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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (4 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Alargó el brazo hacia el timbre de la alarma de incendios. Eso fue todo lo que se le ocurrió en una situación tan extraña. Sin embargo, antes de que pudiera llegar al botón, su otra mano se movió sin que él se lo ordenara, hacia el cajón superior de la mesa, y lo abrió. El interior del mismo era un modelo de organización: allí estaban sus llaves, su cuaderno, la hoja con sus horarios y, escondido al fondo, su cuchillo
kukri
, que un gurja le había regalado durante la guerra. Siempre lo guardaba ahí, por si acaso los indígenas se ponían nerviosos. El
kukri
era un arma de primera. En su opinión, no había otra mejor. Los gurjas contaban una historia que tenía que ver con su hoja: podía rebanar el cuello de un hombre tan limpiamente que el enemigo pensaba que se había fallado el golpe… hasta que asentía con la cabeza.

Su mano cogió el
kukri
por el mango grabado y con gran rapidez, tanta que el coronel no tuvo tiempo de darse cuenta de cuáles eran sus intenciones hasta que ya habían sido llevadas a la práctica, dejó caer la hoja sobre la muñeca y cercenó sin esfuerzo su otra mano con un elegante golpe. El coronel palideció mientras la sangre manaba del extremo de su brazo. Retrocedió tambaleándose, tropezó con la silla giratoria y se golpeó con fuerza contra la pared de la pequeña oficina. Un retrato de la reina se desprendió de su clavo y se hizo añicos a su lado.

El resto fue un sueño mortal: contempló impotente cómo las dos manos (una, la suya propia; la otra, la bestia origen de aquel desastre) cogían el
kukri
como si se tratara del hacha de un gigante; vio cómo la mano que le quedaba salía arrastrándose de entre sus piernas y se disponía a ser liberada; cómo el cuchillo se alzaba y caía; cómo la muñeca era casi cercenada, cómo seguían trabajando sobre ella y cómo la carne era cortada y el hueso serrado totalmente. En el último momento, cuando la Muerte venía a por él, llegó a ver a las tres insidiosas bestias haciendo cabriolas a sus pies, mientras la sangre manaba de sus muñones como si fueran grifos y el calor del charco hacía que su frente se llenara de sudor, a pesar del frío que sentía en las entrañas. Muchas gracias y buenas noches, coronel Christie.

Eso de la revolución era fácil, pensó Izquierda mientras el trío subía por las escaleras del albergue. Con cada hora que pasaba eran más fuertes. En el primer piso estaban las celdas. En cada una, un par de prisioneras. Los déspotas yacían, inocentemente, con las manos sobre el pecho, apoyadas en la almohada, colocadas en sueños sobre el rostro, o colgando cerca del suelo. Con sigilo, las luchadoras por la libertad se deslizaron por las puertas que habían quedado entre abiertas, y treparon por las sábanas, tocando los dedos de las manos expectantes, despertando resentimientos ocultos, avivando la rebelión con sus caricias.

Boswell se sentía fatal. Se inclinó sobre el lavabo del baño del final del pasillo e intentó vomitar. Pero en su interior ya no quedaba nada, tan solo un espasmo en la boca del estómago. Le dolía el abdomen por culpa del esfuerzo y tenía la cabeza atontada. ¿Por qué nunca aprendía la lección de su propia debilidad? El vino y él eran malos compañeros, y siempre lo habían sido. La próxima vez, se prometió, no lo tocaría. Su estómago dio otro vuelco.
Otra vez nada
, pensó mientras el espasmo le subía por la garganta. Acercó la cabeza al lavabo e intentó vomitar.
Cómo no, nada
. Esperó hasta que se le pasaron las náuseas y entonces se enderezó y miró fijamente su cara grisácea en el espejo grasiento.
Tío, tienes mal aspecto
. Justo cuando le estaba sacando la lengua a sus poco simétricas facciones, empezaron los aullidos en el pasillo de fuera. En sus veinte años y dos meses, Boswell nunca había oído un ruido semejante a ese.

