No obstante, Russell retuvo el control con relativa facilidad. Para ello, sólo tuvo que recurrir a dos lecciones que habían sido utilizadas ya por los adventistas. La primera fue afirmar que sólo Russell, el dirigente máximo de la secta, el equivalente russellista de Ellen White en el adventismo, conocía e interpretaba correctamente la Biblia, mientras que las otras organizaciones religiosas, iglesias y sectas iban camino del desastre. La segunda consistió en azuzar a los adeptos hacia un fin del mundo que estaba a la vuelta de la esquina, que sería, con toda seguridad, porque así lo decía la Biblia tal y como la interpretaba Russell, en 1914.
El culto a la personalidad de Russell fue, en sus días, casi tan avasallador como el que los adventistas profesan a Ellen White. De él se dijo que era «el mensajero especial para la última Edad de la Iglesia»,
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que «había sido elegido para esta gran obra antes de su nacimiento»,
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que «los dos mensajeros más populares fueron Pablo y el pastor Russell»,
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que «deberíamos esperar que el Señor nos enseñe a través de él»
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y que «repudiar su obra es equivalente a un repudio del Señor».
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Era él en persona quien redactaba todas las publicaciones de la secta y ya se había ocupado de afirmar que su obra teológica era más clara que la propia Biblia y que incluso, en el fondo, resultaba equivalente. Tal y como señaló en 1910: «Una persona caería en la oscuridad después de dos años de leer la Biblia sólo; estaría en la luz leyendo los
Estudios de las Escrituras
(la obra de Russell) sólo.»
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Según su punto de vista, no había habido un entendimiento claro de la Biblia durante siglos,
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pero, finalmente, él había aparecido para solucionarlo. Por ello, no podía haber ninguna disidencia: «Cualquier director de clase que haga objeciones a una referencia incluida en
Atalaya
o en los
Estudios de las Escrituras
en relación con la discusión de cualquier tema debería ser visto correctamente con sospecha como maestro.»
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Servir su doctrina como algo equivalente a la Biblia formó parte, desde el principio, de una de las claves de éxito de la secta, tal y como Russell lo señaló: «Si los seis volúmenes de los
Estudios de las Escrituras
son prácticamente la Biblia colocada en temas, con los textos bíblicos incluidos, no resulta impropio que llamemos a los volúmenes: la Biblia de manera arreglada. Es decir, no son solamente comentarios sobre la Biblia, sino que son prácticamente la Biblia misma…»
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Por suerte o por desgracia, Russell, como antes Joseph Smith o Ellen White, distaba mucho de llevar la vida de un profeta. Su existencia estuvo jalonada de escándalos que en poco o en nada apoyaban sus pretensiones de haber sido elegido por Dios antes de su nacimiento para mostrar al mundo la verdad. Primero fue el final desastroso de su matrimonio. Russell se había casado en 1879 con Mary Frances Ackley. En un tempestuoso proceso que iba a durar de 1892 a 1909, Russell fue acusado por su esposa de adulterio y malos tratos. La secta diría años después que el matrimonio se separó como consecuencia de diversos pareceres en cuanto a la dirección de una revista.
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Nada más lejos de la realidad. Lo que está documentado es que resultaba imposible para el profeta estar cerca de alguna mujer sin pellizcarla y, en más de una ocasión, había sido descubierto por su cónyuge en situación embarazosa.
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Con todo, no era eso lo que peor llevaba la sufrida Mary. Lo que más la hacía sufrir era el carácter despótico de su marido. La injuriaba soezmente, la insultaba delante de terceras personas y se complacía en hacerla pasar por desequilibrada mental. Aquella vida de sufrimiento había incluso terminado por agravar la erisipela que ya padecía la desdichada mujer. Cuando Rose Ball, secretaria del profeta, y Emily Mathews, criada de la casa, comenzaron a recibir atenciones de Russell, la situación doméstica se hizo insoportable. El profeta llegó incluso a decir a la señorita Ball que él con las damas se comportaba como una medusa y que gustaba de poner la mano encima a todas las que se ponían a su alcance.
No hace falta señalar que Russell perdió el proceso. Apeló. Volvió a perder. El tribunal sentenció que la sufrida esposa tenía derecho a separarse y a recibir una pensión de su anterior marido. Russell, nada respetuoso por las obligaciones conyugales o familiares, se negó a pagar. Ante la posibilidad de que pudieran embargar sus bienes, cambió de domicilio de la Wachtower de Pittsburgh a Brooklyn. Pensaba —y no se equivocó— que el largo brazo de la ley matrimonial no le alcanzaría en otro estado de la Unión.
