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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (3 page)

BOOK: Libros de Luca
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En no pocas ocasiones Muhammed vivió, casi literalmente, de participar en todos los concursos y juegos que se le presentaban, sin importarle demasiado cuál era la recompensa que podía obtener. Si no sabía qué hacer con los premios, los iba revendiendo —si no le servían para nada—, y por ello su hogar se parecía más a un almacén, atiborrado como estaba con cajas de cartón que contenían los artículos más dispares: productos de limpieza, diversos alimentos para el desayuno, patatas fritas, juguetes, golosinas, vinos, refrescos, café, artículos de higiene y algunos objetos más aparatosos, como un congelador horizontal Atlas, una cocina eléctrica de la marca Zanussi, una bicicleta estática, una canoa fija de remos y dos parrillas de forma esférica marca Weber. Desde fuera, podía parecer el almacén bien equipado de un perista, y ésa era la razón por la cual lo acusaban tan a menudo de tener en su apartamento un escondite de objetos robados.

—¿Qué tal, jefe? —exclamó Muhammed, estrechando la mano de Jon.

Aparentemente, parecía haber terminado su conversación telefónica, pero jamás se podía estar seguro del todo, ya que casi nunca se quitaba los auriculares.

Jon le estrechó su mano.

—Yo estoy listo —dijo, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia el cuerpo a medio vestir de Muhammed—. ¿Y qué me dices de ti?

—Eh, no pasa nada, no tengo más que sentarme y parecer inocente —contestó Muhammed, alzando las manos hacia delante, a la defensiva.

—Quizá sea más adecuado que te cambies esa camiseta —propuso Jon, sarcástico.

Muhammed sacudió la cabeza.

—Es lo que estaba a punto de hacer. Mientras tanto, siéntate, no tardaré nada más que un nanosegundo.

El hombre dejó el salón y el abogado buscó con la mirada un lugar donde sentarse. Apartó una caja con comida enlatada de un sofá de cuero marrón y se acomodó con su maletín en el regazo. En el otro extremo de la habitación, en una gran mesa de comedor que Muhammed utilizaba también como escritorio, estaban alineados en fila tres ordenadores portátiles, como si fuesen lápidas sepulcrales. Detrás de la mesa había una silla de oficina que tenía el tamaño de un sillón de dentista, y a juzgar por las numerosas palancas contaba con las mismas posibilidades de uso.

—¿Qué pasa con la causa por daños? —gritó Muhammed desde el dormitorio.

—No resulta muy conveniente presentarla antes de que hayamos ganado —gritó Jon como respuesta.

Muhammed apareció en la puerta, transformado por completo gracias a un traje negro con camisa blanca y zapatos brillantes. Se estaba anudando una corbata gris, pero los desacostumbrados movimientos dificultaban el proceso.

—Pero esta vez podremos obtener una bonita suma —continuó Jon, apuntando con el dedo hacia el rostro de Muhammed.

Éste finalmente desistió en su lucha y arrojó la corbata a un lado.

—Sí, esta vez van a tener que soltar muchos
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euros —dijo, tocándose una ceja—. ¿Cuánto gana por hora un sparring de boxeo?

Por toda respuesta, Jon se encogió de hombros.

En el último registro policial, se habían presentado seis agentes que entraron en el apartamento forzando la puerta principal, sin saber que el acceso estaba lleno de cajas de tomate en lata, pañales Pampers, pequeños electrodomésticos y vino. Obviamente, los agentes ignoraban que, por esa razón, los visitantes siempre entraban por la puerta del jardín, de modo que interpretaron el desorden como un intento de bloquear la puerta, lo cual hizo que el arresto fuera considerablemente más violento de lo que resultaba razonable. Al arrojarlo al suelo, a Muhammed le hicieron una fisura en dos costillas y le reventaron una ceja. La situación se puso peor, porque ocho amigos del vecindario de Muhammed llegaron corriendo y, según la versión de la policía, se comportaron de manera tan amenazante que tuvieron que pedir refuerzos.

Al día siguiente, un periódico de la mañana había proclamado en grandes titulares: «Una exitosa operación descabeza una organización de peristas turcos». Aunque la sentencia más tarde demostraría otra cosa, ninguno de los dos esperaba una palabra de disculpas y mucho menos un desmentido en el mismo periódico.

Muhammed se acomodó el cuello de la camisa y alargó los brazos.

—¿Estoy bien?

—Guapísimo —comentó Jon, y se levantó—. ¿Nos vamos ya?

—Un momento —exclamó Muhammed—. No puedo dejarte ir sin hacerte una oferta de amigos. —Se acercó a una pila de cajas y abrió la de más arriba—. ¿Qué te parece un par de libros fantásticos? —preguntó, al tiempo que extraía algunos y se los alcanzaba a Jon—. Te los dejo a un buen precio.

A juzgar por lo que dejaban ver las portadas, se trataba de novelas rosa de la peor clase, de modo que Jon sonrió y sacudió la cabeza.

