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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (2 page)

BOOK: Libros de Luca
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Con la cuidadosa minuciosidad de un investigador, siguió hojeando el libro hasta detenerse en un grabado, una lámina que representaba a la muerte con túnica y guadaña. La ilustración estaba muy lograda, y a pesar de examinarla con detenimiento, no pudo encontrar en ella ningún error de impresión. El aguafuerte, una técnica de grabado algo complicada, estuvo muy difundida durante el siglo XIX, y se distinguía por mostrar un mayor grado de definición y pureza en los detalles, mucho más refinados incluso que en las mejores xilografías. Por otro lado, se hacía imprescindible proceder con mucho cuidado, dado que la tinta se recogía en una cavidad de la lámina de cobre, mientras que el texto, por lo general, estaba moldeado en plomo y en relieve.

Luca pasó varias páginas, admirando con gran entusiasmo los otros grabados que contenía el libro. Sin embargo, al llegar a la última carilla, volvió a fruncir el ceño. Normalmente, era allí donde acostumbraba a colocar una etiqueta del tamaño de una tarjeta personal con el precio y el nombre de la tienda, pero, en este caso, la tarjeta faltaba. Le parecía raro que Iversen hubiese comprado una obra tan costosa sin consultarle, y más extraño aún le resultaba que exhibiese el ejemplar para la venta sin el precio, algo que contradecía por completo su minucioso modo de hacer las cosas.

Luca volvió a examinar detenidamente el local, como esperando a un imprevisto comité de bienvenida que se presentara para desvelar el misterio, pero sólo unas cuantas personas estaban al tanto de su viaje y de su llegada, y aquéllas sabían muy bien que no había argumentos convincentes como para festejos.

Se encogió de hombros, abrió el libro por la mitad y comenzó a leer en voz alta. Las dudas desaparecieron de su rostro y fueron sustituidas por la alegría de leer en su lengua materna. Poco después levantó aún más la voz y dejó que las palabras inundaran los pasillos de la librería. Llevaba un tiempo sin leer en italiano, así que aún tardó un par de páginas antes de dar con el acento correcto y encontrarle al poema su verdadero ritmo. No había duda de que estaba disfrutando: los ojos le brillaban de felicidad y el entusiasmo expresivo marcaba un fuerte contraste con la melancolía del texto.

Duró sólo un instante. De golpe, la expresión de su rostro dejó de lado el entusiasmo para dar paso a la sorpresa. Entonces, vacilante, retrocedió dos pasos, haciendo que su cuerpo destrozara la vitrina que se encontraba a su espalda. Sin apartar los ojos del libro, siguió leyendo mientras llovían sobre él fragmentos de vidrio. Las pupilas dilatadas transformaron la sorpresa en terror; sus nudillos empalidecieron a causa de la presión con la que aferraba el volumen entre sus manos. Con movimientos tambaleantes, casi mecánicos, su cuerpo se inclinó hacia la barandilla y, al tomar contacto con ella, el temblor hizo que la copa de coñac se volcara rodando, para estrellarse contra el suelo de la planta inferior. La alfombra amortiguó el sonido del cristal al romperse.

La fuerza de la voz de Luca seguía sin disminuir, pero el ritmo era ahora irregular y frenético. El sudor perlaba la frente del anciano, y su rostro adoptó un color rosado por el esfuerzo. Un par de gotas descendieron por el puente de la nariz hasta la punta, y desde allí cayeron sobre el libro. El papel grueso absorbió las gotas de sudor como si fuese lluvia en el lecho de un río seco.

Luca abrió desmesuradamente los ojos, que se concentraban en el texto sin parpadear ni una sola vez, ni siquiera cuando cayeron sobre él las gotas de sudor. Las pupilas seguían implacables los renglones de las páginas y, aunque el hombre lo intentara, le resultaba imposible volver la cabeza: no podía hacer otra cosa que leer el libro que tenía entre sus manos. Todo su cuerpo comenzó a temblar violentamente y una sensación de dolor contrajo su rostro en una mueca macabra, transformando a aquel hombre, en otro momento de aspecto tan amable, en alguien que bien podía parecer un loco o un epiléptico en pleno ataque.

A pesar del esfuerzo físico, la voz de Luca continuaba flotando en el local, balbuceante y a veces interrumpida por una pausa, a la que seguía un torrente de palabras. Ya no había ritmo en lo leído, las frases eran masculladas y unidas sin observar las reglas gramaticales, y el acento en las sílabas era cada vez más casual con el incremento de la velocidad. Aunque resultaba posible reconocer cada una de las palabras, la pronunciación y su secuencia ya no eran comprensibles, y las frases que salían de las cuerdas vocales de Luca estaban despojadas de todo sentido. No obstante, la lectura avanzaba a una velocidad enloquecida, y el torbellino de palabras era ahora sólo interrumpido por espantosas inhalaciones cada vez que los pulmones se quedaban sin aire. Al cabo de cada intento por respirar —lo cual producía una aguda estridencia—, las palabras y frases escapaban por la boca del librero con la fuerza de un caudal de agua que había permanecido momentáneamente estancado.