Pero no acabaron con esto los escándalos que rodearían la vida de Russell. A continuación vendría el del trigo milagroso. El profeta estaba vendiendo a sus adeptos un supuesto trigo milenario que, según se pretendía, poseía dotes milagrosas. Naturalmente, las cualidades supuestamente sobrenaturales del trigo se pagaban muy caras. Inicialmente, el trigo milenario costaba sesenta veces más caro que el valor del mercado. Para 1911, su precio ya era trescientas veces superior al normal. En septiembre de ese mismo año, el periódico de Brooklyn Daily Eagle destapó el escándalo. Aquel trigo no tenía nada de particular, salvo el precio que pagaban por él a la secta los sufridos adeptos. Por lo demás, su valor agrícola era similar al de cualquier especie que se vendiera en el mercado. Las acusaciones formuladas en el periódico eran ciertas, pero colocaban a Russell en una fea situación: la del estafador que se ve descubierto. No le quedó más remedio que ir a los tribunales. En enero de 1913, a poco más de un año y medio del fin del mundo anunciado por el profeta, se celebró la vista. Russell perdió y fue condenado a pagar las costas. Apeló. Volvió a perder.
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Nada ejemplar era la vida de Russell a pesar de la manera en que le gustaba presentarse a sus adeptos. Menos justificable sería el siguiente proceso en que se vería envuelto. Teniendo en cuenta que el fin del mundo iba a llegar al año siguiente (según sus profecías) aún es menos lógico que Russell se prestara a ello. Un pastor evangélico llamado Ross había publicado un folleto en el que sacaba a la luz algunos de los aspectos menos atractivos de Russell. Éste lo demandó. El resultado fue un desastre. En el curso de la vista, Russell cometió perjurio tras perjurio. El abogado de Ross le preguntó si sabía griego y Russell contestó que sí. Cuando el mismo abogado le puso delante un ejemplar del Nuevo Testamento en griego, el profeta se vio obligado a confesar que ni siquiera co-nocía todo el alfabeto de esa lengua.
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Por supuesto, Russell perdió —una vez más— el proceso.
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Pero el escándalo que se avecinaba iba a ser aún mayor que los sufridos hasta la fecha.
Junto con la insistencia en que sólo en el seno de la secta podía conocerse la Biblia correctamente, Russell articuló un segundo pilar, tomado del adventismo, consistente en insistir en que el fin del mundo estaba peligrosamente cerca. Si uno tardaba en entrar en la secta podría quedarse fuera en el momento del fin y ser destruido por Dios; si uno se sublevaba contra el despotismo de la cúpula, el resultado sería la expulsión de la «única religión verdadera» y quién sabe si tendría tiempo de arrepentirse antes de la llegada de la destrucción. Russell había profetizado el fin del mundo para 1914 con tanta claridad y durante tanto tiempo que ningún adepto se hubiera sentido con libertad para dudarlo. Según informa el libro de la secta (hoy retirado de circulación) titulado
Santificado sea tu nombre
, el resto de los israelitas espirituales (los adeptos) distribuyeron en Estados Unidos de América y en Canadá más de diez millones de ejemplares del tratado
The Bible Students Monthly
, tomo 6, número 1, con el artículo de primera página «Fin del mundo en 1914».
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Decididamente, eran muchos millones de ejemplares para dudar de que el autonombrado pastor Russell se creía sus propias profecías. En cualquiera de los casos, el anuncio venía haciéndose desde hacía mucho tiempo como quedaba de manifiesto en las publicaciones de la secta, y difícilmente se hubiera podido alterar ya. Veamos sólo algunos botones de muestra de la enfermiza insistencia de Russell en que el fin del mundo vendría en 1914: «En 1914, el Señor tendrá el control pleno. El gobierno gentil será derribado; el cuerpo de Cristo será glorificado; Jerusalén dejará de ser pisoteada; la ceguera de Israel desaparecerá; habrá una anarquía mundial; y el reino de Dios sustituirá a los gobiernos del hombre.»
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(Resulta evidente que ni una sola de las profecías se cumplió en 1914, circunstancia que difícilmente servía para apoyar las pretensiones de Russell).
«… dentro de los próximos veintiséis años todos los gobiernos presentes serán derribados y disueltos… el completo establecimiento del Reino de Dios se realizará en 1914 d. J.C.»
[51]
«… la batalla del gran Dios Todopoderoso (Apocalipsis 16:14) acabará en 1914 d. J.C. con la destrucción completa del presente gobierno de la tierra…»
[52]
… el pleno establecimiento del Reino de Dios en la tierra en 1914 d. J.C.»
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Tan convencido parecía estar Russell de que el fin sería en 1914, que no sólo anunció la conversión de Israel y el final de los gobiernos mundiales sino también la caída de Babilonia (término que —tomado de los adventistas— servía para designar a todas las iglesias cristianas): «Y, a finales de 1914 d. J.C., lo que Dios llama Babilonia, y los hombres Cristiandad, habrá desaparecido, como ya se ha mostrado en la profecía.»
