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Authors: Erving Goffman

Tags: #Sociología

Los momentos y sus hombres (8 page)

BOOK: Los momentos y sus hombres
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Si Goffman se fija como objeto de análisis el lenguaje en acto, no es para limitarlo al lenguaje oral, referencial e intencional. En el capítulo IV de la tesis, trata también de la cuestión de la «conducta expresiva», que el vulgo —y muchos autores— consideran instintiva, espontánea y «reveladora». Apoyándose en un artículo muy conocido de Weston LaBarre, «El fundamento cultural de las emociones y de los gestos
[119]
», y, de manera más sorprendente, en
Introduction á la Psychologie Collective
de Charles Blondel
[120]
, toma la postura de que todo miembro de un grupo aprende, no sólo a expresar correctamente sus sentimientos, sino también a hacerlo «de manera suficientemente automática e inconsciente
[121]
». Aunque todos verán reforzado su convencimiento de que las emociones revelan sin artificio el estado psicológico de la persona. Es ésta una manera sutil de zanjar el debate sobre la intencionalidad de las expresiones. Para Goffman, los miembros de una sociedad aplican en cierto modo la norma del «Sé espontáneo». De golpe, el lenguaje oral y el lenguaje no oral se encuentran dentro de una misma entidad, la conducta comunicativa, y de ésta va a tratar. En ello también hay novedad. A comienzos de los años cincuenta, la noción de «comunicación» pasa, del mundo de los ingenieros, al mundo, también experimental, de los psicólogos sociales y de los psicolingüistas
[122]
. No es un término consagrado teóricamente por los sociólogos, aunque uno de los grandes antepasados de la escuela de Chicago, John Dewey, escribiese en 1916 que «la sociedad existe
en
la comunicación
[123]
». Goffman va a sacar la comunicación, a la vez, de su dulce ronroneo filosófico y de los laboratorios de psicología, para observarla evolucionar al aire libre, vivificador. Si todavía utiliza para hablar un vocabulario procedente de los trabajos experimentales («emisor - mensaje - receptor»), la abrirá a una variedad de dimensiones que los psicólogos se habían guardado muy bien de estudiar. Estos, por ejemplo, no ven en la comunicación sino una transmisión intencional de mensajes orales bien empaquetados (en el vocabulario apropiado, son «unidades discretas»). Goffman, que encuentra una fuente de inspiración muy rica en el libro de Ruesch y Bateson:
Communication: The Social Matrix of Psychiatry
[124]
,
empezará dedicando cinco capítulos a la «información sobre sí mismo», sea deliberada o no, de carácter lingüístico o no. Con esta línea de ataque, se halla en un terreno que los psicólogos de la comunicación no habían explorado nunca. Después de haberse preguntado, como hemos visto, por las dimensiones sociales y culturales de la conducta expresiva, Goffman acaba por decirse que esta «expresión» de sí, que se hace «impresión» para el otro (recogiendo los términos de Gustav Ichheiser), es posible manipularla tácticamente, a fin de «desinformar» al interlocutor, el cual puede obrar de manera idéntica, aun interpretando como «claros» o «cifrados» los mensajes que le llegan (Goffman dice que, en esto, recoge los términos de la «criptografía»). Toda interacción llega a ser, así, un juego constante de simulación (de sí) y examen (del otro), que Goffman analiza en varios «niveles de refinamiento
[125]
»:

— nivel 1:

a) A envía un mensaje (oral o no) a B y supone que éste no verá en él más que una información «clara» (espontánea).

b) B, por su parte, descifra el mensaje, encontrando que está compuesto de elementos claros y de elementos «cifrados» (no espontáneos), pero supone que A no se dará cuenta de que ha hecho tal descifre.

— nivel 2:

a) A descifra el descifre de B y su suposición sobre A. Es el farol del póquer: hacer creer que es más ingenuo de lo que en realidad es.

b) B comprende que A ha comprendido, pero hace como si no hubiese comprendido, y reajusta su comportamiento en consecuencia.

La espiral puede seguir así arremolinándose. Y el vértigo que produce nos arrastra al corazón de la doctrina goffmaniana, que tendríamos ganas de llamar «paranoica» si este término no hubiese quedado huero por la extensión que ha sufrido durante los años pasados en el vocabulario semiintelectual.

