Los caracoles no saben que son caracoles (6 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Sornitsa ha vuelto a llamarme «Clarra». Ella puede estar a favor o en contra de todo lo que hago y muestra su aprobación o reproche con una simple mirada o con alguna palabra en búlgaro que, por supuesto, sabe que no entiendo. Sospecho que Sornitsa es una de las personas que mejor me conoce.

—¡Clarra, vas guapa a trabajo últimos días!

—Como siempre, ¿no?

—Gustarte alguien en trabajo, segurro.

—¡Qué va!

—¿Un compañerro?

—¡Que no!

—Cuidado, Clarra, que en trabajo hay que trabajar.

—Pero si no es nadie.

—No es nadie, perro ten cuidado. En trabajo deber trabajar.

—¿Y tú qué, no trabajas?

—Erra sólo consejo.

Sornitsa se sabe toda mi vida. La mayor parte se la he contado yo y la otra la ha adivinado ella. Estoy segura de que es un poco bruja porque no es posible que haya descubierto que me gusta alguien del trabajo simplemente porque últimamente me arregle más. ¿O sí? Me miro al espejo y me doy cuenta de que voy demasiado maquillada y vestida como para una fiesta. Me apetece estar guapa, a ver si Roberto por lo menos recuerda mi nombre sin titubear.

Capítulo 10

H
e quedado con mi padre en una cafetería cercana al trabajo y he decidido ir caminando. Llevo dentro del bolso la foto en la que él aparece junto a mi hermana y la señora pelirroja con la catedral de la Almudena al fondo. Mientras llego voy pensando en cómo he de comportarme. Tampoco sé muy bien cómo estoy. Hay veces que no reconozco del todo mi estado de ánimo. No sé si será por la conversación con Lourdes o porque ya han pasado algunos días, pero de repente no me sale el enfado que en teoría debería tener con mi padre. Estoy a punto de llegar a la cafetería, ya veo el letrero y lo que tengo ahora es más curiosidad por saber qué pasa con la tal Maite que por reprochar nada a mi padre. Me pasa también cuando se supone que debo estar muy contenta, que cuando llega el momento y no tengo ese sentimiento lo que hago es exagerarlo para que no se note. Eso lo hice en mi boda, que fue la más aburrida que yo recuerdo, y mira si habré ido a bodas. Luisma y yo contratamos un banquete para ciento cincuenta personas, pero nos equivocamos en las previsiones y asistieron cincuenta y ocho, nosotros incluidos. El salón, tan hortera como cualquiera, con sus lámparas de lágrimas y sus apliques con forma de candelabro, estaba tan desangelado que había eco. Al llegar el baile, los pocos que bailaron lo hacían por compromiso y sin ningún entusiasmo, salvo el tío Tomás, un primo de mi padre que es «el bromista de la familia». En todas las familias hay un tío que es un pesado, impertinente, paleto, salido, machista y sin ninguna gracia al que se le considera «el bromista de la familia». Con el tío Tomás me pasé toda la boda fingiendo estar contentísima, bailando pasodobles y congas y sin parar de gritar «¡Yuju, yuju!» y «¡Alegría, alegría!».

Mi padre está sentado en una mesa tomando, como siempre, un café solo. Llego con cara de muy enfadada y después de un beso y un escueto «¡Hola!», saco la foto del bolso y se la pongo delante:

—¿Me puedes explicar qué es esta foto?

Mi padre bebe de su taza como queriendo ganar tiempo para responder.

—¿De dónde la has sacado?

—Estaba en casa de María.

—¿Y había más?

—Sí. María tenía una caja con muchas fotos.

—¿Las has visto todas?

—No he tenido tiempo. ¿Qué más hay que ver?

—Maite no murió en el accidente. Mentí porque en aquel momento pensé que era la única forma de que tu madre me perdonara. Después ya no pude rectificar.

—¿Dijiste que Maite estaba muerta para seguir con mamá?

—Aquello fue una estupidez que no sirvió para nada. Tu madre me dejó de todas formas.

—¿Y qué pasó con Maite?