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Por supuesto, a eso debía acompañarle la total glorificación de los «santos» (es decir, los adeptos de Russell): «Que la liberación de los santos debe tener lugar en algún tiempo antes de 1914 es algo manifiesto… Sobre cuánto tiempo antes de 1914 los últimos miembros vivos del cuerpo de Cristo serán glorificados, no estamos directamente informados.»
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Sin embargo, contra lo que esperarían sus adeptos actuales, Russell no pretendía que sus cálculos emanaran exclusivamente de la Biblia. De hecho, había sido iniciado en la masonería, y en ésta encontró no escasa fuente de inspiración para sus enseñanzas. De entrada, se trató de la simbología. Russell recurrió al disco solar alado propio del antiguo Egipto —y de la masonería— para ilustrar las portadas e interiores de sus obras. Por si fuera poco, recurrió también a la corona atravesada por una cruz que es propia de la simbología masónica y que, de manera nada casual, sigue siendo el símbolo preferido de la Ciencia Cristiana. Seguramente, no pocos Testigos de Jehová de la actualidad se quedarían sorprendidos al saber que el símbolo que acompañó a la
Atalaya
durante décadas había surgido de la masonería.
Abundan también en las publicaciones de estos años las referencias a una terminología masónica. Por ejemplo, Cristo es definido como el «Gran Maestre» de «esta gran Orden secreta» o se hace referencia constante a una «Edad Dorada venidera», hasta tal punto que la referencia masónica a la «Edad Dorada» se convirtió en título de una de las publicaciones de la secta fundada por Russell.
Con todo, donde la influencia de la masonería resultaría más acusada en el caso de Russell sería en su insistencia en encontrar una enseñanza esotérica en el antiguo Egipto y, muy especialmente, en la Gran Pirámide. Así, según la enseñanza de Russell, las medidas de la Gran Pirámide también mostraban que el fin del mundo sería en 1914, lo que le permitía afirmar: «Midiendo … encontramos que hay 3416 pulgadas que simbolizan 3416 años desde la fecha anterior, 1542 d. J.C. Este cálculo muestra el año 1874 d. J.C. como marcando el inicio del período de tribulación; porque 1542 años d. J.C. más 1874 años a. J.C. hacen 3416 años. De manera que la Pirámide testifica que el final de 1874 fue el inicio cronológico del tiempo de la tribulación…»
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El razonamiento resulta, como mínimo, dudoso, pero abundan los paralelos en la historia de la masonería de una lectura forzada de supuestos misterios en la Gran Pirámide. De hecho, autores masones como Manly P. Hall han insistido en este tema en las últimas décadas con evidente éxito.
No resulta difícil comprender que, partiendo de ese cálculo alambicado, el estallido de la primera guerra mundial fuera acogido con un enorme alborozo en la cúpula de la secta fundada por Russell. Para éste, lo importante —como para otros dirigentes de sectas— no era el destino de la Humanidad, sino el punto hasta el que podía ajustar la realidad a su profecía. Russell no perdió ocasión de volver a su afirmaciones repetidas durante décadas: «La presente Gran Guerra en Europa es el inicio del Armagedón de las Escrituras.»
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A fin de cuentas, era lo que Russell había afirmado desde hacía tiempo: «No hay razón para cambiar las cifras; son las fechas de Dios, no las nuestras; ¡1914 no es la fecha del principio sino del fin!»
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Sin embargo, en contra de lo afirmado por Russell, en 1914 ni acabó la ceguera de Israel, no cayeron los gobiernos mundiales, ni sus adeptos fueron glorificados, ni se produjo la desaparición de la cristiandad. Sólo empezó una guerra que duraría hasta 1918.
Russell era consciente de que había fracasado en sus pronósticos proféticos, pero, a la vez, podía percibir el fervor de una gente desconcertada. De 1909 a 1914, su secta había pasado de vender 711000 libros a 992000 y 22,8 millones de folletos. El profeta había encontrado un filón y no iba a abandonarlo sólo porque su vaticinio no se hubiera cumplido. El fin se pasó a 1915.
Convenientemente —y sería un ejemplo seguido por sus sucesores en la secta—, Russell ordenó retirar algunas de sus obras pasadas y cambiar las fechas hasta el fin: «… dentro de los próximos veintiséis años todos los gobiernos presentes serán derribados y disueltos… el establecimiento pleno del Reino de Dios se realizará cerca del final de 1915 d. J.C. »
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«… la batalla del gran día del Dios Todopoderoso (Ap. 16:14), que acabará en 1915 d. J.C. con la completa destrucción del presente gobierno de esta tierra…»
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