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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (5 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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La dama pensó que no podía sacarle mucho más. Él intentó abrazarla y nuevamente lo rechazó. Comprendió que tenía que facilitar más información para merecer el premio que buscaba.

—Lo más extraño —prosiguió— es que en la lista de los frailes, Vergino y los otros habitantes de la torre Áurea figuran como adscritos a la encomienda de Nois.

—¿Qué tiene eso de extraño?

—¡Que la encomienda de Nois no existe!

La dama escudriñó el rostro del contable, que sonreía enigmáticamente, seguro del efecto perturbador de su revelación.

—¡Explicaos!

—Permitidme que tome vuestra mano —exigió él en tono firme—. Concededme un adelanto, porque me abraso de amor, o no diré nada más.

Le tendió desganadamente una mano fina, blanca, de largos dedos, que él besó con fruición.

—¡Si supierais cómo os amo!

—¿Qué hay de la encomienda de Nois? —preguntó secamente la dama al tiempo que retiraba la mano.

—He revisado los documentos, incluso los antiguos. La encomienda de Nois no existe pero, absurdamente, tiene tres comendadores, los Verginos y un tal Roger de Beaufort, un sujeto carente de instrucción que jamás pisa la torre Áurea y se pasa el día de un lado a otro en las caballerizas, en compañía de uno de los herreros.

—¿Cómo puedes estar seguro de que esa encomienda no existe si incluso tiene tres comendadores?

El capellán sonrió.

—¿Dónde está, entonces? Porque los Verginos y Beaufort no abandonan nunca el barrio del Temple. Y lo más sorprendente es que la encomienda de Nois, que jamás ha ingresado una libra en el tesoro de la orden, ha retirado, sin embargo, grandes sumas. Por otra parte, en la lista de dicha encomienda figuran inscritos siete caballeros, todos ancianos dedicados al estudio, pero ningún sargento, ningún capellán, ningún criado y, lo más extraño de todo, jamás aparece en los inventarios ni figura en los libros de visitadores.

—¿A qué provincia pertenece?

—A ninguna. Va he dicho que no está en ninguna parte. Ni en Francia, ni fuera, ni en la cristiandad ni en ultramar. No figura adscrita a provincia alguna.

La dama se quedó un momento pensativa.

—Nois —repitió saboreando aquel nombre—. Tiene que haber algún modo de saber dónde está.

—Lo que se puede saber por los libros ya lo tengo sobradamente registrado e investigado —dijo Deville—. No hay más que yo pueda averiguar. Ahora dame lo que me debes.

Intentó abrazarla, pero ella se zafó. Entonces lo intentó por la fuerza, la agarró de un brazo hasta lastimarla, y recibió una tremenda bofetada.

—¡Me lo habíais prometido! —protestó el eclesiástico frotándose la mejilla dolorida.

—¡Me lastimáis con vuestra impaciencia! —objetó ella recuperando la dulce compostura—. Debierais saber que las damas preferimos hacer las cosas con arreglo a las leyes de la cortesía, bebiendo antes con nuestro galán. Así es más dulce.

El capellán sonrió satisfecho. Así que era eso. No hay dos mujeres iguales; algunas había conocido que tenían que hacerlo a oscuras y otras que sólo se excitaban en lugares públicos donde corrieran peligro de que alguien los sorprendiera. Aquélla, por lo visto, era de las sentimentales, que antes de la entrega tenían que brindar diciendo estupideces y esperaban que se les recitara al oído alguna poesía compuesta por un trovador marica. En fin, al que algo quiere, algo le cuesta. Se dispuso a ser amable.