—Se recuperó y nos seguimos viendo.

—¿Durante todos estos años?

—Sí. Nunca nos hemos dejado de ver.

—¿Y quién lo sabía?

—Nadie hasta hace muy poco. Maite estaba casada y yo había dicho que estaba muerta. No era una historia fácil de contar.

—¿Estaba casada?

—Sí, pero su marido murió el año pasado. Maite vive en Barcelona con sus hijos.

—¿Tiene hijos?

—Dos. ¿Seguro que no has visto más fotos?

—No he visto nada. ¿De qué fotos me hablas?

—Es que...

—¿Desde cuándo lo sabía María?

—Desde finales del verano pasado. No te lo contó porque le pedí que no lo hiciera. Quería hacerlo yo, pero nunca veía el momento.

—Y si no llego a encontrar esta foto, me quedo sin saberlo.

—Te lo iba a contar después de Navidad, pero al morir María tuve que esperar.

—Y yo pensando que eras un espía en una misión secreta.

—¿Qué?

—Nada, nada.

—Tienes que saber algo más.

—¿Que Maite es una agente antiterrorista?

—¿Cómo?

—Nada, nada. Continúa.

—Uno de los hijos de Maite es mío.

Hay noticias que una nunca está preparada para recibir. La que mi padre me acaba de dar me deja paralizada. En estos momentos deberían salir mis avances de dos años de tratamiento con Lourdes, todos los esfuerzos por conocerme a mí misma, pero no tengo ni idea de lo que siento, no sé qué decir. Hay noticias que no se sabe si son buenas o malas.

Me he marchado de la cafetería indignada y sin despedirme de mi padre, al que he dejado con la palabra en la boca. Regreso a casa caminando y estoy confusa, pero tengo una enorme curiosidad. La necesidad de saber más sobre el hijo de mi padre es el primer pensamiento claro de todos cuantos me pasan por la cabeza. ¿Qué edad tiene ese tío? ¿Se parecerá a mí? ¿Es mi hermano? No. Ése no es mi hermano. ¿Cómo es? A lo mejor también le sobran cuatro o cinco kilos. ¿Conocía a María? ¿Aparecerá en las fotos que hay en la caja? ¿Sabe él que mi padre es su padre? Yo de pequeña siempre quise tener un hermano... ¿Pero qué tonterías dices, Clara? ¿Y mi madre? ¡Joder mi madre cuando se entere! Prometí llamarla después de hablar con mi padre. ¿Llamo a Lourdes o primero llamo a Esther? ¡Verás cuando se lo cuente! ¿Cómo se llamará? A lo mejor se llama Fermín, como mi padre. Pero Fermín es un nombre absurdo. Ya nadie se llama Fermín.

Capítulo 11

E
ste sábado tengo doble sesión en el estudio. Tres horas por la mañana fotografiando bodegones de ofertas y una boda por la tarde. Con lo que saque me voy a poner al día de todo. Gracias a este extra y a la ayuda de mi madre voy a superar por el momento el agobio económico y a lo mejor puedo comprarle a Mateo la maquinita esa de videojuegos que tienen todos sus amigos.

—¡Mamá, quiero una DS!

—¡Hijo, no tengo ni un duro!

—Mamá, ¿qué es un duro?

La mía es una buena edad, pero para según qué cosas pertenezco a otra generación. Mi hijo no sabe lo que es un duro y maneja Internet mejor que yo. Yo lo utilizo en el trabajo, pero luego no soy capaz de sacarle todo el partido que quisiera. No sé descargarme música, ni películas, y no soporto cuando alguien me dice: «¡Pero, mujer, si es muy fácil!». Esther me cuenta que ella ha tenido algunos rollos con tíos a los que ha conocido en la red, pero yo no estoy todavía familiarizada con esa nueva forma de comunicación. Hay cosas en las que tengo que ponerme al día.