—No, gracias. Ya casi no leo. —Y golpeándose la sien con el dedo índice, agregó—: Recibí una sobredosis de niño.

—Hummm —gruñó Muhammed, decepcionado, y tiró los libros de vuelta a la caja—. También hay algunas novelas policíacas, incluso, si no recuerdo mal, tengo un par de thrillers, de esos con juicios y todo. ¿Podrían interesarte? —preguntó mirando de soslayo a Jon, pero el abogado no cambió de opinión.

—¿Y qué te parecen los Tampax? —volvió a preguntar ansioso Muhammed—. Bueno, claro, para tu mujer —añadió antes de estallar en una estrepitosa carcajada—. Gané el correspondiente al consumo de un año en una revista femenina. El primer premio era un viaje a Tenerife. —Se encogió de hombros—. No se puede ganar siempre, pero lo mejor es que cuando vengan a dejarlos, hoy por la tarde, sacarán una foto del afortunado ganador para el próximo número. —Se puso las manos por detrás de la nuca y comenzó a realizar movimientos circulares con la pelvis—. Entonces voy a ser modelo.

Se rió de nuevo.

—Tu consumo anual debe de ser casi insignificante —dijo Jon, riendo—. Pero muchas gracias. Por el momento no tengo mujer.

—No lo entiendo —exclamó Muhammed, sacudiendo la cabeza—. Con tu aspecto de amante latino no deberías tener problemas en ese sentido.

Jon se encogió de hombros. Su tez no era tan oscura como la de Muhammed, aunque tenía una tonalidad insólita para ser danés y, por si fuera poco, tenía el cabello negro como el carbón. Al ser medio italiano, era un poco más alto —un metro ochenta— y más claro de lo que se podía esperar, y puede que por ello jamás había sufrido experiencia alguna de racismo, menos aún del sexo opuesto.

Muhammed chasqueó los dedos y se precipitó detrás de la pantalla del monitor, y mientras aferraba el ratón con una mano, con la otra comenzó a golpear un par de teclas.

—También puedo conseguirte mujeres, ¿sabes? Este concurso lo convoca un club nocturno de Copenhague, y su premio principal es una noche con… ¿cómo se llamaba…?

—¡Oye, oye, detente! —exclamó Jon—. Tampoco estoy tan desesperado.

Muhammed se encogió de hombros y se dejó caer en el sillón, que lo abrazó de inmediato.

—Bueno, avísame cuando quieras. Lo he arreglado con el agente de su página de internet.

Muhammed se había diplomado en Informática, pero, como muchos otros inmigrantes de segunda generación, no había conseguido trabajo en esta especialidad que, paradójicamente, en general necesitaba mano de obra. A pesar de ser un programador en extremo competente, debía admitir que su nombre tenía más peso que su capacidad, y que la mejor manera de progresar era hacerse independiente. Ponerse a hacer pizzas era una perspectiva demasiado estereotipada, incluso para Muhammed, de modo que decidió que iba a participar en los concursos, una actividad que le otorgaba no sólo la libertad necesaria para explotar sus habilidades, sino también la posibilidad de disfrutar con su talento para desarrollar «agentes».

Los «agentes» de Muhammed eran pequeños programas informáticos ideados para compilar los módulos de participación a los concursos y las inscripciones que encontraba en internet. Le bastaba con instruir a un «agente» y éste repetía obediente todo el procedimiento, emitiendo nombres y referencias de su lista de correo para aumentar de este modo sus posibilidades de ganar. La agenda de su lista incluía direcciones de familiares, amigos, conocidos, vecinos y quienquiera que se dejase convencer, entre ellos Jon, que un día había recibido la llamada de una secretaria de una importante cadena de juguetes que, llena de entusiasmo, le anunció que había ganado un cochecito para niños con ruedas adaptadas para terrenos difíciles y capota desmontable.

Como compensación por figurar en su agenda, Muhammed les ofrecía a todos aquellos que prestaban sus nombres algunas de las mercancías que no podía vender o bien una buena rebaja en cualquier producto que amontonaba en su almacén. Muhammed se liberó del abrazo del sillón y cabeceó hacia la puerta.

—Bueno, ¿vamos a terminar con esto?

Abandonaron el apartamento y corrieron bajo la lluvia hacia el coche de Jon.

—¿Qué ha pasado con tu Peugeot? —preguntó Jon cuando estaban sentados en el Mercedes ya rumbo al juzgado.

—Finalmente me libré de él. Por desgracia, tuve que rebajar bastante, saqué la mitad de lo que pedía en un principio. —Muhammed hizo una mueca—. No hay mucha gente que tenga el coraje de hacer negocios con un persa.
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—Pero no está mal como salario por hora, ¿no?

—No, en absoluto. En compensación, tuve que tirar a la basura dos palés de copos de maíz caducados. Pero sumando todo, no me puedo quejar.

—Entonces ¿qué es lo que comes? —preguntó Jon riendo.