En ese momento, el cuerpo le temblaba con tanta fuerza que la barandilla a la cual estaba sujeto comenzó a vibrar haciendo crujir con violencia la estructura de madera. El sudor se deslizaba por todo su cuerpo, y en varios lugares se podía advertir su ropa empapada; sobre la alfombra, en torno suyo, las gotas del sudor formaban manchas oscuras.

De golpe, el torrente de palabras se detuvo y los temblores cesaron. Luca tenía todavía los ojos clavados en el libro que sujetaba entre sus manos, pero la expresión de pánico se había desvanecido. Una mirada apaciguada, tranquilizadora, conquistó de inmediato el rostro del italiano. Lentamente, inclinó el cuerpo sobre la barandilla, el libro se deslizó entre sus manos sudorosas y las páginas cayeron aleteando. La baranda crujía con peligrosidad bajo el peso, hasta que un tramo de ésta se partió con un estruendo y todo se llenó de astillas. Por un instante, el cuerpo de Luca permaneció detenido con firmeza en el borde del pasadizo, antes de derrumbarse y rodar sin vida hacia delante, para terminar desplomado en el suelo del piso inferior. En su viaje final, los desfallecidos miembros se agitaron sin control hada los costados, derribando estantes y libros que acabaron por levantar una nube de polvo.

El cuerpo de Luca golpeó el suelo con dureza en un pasillo angosto, entre dos estanterías, y de inmediato quedó sepultado debajo de un montón de libros, madera y polvo.

Capítulo
2

Cada vez que Jon Campelli debía comparecer ante el tribunal, la noche anterior dormía intranquilo, si es que lograba cerrar un ojo. Lo mismo le sucedió esa noche y al final acabó por rendirse; se levantó de la cama y se puso una bata de color azul oscuro. Se dirigió con paso lento hacia la cocina, y en la cafetera de émbolo se preparó una taza bien cargada de café, que tomó a pequeños sorbos mientras leía el manuscrito de su alegato final. Aunque ya había repasado las páginas varias veces la noche anterior, volvió a leerlas detenidamente, probando en voz alta algunas variantes de las mismas frases. De este modo, a las cuatro de la mañana, en el último piso del ático de Kompagnistrsede, se oía resonar una voz potente y clara que repetía hasta el infinito los mismos párrafos, una y otra vez, como si se tratara de un actor que ensaya su papel.

Unas horas más tarde, Jon recogió el periódico que esperaba fuera, ante la puerta principal, y lo hojeó mientras hacía el desayuno y bebía otra taza de café recién hecho. La declaración estaba al alcance de su mano, y varias veces interrumpió el repaso del periódico para volver a sacar el manuscrito y leer nuevamente un determinado pasaje antes de volver a las noticias del día y a su tostada.

Ninguno de sus colegas sospechaba la enorme cantidad de trabajo que solía dedicarle al alegato final, pero a pesar de su relativa juventud ya era reconocido por su gran profesionalidad. A los treinta y tres años, gozaba de una fama que lo convertía en un verdadero modelo para los otros abogados defensores, a la vez que resultaba un desafío para sus contrincantes y era objeto de infundada desconfianza entre la jerarquía de los jueces más viejos.

Por eso, las presentaciones de sus casos ante el tribunal generalmente se veían muy concurridas; era muy probable que un nutrido grupo de espectadores apareciera por la sala aquel día, aunque el éxito ya parecía estar asegurado de antemano. El cliente de Jon, un inmigrante de segunda generación cuyo nombre era Muhammed Azlan, había sido acusado de tráfico de objetos robados, y al igual que las tres denuncias anteriores en su contra por el mismo cargo, también ésta resultaba infundada. Ya comenzaba a parecer un caso de persecución policial, pero Muhammed se tomaba el asunto con asombrosa tranquilidad y se sentía satisfecho intentando dar el golpe por la vía judicial, o sea, exigir una buena indemnización por daños y perjuicios.

Jon bebió el resto del café y se dirigió al baño. Abrió el grifo del agua caliente de la ducha. Dejó caer la bata al suelo y mientras esperaba a que el agua alcanzase la temperatura deseada observó su cuerpo en el espejo. Con los dedos pulgar e índice, apretó los michelines que se le dibujaban a los costados, como si fuesen vejigas que se hubieran inflado en el curso de la noche. Cinco años antes su abdomen era plano como una tabla de lavar, pero de un modo extraño, casi imperceptiblemente y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, las marcas de un cuerpo trabajado se fueron borrando de forma gradual, como por efecto de una constante pleamar.

