Los años olvidados (27 page)

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Authors: Antonio Duque Moros

BOOK: Los años olvidados
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Tanto boato la tenía algo desconcertada. Nunca supo a ciencia cierta lo que hacía su marido exactamente ni ella se lo preguntó sabiendo que hubiera recibido un resoplido a guisa de respuesta y, aunque, en verdad, los últimos años habían sido invitados a todas las recepciones y cenas de gala ofrecidas por las fuerzas vivas de la ciudad e incluso, poco antes de su muerte, al baile de Capitanía, no acertaba a entender tal despliegue de gente, de flores, de músicas, de clero y de protocolo, excesivo, pensaba, en el funeral de su esposo.

La consigna fue dar la máxima importancia a lo sucedido y mostrar con la mayor ostentación posible el significado de la desaparición de un servidor del régimen. Debía servir de ejemplo para que todos los ciudadanos comprendieran lo que representa la imagen sagrada de un guardián de los principios del Movimiento, y también para que el ejecutor del crimen, advertido de la pena que podría serle impuesta por la muerte de personaje tan importante, pudiera perder los nervios y cometiera errores que le delatasen. No habiéndose encontrado pista alguna que desvelara el menor indicio de quién pudiera haber sido el autor, cualquier sugestión o medio utilizados eran buenos con tal de dar con el culpable. Los sospechosos retenidos, entre quienes se esperaba podía estar el asesino, o al menos que uno de ellos conociese su identidad, al final tuvieron que ser puestos en libertad, pues era evidente de que nada habían tenido que ver y que su ignorancia sobre lo sucedido era absoluta.

Todos los periódicos sacaron en portada la fotografía de Don Antonio con un titular: «Muerte de un patriota». Hablaron de vil asesinato cometido por enemigos de la Patria a los que había que perseguir sin tregua hasta encontrarlos y ajusticiarlos dándoles garrote vil. Durante varias semanas no cesaron de clamar para que se detuviera a los culpables. Luego, poco a poco la noticia dejó de ser titular y desapareció de la primera plana, aunque las opiniones de expertos y las cartas al Director aún siguieron publicándose en las páginas interiores. Los ciudadanos cada vez se interesaban menos por un caso que las propias autoridades habían desorbitado. Un par de meses después, rindiéndose a la evidencia ante la falta de resultados de las pesquisas, sólo se comentaba el trágico y fatal accidente de Don Antonio Blasco Molinero.

Fueron días de tensión, sobre todo para Ángel. No había tenido un minuto de sosiego desde el mismo día en que

Don Antonio le amenazó con desvelar sus relaciones con Mario. Fue tal su turbación y terror al pensar que todo el mundo, enterado de ello, pudiese señalarle con el dedo, que llegó a plantearse la conveniencia de continuar la amistad con su amigo y hasta buscó protegerse ante sí mismo poniendo en tela de juicio sus propias inclinaciones. La muerte de ese hombre le había librado de esa enorme losa que pesaba sobre él pero otra angustia vino a sustituirla. Convencido de que iban a ser atrapados, se volvió más reservado, asustadizo, desconfiado, eludía verse con Mario llegando al extremo de ni siquiera mirarle en las clases o en el recreo. Toda cautela era poca. Las citas de los domingos, las habían suprimido. Sus encuentros amorosos tan dulces, tan intensos, tan imprescindibles habían quedado interrumpidos. Y aunque no lo hubiesen dictado las circunstancias, habrían tenido dificultades para continuar con ellos. La Quinta Julieta era un espectro de paredes quemadas y árboles calcinados. La casa-almacén se había convertido los fines de semana en la vivienda permanente del señor Marcelo, que no salía de allí, organizando su mercancía y sacando cuentas de las pérdidas acumuladas. La desaparición de Don Antonio le había sacado de la pesadilla en la que estaba hundido y ahora gozaba de la tranquilidad que tenía antes de verse extorsionado, por fin recuperada. «¡Alabado sea Dios!», dijo cuando se enteró del suceso, y hasta se le humedecieron los ojos al abrazar a su mujer que lloraba dejando correr lágrimas gozosas viéndose a salvo de esa espada de Damocles que pendía sobre ellos. Esas escenas reconfortaban el ánimo de Ángel, haciéndole sentirse el liberador de las penas de sus padres, pero no apaciguaban sus miedos. El verano estaba a la vuelta de la esquina. El pueblo sería su refugio.

Para Mario fue distinto. Más allá del esfuerzo diario por contener su tensión nerviosa que le obligaba a apretar los dientes para que no castañeasen cuando creía sentirse observado, por encima de la angustia de que alguien pudiese averiguar que habían sido ellos si no los autores al menos partícipes de esa muerte, y más allá del pánico ante las consecuencias que inexorablemente seguirían una vez divulgada la noticia, estaba la transformación que ese acontecimiento había producido en él, sobre todo la inmensa complacencia, el sublime orgullo, el gran honor de haber podido salvar a su padre y la indescriptible dicha de haberlo recuperado. Esto bastaba para superar todas sus inquietudes.