Disfrutar del sexo a través de Internet es una de ellas; disfrutarlo en general es algo que poco a poco voy recuperando. Ya he sido capaz de acostarme con un tío que estaba casado, a las tres horas de conocerle, al que no he vuelto a ver y del que no recuerdo muy bien su cara. Todo a la vez. Del nombre sí me acuerdo porque se llamaba Charly, como el perro de una prima mía. Aunque no tenga demasiado bagaje para comparar, lo de aquella noche fue sexo del bueno. Ni con Luisma en nuestro mejor momento recuerdo que me sucediera nada igual.

Mi ex y yo tuvimos alguna época fantástica en la cama en la que llegamos a acoplarnos muy bien. Conocimos el sexo juntos y al otro y nosotros mismos casi a la vez. Aprendimos qué y cómo nos gustaba y a disfrutar dando placer. Íbamos a tiendas eróticas y poco a poco hicimos una colección interesante de aparatos para ambos, juegos con bolitas, esposas y antifaces, nos grabamos en vídeo algunas buenas actuaciones y lo hicimos mientras nos veíamos por la tele. Esto último le gustaba mucho más a él, porque yo en la tele me veía gordísima. Descubrimos que el cuerpo tiene más sitios que un sitio, que la nata no sólo puede comerse con fresas y que la cama es el mejor lugar únicamente algunas veces.

Yo creía que ya lo había hecho todo, que me había pasado todo, pero no. Después del lío de Miguel estaba dispuesta a conocer a más hombres. El camino había quedado abierto, existía vida después de Luisma y merecía la pena vivirla. El tal Charly me lo confirmó una noche del otoño pasado en un hotel de la Nacional II. Hay estudios que dicen que las mujeres tienen su esplendor sexual entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Estoy de acuerdo. Tengo más ganas que nunca y cada vez disfruto más del sexo, incluso sola. Yo tardé bastante en descubrir el sexo en solitario y mucho más en practicarlo y disfrutarlo con normalidad. De eso no hace tanto. Aunque me da vergüenza reconocerlo, tenía más de veinticinco años cuando tuve mi primer orgasmo masturbándome. Nunca lo había logrado porque mientras lo hacía pensaba en cosas poco estimulantes como que mis padres, mis profesores o mis compañeros me estaban viendo. Supongo que cuando me tocaba lo hacía porque tenía ganas, pero como me daba vergüenza, me tocaba como sin querer tocarme. No debía estar sola mientras lo hacía, creo que a mi lado estaba todo mi pudor viendo aquel acto indecoroso y sin querer mirar. Debe de ser por eso que nunca era capaz de tocarme si no era por debajo de las sábanas y me parece que para hacerlo ni tan siquiera abría las piernas. Así no se puede.

Charly y un amigo nos entraron a Esther y a mí una noche después de haber ido las dos a un concierto de fados. Nos regalaron las entradas y decidimos aprovecharlas porque a las dos nos gustaban los fados, o eso creíamos nosotras hasta ese día. Los fados son bonitos, eso es indiscutible, pero de uno en uno y de vez en cuando. Treinta fados seguidos es algo verdaderamente insoportable. Esther y yo salimos del concierto con ansias de oír música estridente y acabamos en una discoteca de moda en la que es fácil encontrarse con muchos famosos.

Esther vio al amigo del tal Charly y con su mirada les invitó a que se acercaran. Después de un rato de conversación las parejas estaban hechas y el plan decidido. Esther se iba a un hotel con el amigo y me animó a que yo hiciera lo mismo con Charly. No sé si todavía estaba aturdida por los fados o es que me vi un poco obligada a no parecer una estrecha, pero el caso es que dije que sí.

Fuimos los cuatro a un hotel en las afueras en el que se alquilan habitaciones por horas. No se me olvidarán los números de las habitaciones, en el primer piso. Esther y su amigo en la 111 y el mío y yo en la 112. La primera media hora en la habitación bebimos un par de gin-tonics preparados del minibar y me ocupé de asegurar a Charly que yo no era una chica que se fuera la primera noche con el primero que encuentra. Eso no era propio de mí. No se fuera a pensar que yo era una cualquiera. Charly me escuchaba con poca atención y se le notaba que le daba exactamente igual lo que yo le contara. Después de mi charla me explicó que estaba casado, que seguramente no nos volveríamos a ver nunca más después de aquella noche y que lo único que quería era sexo. Tanta sinceridad me liberó y pensé que ya que estaba allí, habría que disfrutarlo.