5

París, 14 de septiembre de 1307

Jacques de Molay se mesó la corta y cana barba y entornó los irritados ojos, cuyas bolsas violáceas denotaban vigilias y malos sueños. De pronto, el peso del maestrazgo se revelaba excesivo para los hombros del viejo soldado. En la sala capitular del Temple, ancha como una iglesia, con un magnífico techo artesonado y vidrieras emplomadas que filtraban la luz ambarina del crepúsculo, estaba reunido el estado mayor de la Orden: De Molay ocupaba la silla presidencial, flanqueado por su secretario de cartas y el senescal o lugarteniente. Los asientos contiguos los ocupaban el mariscal, o jefe militar, y los consejeros, los comendadores de Jerusalén, Antioquía y Trípoli. Completaban el gobierno de la orden el pañero o jefe de intendencia y el turcoplier o jefe de mercenarios. Desde la pérdida de Tierra Santa, el turcoplier había cambiado de funciones, ahora se dedicaba a informar sobre las empresas de los soberanos cristianos y de los maestres de otras órdenes. Esa calurosa mañana de septiembre, el maestre había convocado capítulo extraordinario
y
el turcoplier había dibujado un sombrío cuadro del estado del Temple. Su informe sobre los proyectos del rey Felipe de Francia era preocupante. El rey estaba negociando con el papa la fusión del Temple y el Hospital en una sola orden, un modo diplomático de decir que quería suprimir el Temple y repartirse sus despojos con el Hospital.

El maestre se resistía a admitir la realidad.

—No puedo creer que el rey pretenda perdemos. El Temple ha apoyado la corona de los Capelos desde su ascensión al trono de Francia. Yo mismo soy padrino de su hija Isabel.

—Recordad, messire, que el rey Felipe intentó ingresar en la orden hace años y no fue admitido —señaló el comendador de Trípoli.

—Felipe sabe perfectamente que los estatutos prohíben que un soberano mande la orden —replicó De Molay—. Por otra parte, nos debe muchos favores: le hemos prestado dinero en tiempos de escasez. Incluso adelantamos el rescate de su padre, el buen rey Luis, cuando cayó en manos de los sarracenos. Hemos custodiado su tesoro.

—Monseñor —habló el comendador de Jerusalén—, eso fue hace tiempo y ahora el rey ha recuperado su tesoro y tiene sus propios contables.

—Y además guarda el tesoro en su castillo del Louvre —intervino el comendador de Antioquía—. No quiere depender de la orden en nada. El paso siguiente será ir contra ella.

—¿Atacar al Temple? —se preguntó De Molay, incrédulo.

—Lo está preparando, monseñor —dijo el de Antioquía—. Está agobiado por las deudas. Necesita mucho dinero, pero al propio tiempo es tan orgulloso que preferirá robarlo a pedirlo.

—¿Cuánto nos debe?

El comendador de Jerusalén, custodio del tesoro del Temple, consultó unos papeles.

—Dos mil quinientas libras, desde hace catorce años, monseñor, y doscientos mil florines; pero tengo entendido que a los banqueros lombardos les debe otro tanto. Está entrampado hasta las cejas.

—¿Puede eso justificar una acción tan terrible como atacar a la orden?

—Después de los recientes motines de París no se siente seguro —aventuró el comendador de Antioquía—. Debe demostrar que sigue al mando de la nave de Francia y que maneja el timón con mano firme.

—El rey no puede hacer nada contra nosotros —insistió De Molay—. La orden depende directamente de la jurisdicción papal.

—Sí, pero el papa hará lo que le pida Felipe —añadió el comendador de Antioquía—. Su Santidad es un hombre débil y se negará mucho tiempo.

—En tal caso, ¿qué podemos hacer? —inquirió el turcoplier—. ¿Resistir por las armas?

—¿Y provocar una carnicería en Francia? —replicó De Molay—. ¿Y derramar la sangre de los cristianos? No, eso está descartado. El argumento supremo que lleva meses esgrimiendo es que ya no somos necesarios. Nacimos para la lucha en Tierra Santa y hace años que perdimos el Sepulcro de Cristo. Sólo el regreso a Tierra Santa puede justificar la supervivencia de la orden.

—Lo que nos lleva a la cuestión inicial —concluyó el comendador de Jerusalén—. Necesitamos que Dios se ponga de nuestro lado. Reconquistar Tierra Santa con unos cientos de caballeros y unos miles de voluntarios es imposible. Allá nos aguardan grandes ejércitos sarracenos. Nuestra única posibilidad de éxito consiste en hacernos con el Arca de la Alianza.

El comendador de Antioquía sacudió la cabeza.

—Enviar a África una expedición entraña sus peligros. Os recuerdo que ya lo intentamos hace cien años y fracasamos.