Con cuidado, se acercó hasta la puerta del baño. Se pensó dos veces si debía abrirla. Fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo al otro lado de la puerta, no sonaba como una fiesta en la que quisiera colarse. Pero esos eran sus amigos, ¿verdad? Eran herma nos en la adversidad. Si había una pelea, o un incendio, tenía que echar una mano.

Quitó el pestillo y abrió. El espectáculo con el que se encontraron sus ojos lo golpeó como un martillazo. El pasillo contaba con una iluminación deficiente (unas pocas bombillas mugrientas encendidas a intervalos irregulares, y aquí y allá un rayo de luz que llegaba al pasillo desde una de las habitaciones), pero en su mayor parte estaba a oscuras. Boswell agradeció a Jah aquel mal menor. No tenía ningún deseo de contemplar los detalles de lo que estaba sucediendo en el pasillo: la impresión general ya era suficientemente alarmante. En el corredor reinaba la confusión. La gente se abalanzaba de un lado para otro implorando aterro rizada, mientras se acuchillaban ellos mismos con cualquier instrumento afiliado al que pudieran echar mano. A la mayor parte los conocía, si no por su nombre, sí de vista. Eran hombres cuerdos… o al menos lo habían sido. En ese momento estaban en mitad de un frenesí de automutilación, y la mayor parte había alcanzado un punto en el que sus heridas ya no tenían curación posible. Mirara donde mirara, se topaba con el mismo horror.

Cuchillos camino de las muñecas y los antebrazos. Sangre en el aire como si fuera lluvia. Alguien (puede que fuera Jesús) tenía una de sus manos entre una puerta y el marco, y cerraba con fuerza la hoja una y otra vez sobre su propia carne y hueso mientras pedía a gritos que alguien lo detuviera. Uno de los chicos blancos había encontrado el cuchillo del coronel y estaba amputándose la mano con él. El apéndice se desprendió ante sus ojos y cayó sobre el dorso. La base desgarrada y los cinco dedos pedaleaban en el aire mientras intentaban enderezarse. No estaba muerta. Ni siquiera moribunda.

A unos pocos aquella locura no los había alcanzado, y la vida de esos pobres desgraciados ya no tenía ningún valor. Eran presa de las manos asesinas de los descontrolados, que acababan con ellos. Uno, Savarino, estaba siendo estrangulado por un chaval cuyo nombre Boswell no conocía. El
punk
, que no dejaba de pedir perdón, miraba con incredulidad sus manos rebeldes.

De una de las habitaciones salió una persona con una mano que no era la suya aferrada a la garganta. Avanzó tambaleándose hacia el baño situado al fondo del pasillo. Se trataba de Macnamara, un hombre muy flaco que solía pasar colocado la mayor parte del tiempo, por lo que lo llamaban «el canuto sonriente». Boswell se apartó cuando Macnamara, que medio asfixiado le rogaba que lo ayudara, entró dando bandazos por la puerta abierta y se desplomó sobre el suelo del baño. Pataleó y tiró del asesino de cinco dedos que tenía en el cuello, pero antes de que Boswell tuviera oportunidad de intervenir el pataleo se ralentizó hasta detenerse por completo, igual que ocurrió con las protestas.

Boswell se apartó del cadáver y echó otro vistazo al pasillo. Para entonces los muertos y moribundos ya bloqueaban el estrecho corredor, y en algunos puntos la barrera tenía una altura de dos cuerpos. Mientras tanto, las manos que en el pasado habían pertenecido a esos hombres corrían por encima de los bultos con rabiosa excitación, ayudando a terminar con las amputaciones donde era necesario, o simplemente bailando sobre los rostros sin vida. Cuando volvió la cabeza para mirar hacia el interior del baño, vio que una segunda mano había localizado a Macnamara y, armada con una navaja, le cortaba la muñeca. Había dejado las huellas de los dedos en la sangre, desde el pasillo hasta el cadáver. Boswell se precipitó a cerrar de golpe la puerta antes de que las manos abarrotaran el lugar. Justo en ese momento el asesino de Savarino, el
punk
que pedía perdón, echó a correr pasillo abajo. Sus letales manos lo guiaban como si fueran las de un sonámbulo.

