirada a algo, o alguien, invisible.

Diciendo todo el rato
«ribbit, ribbit
».

Aquella niña obviamente estaba mal de la cabeza. Igual que su madre.

Josette oyó las carcajadas y supo que Jacques tenía algo que ver con aquel estallido de risas. Corrió hacia el bar, con Annie en los talones, para ver a su marido dando saltos alrededor de la mesa como una rana mientras Chloé se desternillaba de risa en la silla. Y a Fabian de pie en la puerta que conducía al sótano. Mirando a Chloé fijamente.

—¡Chloé! —le llamó la atención, en un tono un poco más severo del que pretendía emplear—. Creo que has superado tu dosis de azúcar, señorita. ¿No crees, Fabian?

Chloé comprendió de inmediato, y se llevó la mano a la boca al ver a la figura larguirucha frente a ella.

—Perdona, Josette. Solo estaba jugando.

—Y yo sé con quién —masculló Josette mientras fulminaba a Jacques con la mirada, sentado ahora de nuevo en su sitio haciéndose el sueco. ¡Se había atrevido incluso a guiñarle el ojo! Fuera lo que fuese lo que aquellos dos se traían entre manos, por lo menos ahora volvía a ser el mismo de siempre, por primera vez desde hacía semanas.

—¿Cómo va ese café? —preguntó Annie, cuya impaciencia le hizo pronunciar con la mayor claridad posible, y que por primera vez Fabian la entendiera y pusiera la máquina en marcha.

—¡Que sean dos! —Christian entró por la puerta dando grandes zancadas, haciendo que la estancia de pronto empequeñeciera—. Tengo el tiempo justo antes de ir a casa a cambiarme.

—¿Es que tienes una cita esta tarde? —bromeó Josette.

Christian se sonrojó.

—¡No! Tengo que ver al director del banco. Ha sido muy amable al querer recibirme en sábado.

—Debe de tratarrrse de algo serrrio, entonces —siguió bromeando Annie, maldiciendo la rapidez de su lengua viperina cuando advirtió que su vecino granjero se ponía tenso. De todos los vecinos precisamente ella era la que menos debía entrometerse en la vida de los demás. Anotó mentalmente que reduciría el consumo de cafeína. Pero solo después de aquella taza.

—Es una reunión rutinaria —farfulló y aprovechó para cambiar de tema—. Pensé que podría encontrar a Véronique aquí. Por si quería bajar conmigo a la ciudad.

—Está en casa, dando vueltas como un alma en pena. ¡Me vuelve loca!

—¿Por qué? ¿Qué le pasa? —preguntó Josette mientras Fabian servía las bebidas.

—Dice que si no sale se va a volver majarreta —resopló Annie—. Los perros y yo no le hacemos suficiente compañía.

—Creo que la entiendo —dijo Christian sin pensar, y al darse cuenta enseguida se apresuró a suavizar sus palabras—. Me refiero a que… no es que no seas una agradable compañía, Annie… pero ya sabes…

La risa de Annie le interrumpió.

—No necesitas disculparte. Es cierrrto. Es demasiado joven para quedarse en casa encerrada conmigo. Necesita su prrropio sitio y volver a trabajar.

—De hecho, esa es una de las razones por las que he venido —prosiguió Christian—. Acabo de enterarme de que uno de los pisos en la antigua escuela está disponible. El próximo viernes por la noche hay una reunión del Ayuntamiento y espero conseguir la aprobación para alquilarlo.

—¡Eso sería perfecto! —exclamó Josette—. Estaría aquí al lado. No sabéis cuánto la he echado de menos estas últimas semanas.

—No eres la única —admitió Christian, y de inmediato volvió a sonrojarse al darse cuenta de lo que acababa de decir—. Ya sabéis a qué me refiero, este sitio no es lo mismo sin ella… —Titubeó y dejó de hablar al ver que Fabian parecía ofendido.

—¡Pues por mí os la podéis quedarrr! —ladró Annie—. No hace más que regañarme.

—Eso es porque probablemente lo necesitas —replicó Christian sonriendo abiertamente—. En fin, Josette, si te va bien, pasaré a buscarte el viernes a eso de las siete.

—Bueno, supongo que…

—¿Qué pasa?

Josette miró de reojo a un Jacques ahora sonriente debido a la presencia de Christian, y luego a Fabian, que estaba recogiendo un montón de cucharillas de café que había tirado al suelo. ¿Cómo podría dejarlos solos mientras estaba en la reunión del Ayuntamiento en Fogas? Sería un desastre.