Envolvía sus meriendas en las hojas de periódico en las que se hablaba del suceso para dárselas a Ángel que, desde su internado, no tenía acceso a las noticias. Así le mantenía al corriente. Poca cosa era, pues lo que realmente hubiera deseado es contárselas de viva voz, solos en algún lugar en el que poder abrazarse, besarse, dándose calor y entereza en ese tiempo de incertidumbre. Deseaba tanto estar con él que su carne le llamaba a gritos. El hormigueo de su entrepierna, ignorado mientras habían estado tramando la muerte de Don Antonio y también durante varias semanas después, volvía a manifestarse pidiendo ser aplacado, una vez reencontrada su fase natural, la suya propia, la que siempre había estado ahí desde que Mario tuvo uso de razón. Incluso puede que antes. Pero ese recuerdo se perdía en los balbuceos de un bebé que nadie podía adivinar lo que quería. De nuevo comenzaba a ser el mismo de siempre con la diferencia de que ahora ya era un hombre, como le dijo su padre.

Más de un año había transcurrido. «Ya ha vuelto todo a la normalidad. Todo viene a ser como antes» le comentó Ángel una tarde, pero no era verdad. Nada era igual. Ni él, ni su amigo. Implicados en lo sucedido aquella tarde de lluvia y de muerte en la calle Terminillo, seguían unidos por el lazo secreto de una complicidad nunca mencionada que les tenía cautivos. Pero su verdadera relación, sus otras complicidades, sus excursiones, sus juegos, sus risas, su amor, eran un reflejo en sombras de lo que habían sido y sus encuentros cada vez más cortos, más fortuitos, mucho más distanciados. Ángel parecía tener prisa por terminar el contacto, cuando antes lo alargaban hasta extremos que les provocaban irreprimibles risas de placentera felicidad, asombrados de ver hasta qué punto eran capaces de prolongarlo. El calor que envolvía su amistad había perdido en esos meses su intensidad y pensando en ello, Mario sentía frío por dentro.

El Salón de Actos era un enjambre de murmullos mientras se esperaba el comienzo de la ceremonia. El Padre Carrero se sentó frente al piano del escenario y a sus acordes todo el mundo calló y comenzaron a entrar los alumnos ocupando el lado del salón asignado para ellos. Mario, que estrenaba sus primeros pantalones largos, buscó a sus padres con la mirada. Allí estaban sonriéndole aun a sabiendas de que su hijo no estaba entre los galardonados.

El Padre Rector subió al proscenio desplazándose hasta un lateral. Desde allí, hizo un gesto con sus brazos invitando a que todo el mundo se pusiera en pie. La música se interrumpió un instante mientras cambiaban de partitura. Las nuevas notas se fundieron con las voces de un coro situado alrededor del piano y, armonizándose unas con otras, se elevaron entonando los salmos del Rey David. Era la señal para dar la entrada a los que iban a ser premiados. Uno detrás de otro en fila desde el hall, atravesaron la sala con un mismo paso de ritmo militar hasta subir al escenario y perderse por el foro en espera de ser llamados para recibir la dignidad correspondiente.

Todo el acto se fue desarrollando según la tradición, con los mismos cánones establecidos desde que fue inaugurado el Colegio. Una ceremonia de final de curso que formaba parte de la política llevada a cabo para engrandecer su prestigio y marcar la diferencia respecto a otros centros de enseñanza, más modestos. Los alumnos que ya habían sido condecorados con una medalla, una banda o una corona de laurel formaban un semicírculo en el escenario. Era el momento de nombrar al Abanderado del Colegio, la más insigne distinción. El Padre Rector volvió a tomar la palabra. Como de costumbre comenzó elogiando a todos esos alumnos insignes que tantos méritos habían hecho para poder gozar de esos instantes de gloria. Ensalzó sus cualidades, que debían ser emuladas pues ellos eran el orgullo del Colegio. Una vez terminada su alocución, se dispuso a dar el nombre del elegido con el supremo galardón. Los asistentes se pusieron en pie y unos segundos después resonando en el absoluto silencio que se había producido, se escuchó:

¡Pedro Blasco Cifuentes, Abanderado del Colegio en este año 1950!

Ovación cerrada, exclamaciones. Doña Delfina emocionada al oír nombrar a su hijo respondió a las felicitaciones de quienes estaban cerca de ella. Luego todos se callaron mientras la ceremonia seguía con su protocolo.

Pedro entró tímidamente por el fondo del escenario y se quedó en el centro custodiado por la media luna que formaban los demás galardonados. Sus mofletes rojos, casi granates, estaban hinchados por el aire que le entraba y salía con su respiración agitada. No sabía a dónde mirar, ni dónde poner sus manos y una pierna comenzó a moverse sola. El Padre Solanas, su profesor de Religión, se acercó hasta él. Primero le pasó por el cuello una cinta con los colores azul celeste, blanco y otra vez azul celeste, de la que pendía una medalla plateada de la Inmaculada con su imagen por un lado y por el otro las siglas del Colegio con las letras A.M.G.D. (A Mayor Gloria de Dios). A continuación, le entregó una bandera con los mismos colores y emblemas bordados en ella. Pedro la besó, luego la agarró del mástil que le sirvió para sujetarse cuando estaba a punto de caer, besó también la mano que el Padre le había tendido y permaneció muy serio en espera de la siguiente fase del ceremonial.