—¡Ayúdame! —gritaba.

Boswell cerró la puerta de golpe ante el suplicante rostro del
punk
y echó el cerrojo. Las indignadas manos golpearon la puerta llamando a las armas mientras los labios del chico, apretados contra la cerradura, continuaban suplicando.

—Ayúdame. No quiero hacer esto, tío. Ayúdame.

Y una mierda te voy a ayudar
, pensó Boswell e intentó no escuchar los ruegos mientras sopesaba sus opciones.

Tenía algo en el pie. Miró hacia abajo, sabiendo qué era antes de que sus ojos lo descubrieran. Una de las manos, la izquierda del coronel Christie (lo supo por el tatuaje descolorido) estaba ya subiéndole a toda velocidad por la pierna. Como un niño al que se le hubiera posado encima una abeja, Boswell se puso frenético, se retorció mientras la mano seguía trepando hacia su torso, demasiado aterrorizado para intentar quitársela de encima. Por el rabillo del ojo vio cómo la otra mano, la que había estado utilizando con tanto afán la navaja con Macnamara, había abandonado el trabajo y ya estaba moviéndose por el suelo para unirse a su compañera. El ruido que hacían sus uñas sobre las baldosas era parecido al de las patas de un cangrejo. Incluso andaba un poco de lado como los cangrejos: todavía no le había cogido el truco a moverse de frente.

Las manos de Boswell seguían todavía bajo su control. Como sucedía con las manos de algunos de sus amigos de ahí fuera, amigos ya fallecidos, sus miembros estaban contentos en su lugar. Al igual que su dueño, no eran demasiado exigentes. A Boswell le había sido concedida una oportunidad de salir con vida. Tenía que estar a la altura.

Armándose de valor, pisó la mano del suelo. Oyó crujir los dedos bajo el tacón y la cosa se retorció como una serpiente, pero al menos así sabía dónde estaba mientras se encargaba de la otra atacante. Con la bestia todavía atrapada bajo el pie, Boswell se inclinó hacia delante, recogió la navaja de donde estaba caída junto a la muñeca de Macnamara y atravesó con la punta del cuchillo el dorso de la mano de Christie, que en ese momento estaba trepando por su estómago. Al verse atacada, la mano se le agarró a la carne y le hundió las uñas en el estómago. Boswell estaba delgado y no resultaba fácil aferrarse a su abdomen musculoso. Arriesgándose a destriparse, hundió el cuchillo más profundamente. La mano de Christie intentó no soltarle, pero fue suficiente con que Boswell empujara el cuchillo un poco más. La mano se aflojó y Boswell la retiró de su estómago. Estaba crucificada en la navaja, pero seguía sin tener intención de morir, y Boswell lo sabía. La sujetó tan lejos como su brazo le permitía, mientras los dedos se retorcían en el aire, y a continuación hundió el cuchillo en la pared de yeso, dejando a la bestia bien clavada ahí, donde ya no suponía un peligro. Entonces centró su atención en el enemigo que tenía bajo el pie. Apretó con el tacón tan fuerte como pudo y oyó cómo se quebraba un dedo, y luego otro. Aun así, la mano siguió retorciéndose incansablemente. Apartó el pie, y la lanzó de una patada contra la pared de enfrente, todo lo alto y lejos que pudo. Se estrelló contra el espejo que había encima de los lavabos, donde dejó una mancha como la de un tomate arrojado contra una pared, y cayó al suelo.