Mientras estaba bajo la ducha, sonó su móvil. Jon se enjuagó el champú y terminó con el resto de su ritual matutino antes de comprobar la llamada. Era de Muhammed. En el mensaje, su cliente le explicaba con el habitual tono distendido que había vendido sus «ruedas» y por eso necesitaba algún medio para poder llegar a los tribunales. Cuando Jon contestó la llamada, el número le dio ocupado, de modo que se conformó con dejar un mensaje diciendo que estaba de camino.

Fuera llovía. Jon corrió con pasos rápidos hacia su coche, un Mercedes SL gris metalizado, y arrojó su maletín sobre el asiento del acompañante, incluso antes de que él mismo diera un salto al interior del vehículo tratando de protegerse de la lluvia. A través de los cristales mojados, el mundo exterior parecía a punto de fundirse: figuras ataviadas con impermeables de vivos colores se mezclaban hasta el punto de parecer seres fantásticos de algún dibujo infantil. Los limpiaparabrisas se pusieron en marcha tan pronto encendió el coche, y el agua comenzó su trabajo: las criaturas fantásticas desaparecían para ser reemplazadas por daneses malhumorados que avanzaban fatigosamente a través de la lluvia o bien se aglomeraban debajo de los toldos en busca de refugio.

El tráfico en dirección a Norrebro, en parte debido a las malas condiciones meteorológicas, se movía con mucha lentitud; Jon consultó su reloj varias veces. Llegar tarde a un juicio no era un buen punto de partida, ni siquiera cuando uno tenía el triunfo en el bolsillo: para él, la puntualidad era casi una cuestión de honor. Por fin, pudo abandonar Áboulevarden y girar hacia Griffenfeldsgade, para luego seguir hasta Stengade, donde vivía Muhammed. El edificio era un complejo de viviendas populares, una de esas estructuras de hormigón armado, cubierto de ladrillos rojos y con un pequeño jardín o un balcón para cada apartamento. Entre los edificios había un gran patio, con el césped cortado, juegos infantiles cuarteados por la intemperie y bancos desteñidos por el sol.

El apartamento de la planta baja había convertido a Muhammed en beneficiario de un jardín de seis metros cuadrados rodeado por una reja entrelazada de un metro y medio de alto, color verde alga, que en sus orígenes parecía haber sido blanca. Para entrar, las visitas de Muhammed debían usar siempre la puerta que daba al «parque», como le gustaba llamar al jardín, de modo que Jon atravesó el patio y cruzó por el chirriante acceso. Sobre el césped estaban desparramados cartones vacíos, cajas de leche y paletas, nada de lo cual servía ya a su primitivo propósito y únicamente esperaban a que el encargado apremiase a Muhammed para que hiciera desaparecer toda aquella basura de allí.

Un respiradero que corría a lo largo de los muros exteriores lo protegió de la lluvia, al tiempo que servía también como segundo almacén para varias cajas, bidones y hasta un contenedor con galletas para perro en bolsas de veinte kilos.

Jon golpeó la ventana del salón y no tuvo que esperar mucho antes de ver aparecer a Muhammed detrás del cristal, vestido solamente con calzoncillos, camiseta, y lo más importante de todo: el móvil con auriculares. En perfecta sintonía con su estilo a la moda, la camiseta anunciaba con grandes letras sobre el pecho: «Extracomunitario». Muhammed disfrutaba explotando los prejuicios más estereotipados con pequeñas provocaciones. Ya se había transformado en una especie de afición realizar algunas operaciones punzantes contra la Dinamarca del Ekstrabladet,
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como acostumbraba a decir. Su comportamiento no obedecía ni a la amargura ni al enfado al que algunos inmigrantes parecían propensos, sino que lo entendía simple y llanamente como un sano divertimento en el que ponía en juego su autoironía.

La puerta del salón se abrió y, sonriendo, Muhammed agitó las manos invitando a Jon a entrar, mientras seguía la conversación a través de los auriculares. El idioma era, por lo que el abogado lograba entender, turco. La habitación en la que estaban le servía a Muhammed para tres propósitos diferentes: era sala, oficina y almacén. Aunque, en ocasiones, parecía también que el propietario utilizara ese espacio como sauna. En cualquier caso, siempre hacía mucho calor, probablemente para que Muhammed pudiera llevar en cualquier época del año sólo calzoncillos y camiseta.

Muhammed se definía profesionalmente como un «jugador de concursos muy competitivo». Le gustaba aplicar esa denominación para presentarse y, sin duda, ayudaba a darle una nota más romántica a su trabajo de lo que justificaba su carácter. Con la apertura general de internet, muchas empresas se dieron cuenta de que un buen medio para atraer visitantes a sus páginas web era organizar alguna especie de concurso, o bien una lotería, a partir de la cual los participantes podían ganar productos, dinero, viajes y muchas otras cosas. También hubo ediciones electrónicas de rasca y gana y juegos de casino, que se convirtieron en atractivos eficaces. Como la mayoría de estos concursos están abiertos a todos, sin importar el lugar del mundo en donde se encuentre el participante, hay acceso a una infinidad de posibilidades y se añaden nuevas oportunidades a cada segundo.

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