—Porque lo hicimos abiertamente —objetó el comendador de Jerusalén.

—¿Qué proponéis?

—Que esta vez lo intenten pocos hombres y se hagan pasar por sarracenos. Así podrán atravesar la tierra
de
los mahometanos y llegar hasta el Arca sin inducir sospechas.

Jacques De Molay reflexionó.

—Eso podría intentarse.

—Una galera de La Rochela los lleva hasta Egipto con algún pretexto comercial —propuso el comendador de Jerusalén—. Allí desembarcan, se disfrazan con atuendos sarracenos y penetran en África.

—No creo que dé resultado —objetó el comendador de Antioquía—. Nogaret y los hombres del rey harían lo posible por abortar la misión. Y no digamos los hospitalarios. Todos conocen ahora la existencia del Arca. Estarán interesados en conseguirla.

De Molay se encogió de hombros con desaliento.

—¿Es que no podemos burlar a los espías del rey?

—Desde luego en La Rochela sería imposible —reconoció el turcoplier—. Nuestro principal puerto es un nido de espías.

Las palabras del oficial cayeron como un jarro de agua fría en la asamblea, pero nadie se atrevió a protestar. De sobra sabían que en los últimos años muchas vocaciones habían flaqueado, que algunos caballeros habían abandonado la orden y otros seguramente se mantenían en ella solamente por interés, porque en su seno tenían asegurada una vida relativamente cómoda y no tenían ya edad de dedicarse a otra cosa.

—¿Qué hay de Marsella? —propuso el comendador de Jerusalén—. Aquella encomienda marítima cuenta con buenas naves y capitanes expertos.

El turcoplier movió la cabeza desesperanzado.

—Estamos como en La Rochela. El armador Beauseroi dispone de una red impenetrable de espías y hará cualquier cosa por complacer al rey. Nadie puede soltar un pedo en la Casa del Temple sin que Nogaret lo sepa antes de que se disipe el olor —resumió.

—¿Es que no existe ningún puerto seguro? —preguntó el maestre.

—Lamentablemente, no, monseñor —respondió el turcoplier—. Cuando no es el rey, son los cónsules lombardos, genoveses, pisanos o venecianos. Nuestros adversarios tienen informadores en todos los puertos del Mediterráneo y del norte de África.

—¿Qué predispone contra nosotros a los italianos? —quiso saber el comendador de Antioquía—. El Temple les ha ayudado muchas veces. Hemos luchado codo con codo contra los piratas. Tenemos buenos amigos entre las repúblicas marítimas.

El maestre y el comendador de Jerusalén intercambiaron una mirada conmiserativa. Su compañero había pasado mucho tiempo enfermo en una leprosería de Tours y no había asistido a los consejos los últimos años. No estaba al día de los cambios que se habían producido, todos en perjuicio de la orden.

—Eran otros tiempos —reconoció el comendador de Jerusalén—. Ahora nuestros antiguos aliados han venteado nuestra sangre y se disponen a devorarnos. Si el Temple desaparece, habrá desaparecido el más directo competidor de todos ellos.

Jacques de Molay asintió con tristeza. La Orden del Temple, como prestamista y depositaría de los bienes terrenales de muchos señores, abades o simples particulares, había competido durante dos siglos con los lombardos, como genéricamente se denominaba a los banqueros italianos establecidos en Francia. Éstos se organizaban en familias o compañías, los Albizzi, los Bardi, los Peruzzi de Florencia; los Salimbene, los Zacearía de Genova; los Tolomei de Siena. Entre todos elegían un capitán general para que mediara en casos de conflicto. Además de mercaderes y prestamistas, los lombardos actuaban como subarrendadores del fisco, como servicio de correos y como oficina de viajes. Disponían de agentes o cónsules en los principales puertos, en las ciudades industriales y en los nudos de comunicaciones más importantes. Era imposible que una expedición templaría salida de Francia pasara desapercibida para la tupida red de agentes, viajantes e informadores lombardos.

—Y cualquier cosa que sepa maeso Bocanegra, la sabrán el rey y Nogaret inmediatamente —concluyó el turcoplier. El maestre del Temple convino en que así era.