El que fuera Abanderado el año anterior se aproximó y tras pasarle por el hombro una banda con los colores nacionales, salió un instante y volvió con una gran bandera roja y gualda. Los redobles de un tambor que otro alumno comenzó a tocar desde el fondo en ese momento, le acompañaron hasta que hizo la entrega del estandarte. Saludó al nuevo galardonado alzando su brazo derecho, después le estrechó la mano, luego dio media vuelta haciendo sonar su tacón y se retiró igual de estirado que había entrado.

Pedro, sosteniendo como podía los dos mástiles, asido a ellos más bien, escuchó el final de los salmos que no habían cesado de oírse durante todo el ceremonial, unas veces piano, otras
in crescendo
y ahora en todo su apogeo. Sin transición, las voces del coro se desgarraron entonces con himnos de Aleluya que se desbordaron en cascada por el espacio cubriendo toda la sala. Cánticos de gloria para acompañar al Abanderado y su séquito en su paseo triunfal por la alfombra que les conducía a la salida entre las aclamaciones de los invitados, que ya no callaron hasta terminar el acto.

El silencio del amplio jardín de la entrada, solitario y tranquilo durante las horas que duró la ceremonia, sólo interrumpido por el piar de los gorriones persiguiéndose entre las ramas de los árboles o por el sonido de alguna bocina de los coches que circulaban fuera del recinto, se rompió estrepitosamente con el bullicio de todas las personas que irrumpieron a la vez después de que el Padre

Rector, tras cantar una Salve con todos, diera la orden de bajar el telón. Las familias departían entre ellas formando corrillos, los colegiales que habían salido revueltos casi en desbandada, excitados por el comienzo de las vacaciones, se buscaban agrupándose por curso. También los Padres estaban allí despidiéndose de sus alumnos, aquellos niños que un día iniciaron sus estudios en el Colegio de la Inmaculada, ahora ya hombres, que iban a iniciar una nueva etapa en sus vidas después de haber acabado el bachillerato.

Mario ya había besado la mano del Padre Salmerón prometiendo que volvería a visitarle para tenerle al corriente de por dónde iba a encauzar su vida y se dirigía en busca de sus padres ocultos entre la gente cuando, al advertir que el Padre Carrero le estaba observando, se acercó a él. Sentía una gran ternura por este sacerdote al que comprendía mucho más de lo que él pudiera pensar. No le besó la mano. Le dio un abrazo cálido, prolongado, sincero, tenía la impresión de que se lo debía desde el incidente de aquel día en que el Padre le pidió poner la Virgen en un pedestal. Hay escenas de la vida que se quedan grabadas para siempre. Sorprendido, no se lo esperaba, el sacerdote reaccionó tensando su cuerpo que durante un momento adquirió una rigidez muscular preocupante, por lo que tal agarrotamiento pudiera provocarle. Sin embargo al recibir el calor reconfortante transmitido por el afecto sincero de Mario, se entregó a esa onda expansiva que le hacía revivir. Sus ojos se empañaron. No pronunció palabra. Miró a Mario con ternura un momento, luego dio media vuelta y entró en el Colegio. Lo que estaba ocurriendo en el jardín había dejado de interesarle, quería refugiarse en su cuarto acompañado del dulce néctar que ese muchacho había vertido en su corazón.

Como en un besamanos, en una recepción o en un duelo, la Comunidad entera fue pasando de uno en uno por el lugar en donde Doña Delfina y su hijo respondían a los saludos y enhorabuenas de los invitados y de algunos compañeros de Pedro, los más hipócritas, pues el resto, aunque callados, estaban escandalizados de que hubiera sido nombrado Abanderado del Colegio ese gordito inepto.

Rosa y Carlos saliendo de entre el gentío hicieron señas a Mario para que se acercara cuando terminase sus despedidas.

—¡Bueno! Se terminó el colegio, hijo —comentó Carlos—. Ahora te va a tocar trabajar.

—O seguir estudiando —le cortó Rosa—. Si quieres entrar en la Universidad, te ayudaremos. Reflexiona bien este verano y toma tu decisión.

Carlos sonrió:

—Por supuesto, tú eres lo más importante. Te has educado en un Colegio superior a nuestro rango. Pero igual que hemos soportado los gastos de tu educación en este centro todos estos años, seguiremos haciendo el esfuerzo para que continúes tu formación y consigas un puesto relevante en la vida. En cualquier caso, nunca olvides tus raíces. Queremos lo mejor para ti. Pero ha llegado la hora de que aprendas a ser responsable y eres tú quien tiene que asumir tus propios compromisos.

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