—Bueno, víveres no me faltan. Hace dos semanas gané cincuenta envases de comida rápida de Tulip, de modo que ya terminé con el desayuno nocturno.

Como era de esperar, la sala del juzgado estaba repleta. Buena parte de la concurrencia eran amigos de Muhammed, pero también estaban presentes muchos de los colegas y conocidos de Jon de sus tiempos de estudiante en la universidad. En esta fase de la causa todos esperaban las conclusiones finales, las cuales tendrían influencia sobre los últimos interrogatorios, llevados a cabo de forma rutinaria, sin un gran compromiso por ninguna de las partes. Por fin, los jueces parecían dispuestos a girar, al menos mentalmente, los pulgares. El veredicto lo dictaría un cuerpo colegiado de cinco jueces, un sistema que Jon no veía con buenos ojos. Se sentía mejor ante un jurado completo, que no estuviese prevenido contra juicios anteriores ó incluso contra Jon en persona.

El fiscal, un hombre delgado y calvo con una voz amodorrada, realizó un alegato muy mesurado, con lo cual a nadie le quedaban dudas con respecto al resultado del fallo. No existían evidencias determinantes de nada, y las restantes hipótesis y conjeturas sobre las actividades como perista de Muhammed eran, en el mejor de los casos, dudosas.

Un silencio sepulcral invadió la sala cuando le pidieron a Jon que diese comienzo a su alegato final.

Lentamente, se levantó de su sitio y compareció ante los jueces. Muchos de sus colegas improvisaban, pero él prefería otro método. Su exposición había sido escrita palabra por palabra en las hojas que sostenía en la mano, y era excepcional que se apartara de su manuscrito.

Jon comenzó a leer, pero al público no le sonaba como una lectura en voz alta de un texto escrito: es más, muchos ni siquiera advirtieron que consultaba constantemente sus papeles. El truco consistía en una combinación de varias técnicas que había desarrollado con el tiempo. Por ejemplo, el texto estaba subdividido de manera tal que podía utilizar las pausas naturales para dar la vuelta a la página, y los párrafos estaban estructurados de forma que pudiese encontrar rápidamente el lugar en el texto después de haber dirigido la mirada a otro sitio. También había ideado métodos para mirar de reojo a los papeles sin que pudieran percibirlo, ya fuese a través de miradas discretas o bien con gestos ampulosos, como haría cualquier ilusionista.

El propósito de la meticulosa fase preparatoria y la constante consulta al texto apuntaba a quejón, durante la lectura, podía concentrarse en la interpretación. Aunque el contenido no sufría sustanciales variaciones, siempre podía acentuar el tono en relación con sus espectadores, destacar unos párrafos y moderar otros, reforzar o debilitar un punto de vista.

La única vez que había intentado explicar su técnica a un colega, la había comparado a la labor de un director de orquesta. En su caso, el instrumento no era otro que él mismo, pero podía aumentar o disminuir los efectos de acuerdo a las necesidades y circunstancias, exactamente como un director de orquesta puede modificar la interpretación de una pieza musical. El colega le miró como si estuviese loco, y desde entonces Jon jamás había intentado explicar o difundir su método, aunque hasta el momento nunca lo había abandonado.

Tampoco esta vez el efecto se hizo esperar. En poco tiempo, la atención de todos se dirigió hacia él, y el estado de ánimo general podía leerse en las expresiones de satisfacción que transmitían los rostros de los amigos de Muhammed, así como en los imperceptibles signos de aprobación de los colegas de Jon. Aun a espaldas de su audiencia, Jon podía percibir el apoyo, como si jugase en casa. Los jueces se inclinaron hacia delante: la indiferencia se había desvanecido, y sus miradas seguían con atención el comportamiento del abogado. En contraposición, el fiscal se hundió cada vez más en su sillón y manipuló indeciso sus papeles sobre la mesa que tenía delante. La derrota se le notaba en el rostro, y Jon se tomó la libertad de dar a su versión del incidente con la policía un tono descaradamente irónico, lo cual causó una gran hilaridad en la sala.

De pronto, todo había terminado. Jon leyó la última frase y se quedó en silencio un instante, antes de doblar sus papeles y volver a su sitio acompañado por el aplauso espontáneo de la audiencia, hasta que el juez se vio obligado a llamar al orden. Su cliente le dio unas palmadas en el hombro.

—El auténtico estilo Perry Mason —susurró Muhammed con una sonrisa.

Jon le respondió aprobando con los ojos, pero conservó su expresión neutra.

Los jueces se retiraron a deliberar, mientras que el resto de la audiencia salía, lentamente y con renuencia, como los compañeros de una clase después de una excursión. El fiscal se acercó titubeante hacia su adversario y le estrechó la mano haciendo un gesto de aprobación con la cabeza. Al tiempo que Muhammed se reunía con sus amigos, que lo recibieron ruidosamente, Jon agrupaba sus papeles distribuidos en dos ordenados montones.

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