—La triste realidad es que sólo podemos confiar en nuestras propias fuerzas —admitió—. No sólo hemos de guardarnos de los sarracenos, sino también de los gobiernos de la cristiandad, nuestros supuestos aliados naturales. El senescal suspiró.

—Entonces no veo manera de cruzar el Mediterráneo sin que se enteren los unos o los otros.

—Sin embargo —añadió el turcoplier— existe una manera de llegar al Arca, sólo una, y con ciertas garantías. Todas las cabezas giraron para mirarlo.

—¿Qué manera?

—Siempre nos queda la ruta terrestre —sugirió el turcoplier—. Es más lenta y difícil, pero ofrece cierta garantía de anonimato. Las compañías lombardas no gozan de mucha implantación en los reinos ibéricos y, por otra parte, el rey de Francia sólo tiene amigos en Navarra. Los reinos del sur más bien recelan de él. Supongamos que nuestros hombres toman la ruta ibérica y cruzan la frontera por Granada.

—Granada pertenece a los sarracenos —advirtió el comendador de Antioquía.

—¿Y qué más da? —replicó el turcoplier—. En lugar de vestirse de moros en Egipto lo harán en Granada y atravesarán el norte de África confundidos entre los musulmanes que se dirigen en peregrinación a La Meca. Podrían regresar por el mismo camino.

—Es arriesgado y llevará mucho tiempo —objetó el senescal.

—Es el camino menos arriesgado y recorrerlo no llevará más allá de un año, ida y vuelta.

Después de una larga discusión convinieron en que parecía la opción más conveniente.

—En ese caso —concluyó el maestre—, el turcoplier y yo prepararemos los detalles. Cuantas menos personas los conozcan, mejor.

Asintieron resignadamente. El maestre dirigió el rezo final y levantaron la sesión.

6

La casa maestral había sido torre del homenaje cuando los templarios comenzaron a construir su barrio dentro de París, doscientos años atrás. A su elevada puerta se ascendía por una escalinata de doce peldaños. Roger de Beaufort, dieciséis años más viejo que cuando sostuvo la cabeza del maestre moribundo en San Juan de Acre, se detuvo en el porche y observó el cielo encapotado y gris, lleno de oscuros presagios. Luego contempló el patio de armas que se extendía a sus pies. La ciudad del Temple, el lugar más seguro de Francia, ya no se lo parecía tanto. Miró la armería, un edificio enorme, de granito gris, sin adornos y casi sin más ventanas que las imprescindibles para ventilar las diez fraguas donde se fabricaban las espadas y las cotas de malla. Antiguamente estaban en pleno rendimiento, a veces con dos turnos, de noche y de día. Ahora sólo funcionaba una de las fraguas. Beaufort bajó la escalera y se encaminó a la herrería. En la puerta forrada de chapa claveteada, el centinela, uno de los jóvenes novicios, adoptó una actitud marcial al verlo llegar. Beaufort correspondió distraídamente a su saludo y entró bajo la oscura bóveda, apenas iluminada por unas cuantas lucernas que también servían de salida de humos. A su derecha, detrás de puertas ferradas y aseguradas con grandes candados, estaban los depósitos: miles de hojas de espada, sin empuñadura y sin filo, envueltas en vendas engrasadas, dormían el sueño de los justos hasta que la cristiandad las precisara en una nueva cruzada. Entonces seria cuestión de añadirles la empuñadura y los herreros cabruñarían los bordes y los amoladores les sacarían el filo
en
sus piedras. En los almacenes había cientos de cajas, a uno y otro lado, ordenadas por tamaños, hasta el techo abovedado. Contenían hierros de lanza, venablos, abrojos y virotes de acero sobre varas de fresno a las que sólo había que añadir el emplumado de cuero. En otras secciones se apilaban ringleras interminables de escudos, de guanteletes, de cotas de malla, de gualdrapas acolchadas para la caballería, de estribos, de riendas, de manteletes, de pavesas, de trebuquetes y de catapultas desmontadas, con las piezas numeradas, embaladas y listas para el embarque… toda la fuerza del Temple, material suficiente para armar a un ejército numeroso. Y en otras dos templerías mayores de Francia, cerca de los yacimientos de hierro propiedad de la orden, existían depósitos semejantes.

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