No se quedó para comprobar si había sobrevivido. Había otro peligro ya. En la puerta había más puños, más gritos, más protestas. Querían entrar, y muy pronto conseguirían abrirse camino. Pasó por encima de Macnamara y cruzó el baño hasta la ventana. No es que fuera muy grande, pero él tampoco lo era. Quitó el pestillo, empujó la ventana, que se abrió sobre unas bisagras con demasiada pintura encima, y se izó hasta colarse por ella. Cuando estaba con medio cuerpo dentro y medio fuera, se acordó de que se encontraba en un primer piso. Pero una caída, incluso una mala caída, era mejor que quedarse a aquella fiesta. Los asistentes empujaban la puerta, que estaba cediendo ante su entusiasmo. Boswell se retorció para conseguir pasar por la ventana. La acera daba vueltas allá abajo. Saltó justo cuando derribaban la puerta y se golpeó con fuerza contra el cemento. Se puso de pie casi de un brinco y se miró las piernas… ¡Aleluya!, no tenía nada roto.
Jah ama a los cobardes
, pensó. Por encima de él, el
punk
estaba asomado a la ventana, mirando ansiosamente hacia abajo.

—Ayúdame —dijo—. No sé lo que estoy haciendo.

Pero, entonces, un par de manos atraparon su garganta y las protestas terminaron muy pronto.

Ellen, asesinada sin que él tuviera culpa alguna, y que ya estaría fría. Pagarían por ese crimen, todas ellas. Siempre y cuando el resto de su cuerpo le siguiera obedeciendo, se lo haría pagar. Ahora se daba cuenta de que intentar negociar con ese cáncer que tenía en la muñeca era un acto de cobardía. Su mano y sus semejantes eran una plaga. No merecían vivir.

El ejército lo había visto y la noticia de su presencia se extendió entre sus filas como un incendio en un bosque. Estaban bajando en tropel por el tronco. Algunas se dejaban caer desde las ramas más bajas como si fueran manzanas maduras, ansiosas por abrazar a su mesías. En pocos segundos se arremolinarían encima de él y habría perdido toda ventaja. Era entonces o nunca. Se alejó del árbol antes de que su mano derecha pudiera agarrarse a una rama y levantó la mirada hacia el ala Chaney Memorial, en busca de inspiración. La torre se alzaba por encima del jardín, con las ventanas eclipsadas por el cielo y las puertas cerradas. Ahí no iba a encontrar refugio.

Detrás de él oyó el susurro de la hierba al ser pisoteada por innumerables dedos. Ya le estaban pisando los talones, siguiendo a su líder llenas de entusiasmo.

Se dio cuenta de que irían a dondequiera que él las llevara, por supuesto que irían. Tal vez su adoración ciega hacia la mano que todavía le quedaba fuera una debilidad de la que pudiera sacar partido. Volvió a escudriñar el edificio una segunda vez y su mirada desesperada se topó con la escalera de incendios. Subía en zigzag por el lateral del edificio hasta el tejado. Echó a correr hacia ella, y él mismo se quedó sorprendido de cómo fue capaz acelerar. No tenía tiempo para mirar a su espalda para ver si le estaban siguiendo, tenía que confiar en su devoción. Pocos pasos después tenía en el cuello a su mano, furiosa, amenazándole con arrancarle la garganta, pero aceleró indiferente a los tirones. Llegó al pie de la escalera y, con la agilidad fruto de la adrenalina, fue subiendo los escalones de dos en dos y de tres en tres. Su equilibrio no era demasiado bueno al no tener una mano con la que agarrarse a la barandilla de seguridad, pero ¿qué importaba si se lastimaba? Solo era su cuerpo.

En el tercer descansillo se atrevió a mirar hacia abajo a través de la rejilla. Un grupo de flores de carne alfombraba el suelo al pie de la escalera de incendios, y se estaba extendiendo escaleras arriba hacia donde él se encontraba. Venían por centenares, ávidas, todas ellas uñas y odio.
Que vengan
, pensó,
que vengan las hijas de puta. He empezado esto y puedo terminarlo.

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