Llegamos a un momento muy importante de la génesis de la sociología de Goffman, que en trabajos posteriores no revelará tan «espontáneamente» sus fuentes. La interacción se considera como una serie de fingimientos y contrafingimientos entre jugadores profesionales, faroleros en enésimo grado, criptógrafos en el frente de la guerra fría. Sorprendentemente, mientras que todo goffmanólogo, por poco advertido que sea, se dice a sí mismo que estamos aquí en plena repetición de
La presentación de la persona
(1956), no hay ningún rastro de la metáfora teatral en estas páginas de la tesis. De hecho, Goffman no ha cifrado todavía su razonamiento y sus referencias son claras: corresponden con frecuencia a la psiquiatría de orientación psicoanalítica. Pues, ¿qué disciplina, más que el psicoanálisis, se ha preocupado profesionalmente de la categoría que otorgar a esas señales, venidas de fuera, que afloran en el cuerpo y en el razonamiento? El proyecto de Goffman se presenta, así, como una sintomatología social, como una desmedicalización de los síntomas cuyas raíces había hundido Freud en lo inconsciente para no ver sus fundamentos sociales y culturales. Cuando Goffman cita los lapsos freudianos para decir que, «en este juego, quien descubre es mejor a menudo que quien disimula
[126]
», dialoga con el psicoanálisis, le reconoce capacidad de revelación, pero pretende sumarle una dimensión sociológica.

Vuelta a la casilla de partida. Lydia Flem preguntaba: «¿Quién, sino él, ha escogido la vida cotidiana como proyecto científico?
[127]
» La contestación debida era: Freud. Se podría afirmar también, recogiendo la misma frase de Flem: «Sí hay un maestro de lo cotidiano, es, desde luego, Erving Goffman». En realidad, como empieza a dejarlo entrever el comentario de la tesis doctoral de éste, ambos proyectos son semejantes. Goffman dice
social
donde Freud dice
inconsciente.
A veces, estos dos proyectos se superponen. Goffman considera la presencia del otro, y más aún su mirada de observador, como una «especie de superyó de la comunicación
[128]
». Tanto en Goffman como en Freud, todo tiene sentido: los gestos, las miradas, las palabras..., sentido social o sentido psíquico. Todo es siempre signo (en Goffman) o síntoma (en Freud),

Remontemos una etapa más. Si hay semejanza de los proyectos intelectuales, hay también semejanza de las trayectorias. Todo ocurre como si su experiencia de judíos emancipados se introdujese en su obra: ya, en Freud, medicalizando los vestigios de la antigua identidad judía, convertidos en síntomas psíquicos; ya, en Goffman, reasumiendo la dimensión social de estos vestigios, reprimidos dentro de un sistema de farol permanente. En la vida de uno y otro, encontramos el mismo ascenso social y la misma desazón. En la obra de uno y otro, encontramos tácticas de adaptación: en Freud, sumir su judeidad en un «proyecto intelectual que supera las categorías habituales» de la religión, de la política y de la historia
[129]
; en Goffman, objetivar el ascenso social en una obra dedicada —hasta cierto punto— a estudiar «las reglas de urbanidad de los gentiles», por decirlo con palabras de Cuddihy
[130]
. Desde la tesis doctoral, aparece en Goffman el entusiasmo por los libros de etiqueta, que analiza como otras tantas fuentes de datos. Pero, como hemos señalado arriba a propósito de su memoria de licenciatura sobre las burguesas de Chicago, no podemos por menos de ver, tras este estudio de los libros de normas, la ardorosa voluntad de saber más sobre la cuestión. Algo así como Einstein, que se deleitaba con el libro de saber vivir de Emily Post
[131]
.

Pero, antes de reanudar el comentario de la tesis, tenemos que detenernos un instante en «Symbols of Class Status», el primer artículo publicado de Goffman, que aparece en 1951 en el venerable
British Journal of Sociology.
Es un original que debió de llevar a su isla, o al menos a Edimburgo, porque señala en nota que leyó una primera versión en 1949 en la Sociedad de Chicago de Investigación Social
[132]
.

Entre las personas citadas en los «Agradecimientos», están —naturalmente— Lloyd Warner, pero también Tom Burns y una mujer, Angélica Choate, cuyo nombre aparece por primera vez en público. Nos la volveremos a encontrar enseguida: Erving Goffman se casará con ella en julio de 1952. Pero sigamos de momento en lo puramente intelectual.