No hicimos nada que yo no hubiera hecho antes, pero lo que me pasó jamás me había ocurrido. Casi a punto de acabar me puse encima para dominar yo misma el ritmo. El placer era total y tenía la seguridad de que el final sería por fin el que yo esperaba. Después del último año con Luisma y los incompletos encuentros con Miguel había que prolongar el momento para hacerlo más intenso. Charly no se agotaba y había que aprovecharlo. Seguí moviéndome y él me empujaba con sus manos en mis hombros cada vez más adentro. No sé en qué lugar de mi organismo tocó dentro de mí, pero con el orgasmo me desbordé. Literalmente. Había escuchado alguna vez en la tele que eso les sucedía a algunas mujeres, pero no podía imaginarme que yo fuera una de ellas. Me puse roja al sentir todo empapado, pero al momento me dio igual. Creo que Charly se sorprendió tanto como yo, pero se comportó como si eso le ocurriera a cada una de las chicas que estaban con él. Se fue satisfecho, con su orgullo de macho por las nubes y yo me quedé en la habitación a esperar una llamada de Esther, que seguía en la 111. Tengo una buena edad y aunque no domine Internet, sé que nunca es tarde para descubrir quién eres.

Mi padre no ha parado de llamarme desde que nos vimos en la cafetería, pero yo no se lo he cogido. Quiero que se preocupe. Para saber algo más he llamado a mi cuñado Carlos, que, como yo suponía, sí sabía lo del hijo de mi padre. Me ha contado que, a finales del verano pasado, María conoció al chico y a Maite, quien, al quedarse viuda, quiso conocernos a las dos para contarnos que teníamos un hermano. Según Carlos, mi padre tenía miedo que yo me lo tomara mal y decidió que lo supiera primero María y después contármelo a mí los dos juntos.

El chico tiene veintiocho años y se llama Jaime, como su padre, el que le crió, el que murió sin conocer la verdad. O la mentira, según se mire. En la foto que encontré aparecían mi padre, María y Maite. El que la hizo debió de ser Jaime.

Echo de menos a María. Ahora mismo daría lo que fuera por discutir con ella. Estoy furiosa por no poder hacerlo. No puedo perdonarle que no me contara que mi padre tenía un hijo, que lo conociera y que no lo compartiera conmigo. Si María estuviera viva, ésta hubiera sido la bronca más grande de todas las nuestras. Que se haya muerto no puede ser una excusa para perdonarle que me ocultara una cosa así por mucho que se lo pidiera mi padre.

Ésa es otra, el maldito afán de mi familia de protegerme de todo para no hacerme sufrir. Siempre la pequeña, la que no estaría preparada para afrontar ningún problema. Tenía once años cuando tuve que decirles a mis padres un 5 de enero que no se esforzaran más con lo de los Reyes, que ya lo tenía claro, que ya lo sabía y que no pasaba nada. María también ha jugado toda la vida el papel de hermana protectora que lo sabía todo. Vale que ella hiciera las cosas mejor, que estudiara más, que fuera más delgada y que le saliera de maravilla el negocio de la clínica, pero había veces que se pasaba un poco de lista. Hasta me ha llegado a decir a mí lo que duele un parto. Ella era médico, pero yo he parido y ella no. Mi padre es abuelo gracias a mí, porque su hija mayor, tan ocupada en ser perfecta, no tuvo tiempo de tener hijos. A lo mejor es que los niños te dejan sin ese vientre plano maravilloso y te quitan tiempo para ir todas las tardes a fortalecer los glúteos al gimnasio ese que vale una pasta. Quizá es que limpiar los vómitos del bebé estropea las uñas y no dormir por las noches aumenta las ojeras. Ahora resulta que tenemos un hermano y no me lo cuentan ni ella ni mi padre porque tienen miedo de que me lo tome mal...

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