—No creo que pueda ir.

Christian arqueó una ceja.

—Pero Fabian puede quedarse en la tienda.

—Sí, ya lo sé, es solo que… —No se le ocurría ninguna excusa decente. Por lo menos ninguna que fuera creíble. Y si les decía la verdad, la encerrarían—. No quiero dejar a Fabian solo. Todavía se está familiarizando con el negocio.

—¿Es que no confías en mí, tía Josette? —preguntó Fabian con un tono de voz cortante.

—No, no es eso…

Chloé salió en su auxilio.

—Yo también podría estar aquí, Josette. Y así Fabian no estaría solo. Mamá probablemente tendrá que trabajar, de todos modos.

Josette lanzó una mirada a la niña que meneaba la cabeza mirando a la chimenea, con los ojos brillantes por los mensajes secretos.

—No es mala idea —dijo Christian—. Véronique también podría venir conmigo y echarle un vistazo al piso, y estaría cerca para echarle una mano a Fabian en caso de que necesite ayuda.

—De acuerdo. Así me quedo más tranquila —aceptó Josette a regañadientes. Al ver a Jacques frotándose las manos ante la perspectiva de una noche a solas con su sobrino, se sintió aún menos entusiasmada con aquel plan.

—Entonces está decidido. Llamaré a Véronique cuando vuelva a la granja para comentarle lo del piso e intentar convencerla de que me acompañe a la ciudad. —Christian apuró la taza de café, relamiéndose los labios—. Caray, Fabian, ¡es un café excelente!

—Sí —replicó Fabian con una pizca de sarcasmo—. Por lo menos eso sí que lo sé hacer.

Véronique poco a poco se estaba volviendo loca. Hacía semanas que no salía, aparte de una visita al hospital de St. Girons y de asistir a misa los domingos. No se había atrevido a ir al mercado desde que se rompió la pierna, al no creerse capaz de caminar con las muletas por los estrechos pasillos entre los puestos, que siempre estaban abarrotados. Los últimos sábados además había hecho mucho frío, por lo que en realidad no le había importado demasiado.

Pero hoy hacía un día estupendo, perfecto para vagabundear bajo los plátanos del
Champ de Mars,
con el olor de los quesos y productos de charcutería mezclado con la fragancia de las paellas recién hechas y el delicioso aroma de los pollos asados. Nunca había conseguido llegar al final de uno de los pasadizos sin encontrarse con algún conocido con el que empezar a charlar, ambos zarandeados por la multitud que se arremolinaba a su alrededor, mientras se ponían al día de los chismes locales. Cuando por fin acababa de hacer las compras, la mañana tenía un final redondo en Le Bouchon, donde se tomaba un café y casi siempre se encontraba con la mitad de los vecinos del municipio, sentados en la terraza viendo la vida pasar. Con excepción de su madre, que se negaba a ir al mercado. Nunca lo había hecho, si la memoria no le fallaba a Véronique. Decía que era una excusa para chismorrear.

Y eso era exactamente lo que Véronique echaba de menos. Llevaba toda la mañana observando frustrada los coches que bajaban por la colina hacia la ciudad, y ella estaba allí encerrada.

En quince días le quitarían la escayola y entonces por lo menos podría salir. Había olvidado hasta qué punto la granja le hacía sentirse sola. Y los malos recuerdos que le traía de su triste infancia.

Se llevó la mano derecha al pequeño crucifijo que pendía de su cuello.

Esa era otra de las cosas que le molestaban: tenía demasiado tiempo para pensar, encerrada en casa con la pierna enyesada; para recordar el pasado y el acoso que había sufrido en la escuela. Incluso las vacaciones habían sido para ella un infierno, puesto que su madre estaba demasiado ocupada en la granja como para dedicarle algún tiempo, y sus torturadores se alegraban de poder ir a buscarla en aquellos largos días para seguir acosándola. Y todo simplemente porque no sabía quién era su padre y también porque, según sus tías, su madre tampoco lo sabía.

Uno de aquellos veranos, cuando intentaba escapar de los abusones, descubrió que la antigua iglesia de La Rivière no estaba cerrada con llave. Empujó la gruesa puerta de madera y entró en el santuario.

Nunca se les ocurriría ir a buscarla allí.

Se acurrucó en uno de los desvencijados bancos y lloró hasta quedarse dormida. El cura la encontró por la noche cuando fue a cerrar la puerta, y al explicarle por qué estaba allí, le regaló el crucifijo que ahora llevaba. Y una llave. La pequeña iglesia se convirtió en su refugio.

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