El texto es —todos los exégetas están de acuerdo en ello— un producto warneriano puro. En efecto, en él reconocemos el interés del maestro de Chicago por los índices que permitan «clasificar» a los individuos (en el sentido de atribuirles una posición de clase). Pero la critica dice con menos frecuencia que el artículo está ordenado como un «goffman verdadero» (en forma de árbol), que sintetiza de manera original una cantidad enorme de obras y, sobre todo, que manifiesta las preocupaciones científicas y personales del joven canadiense por los signos de clase (llamados «símbolos») que se exhiben o se disimulan en el juego interaccional. Quizá no sea ocioso ofrecer, en forma de cuadro «escolar», lo esencial de la exposición de Goffman:

[133] *

II.
Tipos de restricciones

  1. restricciones morales
    (p. ej., sentido del propio lugar)
  2. restricciones intrínsecas por sello de rareza
    (p. ej., obra maestra en pintura)
  3. restricciones naturales por escasez de los recursos
    (p. ej., los diamantes)
  4. restricciones sociales
    (p. ej., entonación, postura y vestido)
  5. restricciones culturales
    (p. ej., los aprendizajes lentos: idiomas extranjeros, deportes, reserva...)
  6. restricciones orgánicas
    (p. ej., los efectos físicos a largo plazo del trabajo, de la alimentación y del medio ambiente)

III.
Tres problemas relacionados con la producción y la apropiación de símbolos de clase

  1. la desmonetización de los símbolos antiguos y la producción de símbolos nuevos
  2. la construcción y el mantenimiento de la maquinaria de clasificación social por grupos de «cuidadores» (decoradores de interior, estilistas, etc.)
  3. la circulación de los símbolos de una clase social a otra, con la consecuencia de ser una la clase ostentada y, otra, la clase efectiva.

Goffman termina su texto señalando el interés que tendría estudiar empíricamente la «carrera social» de algunos símbolos de clase, por ejemplo, en materia de gustos musicales
[134]
.

Ciertamente, no es fortuita la comparación, que nos viene enseguida a la mente, entre este programático y
La
Distinction
de Pierre Bourdieu
[135]
. Porque Bourdieu muestra claramente que la apropiación y la ansiosa defensa de «cualidades distintivas» (que Goffman llama «símbolos de posición de clase») son propias, en particular, de las clases medias:

Su afán de parecer origina su
pretensión,
disposición permanente a esa especie de farol, o de usurpación de identidad social, que consiste en anteponer, al ser, el parecer
[136]
.

Pues bien, Goffman hace justo de este farol el principio de toda la vida social. Para él, los símbolos de posición de clase no son solamente índices para sociólogos warnerianos que traten de reconstruir objetivamente la estructura social: son también, si no ante todo, fines de «estrategias individuales, clasificadas y clasificantes, por medio de las cuales los agentes se clasifican a sí mismos y a los demás», por recoger otra frase de Bourdieu
[137]
. Incorporándose así, siguiendo a Bourdieu, a la corriente de las «teorías subjetivistas» que entienden el mundo social, del mismo modo que los miembros de la pequeña burguesía, «como voluntad y como representación» (Schopenhauer), Goffman proyecta a su teoría de lo social su propia ansiedad de actor en tránsito. El sujeto goffmaniano, «acosado por la mirada de los demás
[138]
», está «en guardia casi constantemente
[139]
». ¿Habrá que hacer, pues, de Goffman el primero y el perfecto sujeto goffmaniano? Hallaremos la contestación, a la vez, en su tesis doctoral y en su vida.

Después de calificar la interacción conversacional como un «juego de dominio de la información», basado en el modelo de la guerra fría, Goffman parece dar marcha atrás, como si de pronto se hubiese dado cuenta de la sorda violencia de sus palabras. Justo al final del capítulo VII, el último dedicado a «La información sobre sí mismo», en menos de dos páginas ofrece la sinopsis de una idea muy distinta de la vida social, tan tranquila y tan pacífica que parece extrañamente poética. Es la que desarrollará plenamente años después en un artículo titulado «Qué son la deferencia y la compostura
[140]
». Toda interacción llega a ser una ceremonia ritual en que unos sacerdotes sirven a sus dioses:

Estos actos de culto manifiestan nuestra adoración, o nuestro temor, o nuestro odio, y reafirman periódicamente al ídolo que perseveramos en su fe y que merecemos seguir recibiendo sus favores
[141]
.

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