Read Los números de las sensaciones Online

Authors: Jesús Mate

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

Los números de las sensaciones (2 page)

BOOK: Los números de las sensaciones
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Doctora Lux, veo que usted es una persona directa, y eso me gusta. Tiene razón, me estoy andando por las ramas. Su labor será, evidentemente, la de estudiar a nuestros internados. El caso es el siguiente: nos ha llegado la información que uno de ellos es un periodista infiltrado.

—¿Cómo le ha llegado la información? —Preguntó Peter.

—A eso no le puedo contestar, pues las fuentes nunca se revelan. Así que, mientras que analizan con su método a los pacientes y realizan un informe, tendrán que desvelar si realmente hay uno tan cuerdo como ustedes o como yo, o quizás las fuentes no son tan de fiar.

El director dejó de hablar, y el silencio se apoderó de la habitación. Peter y Anna se miraron, y la incertidumbre se reflejaba en sus caras. ¿Aceptamos el trabajo? Es lo que expresaban. Por fin, Peter le comentó al director:

—Usted sabrá que lo nuestro es sólo una teoría, la cual, en los casos en los que se ha trabajado, ha tenido un éxito del noventa y dos por ciento. Realmente no le podemos asegurar que vayamos a descubrir al posible infiltrado, o que si los resultados lo indican, le vamos a indicar un paciente erróneo.

—Efectivamente —fue la respuesta del director—, pero lo que usted dice no es lo que le estoy pidiendo. Yo únicamente le pido que analice a mis pacientes, y realice un informe. Y en el supuesto caso de que encuentren algún indicio del asunto que estamos tratando, me lo hagan saber. Una vez que tenga en mi poder el documento, su trabajo habrá terminado, se les pagará lo que está estipulado en el contrato, que ahora les daré para que firmen, y entonces será cuando el centro empiece una investigación. Como puede entender, sólo les estamos pidiendo que hagan un trabajo propio a su teoría.

La seriedad con la que el director Santo concluyó el discurso fue impecable. En ese momento les sacó el contrato, y les indicó que lo leyeran y firmaran en el lugar indicado. Un guiño de Anna, fue suficiente para que Peter, una vez leídas las cláusulas, firmara primero.

—Pues entonces —proclamó el director—, bienvenidos al centro psiquiátrico Bonesporta.

Tras un pequeño beso, Peter marchó hacia el sector masculino en busca de su habitación. El guardia, que se llamaba Joe Press, les dijo que las maletas ya estaban en sus habitaciones, y les entregó sus respectivos GPS, mostrándoles brevemente su funcionamiento. “Es muy fácil de usar…”, había comenzado diciendo, y era verdad. Sólo poseía el botón de encendido, pues la pantalla táctil hacía el resto. Incluso se apagaba sólo. La batería era recargable enchufándola a la corriente y duraba entre tres y cuatro semanas, mucho más tiempo del que pensaban quedarse. Y, ¡cabía en el bolsillo de la camisa! A Peter le iba a gustar aquello. Una vez que escribió su nombre, en el aparato apareció su posición, y pulsando el botón de su habitación en el menú, una línea le indicaba el camino más corto hacia ella. En menos de dos minutos había llegado.

Abrió la puerta y entró en la mejor habitación que hubiera visto nunca. Al igual que el resto, era blanca impoluta, de un blanco de anuncio de lejía. El sol entraba por una gran cristalera que dejaba ver todo un horizonte de campos y praderas, haciendo que la habitación fuera tan acogedora como lo fue la de su casa en el pueblo de sus padres, aquella en la que vivió toda su infancia y que siempre estaría en su memoria. Pudo ver, en un rincón cercano a la puerta, la trampilla en la que debería aparecer la comida, tal como mencionó el director. Luego, cogió la maleta y empezó a deshacerla, sacando primero la ropa, para meterla en un armario empotrado de seis puertas, y luego todo su material de trabajo. Le sobró mucho más de la mitad del armario. Cuando terminó fue al baño, que al más estilo hotelero, tenía sus toallas y sus jabones de muestra. Así que se desnudó y se duchó con agua tan caliente que, cuando acabó, más que un baño era una sauna. Se puso ropa cómoda, y en una percha vio una bata celeste de médico, en la cual había una plaquita con su nombre. El director Santo debía ser muy bueno en su trabajo para saber con seguridad que iban a aceptar el trabajo, pues no creía que hubiesen hecho las placas después de haber firmado el contrato. En fin, ya estaban allí y realizarían el trabajo lo mejor posible, en honor a su amigo el doctor Roberto Emina.

No pudo dejar de recordar a Roberto. Habían estudiado juntos, y gracias a él le estaban ocurriendo cosas estupendas. Fue muy dura su muerte. Volvía de un congreso, en el que buscaba apoyo entre sus compañeros de profesión, y un loco se salió de su calzada chocando frontalmente con el coche de su amigo. Ninguno de los dos sobrevivió. Roberto no estaba casado, y la única familia que tenía era un hermano, Cris o algo por el estilo, con el que apenas hablaba. Éste se había marchado hacía unos veinte años al país en el que ahora se encontraban, en busca de una fortuna que, según le comentaba Roberto, creía que no encontraría en su propio país. Peter había escuchado la teoría de Roberto acerca de los números de las sensaciones muchas veces, y, aunque no creía que fuese a dar algún resultado, le había apoyado en todo lo posible. Sin saber por qué, Roberto había hecho un testamento y le concedía todos los derechos a él y a su esposa. Cuando Peter vio todo el trabajo que había realizado Roberto no pudo dejarlo en un cajón, así que trabajaron duro y desarrollaron la teoría. Una teoría que ya era una gran realidad.

Se sentó en un cómodo sofá que había en una esquina, a la izquierda de la entrada, y abrió su maletín para preparar los papeles. Mañana mismo empezaría su análisis junto a su esposa. Al acordarse de ella, cogió el GPS y la llamó (porque con el GPS también se podían poner en contacto). Realmente no sabía cómo podía haber vivido tanto tiempo sin un cacharro como aquel.

—Dime cariño —respondió Anna a los pocos timbres—. ¿Es tu habitación tan…, tan genial como la mía? Porque si no, pasamos de las reglas, y tu duermes aquí conmigo.

—Me alegra que estés a gusto, pero sí, mi habitación también es maravillosa, y todavía es pronto para empezar a saltarnos las normas —Anna rió, por lo que Peter cada vez estaba más convencido de que habían hecho lo correcto—. Tengo ganas de verte, ¿quedamos en la sala de reuniones?

—¿Dónde está eso?

—Ja, ja. Estaba cerca del despacho del director, y supongo que será allí donde nos reuniremos con él mañana.

—¿Estará abierta la puerta? —Preguntó Anna.

—Pues si no lo está, ya sí empezaremos a saltarnos las reglas. Un beso, y hasta dentro de cinco minutos.

—Por una vez seré puntual en una cita.

Trabajo

A
l día siguiente volvieron a la sala de reuniones, que sí que estaba abierta la noche anterior. Esa sala, donde conversaron en la penumbra para que nadie les viera, era mucho más amplia de lo que en la oscuridad le pareció a Peter. Una gran mesa rectangular ocupaba el centro de la habitación, y unas veinte sillas la rodeaban. Al fondo, una pantalla tenía el logotipo del centro: una especie de cabeza blanca de perfil, sobre fondo azul oscuro, y un letrero que indicaba “Bonesporta” saliendo de un agujero que tenía en la frente. Un poco desagradable, pensó Peter. Justo delante estaba el director Santo con una amplia sonrisa.

—Acercaos, por favor.

Así lo hicieron. Se sentaron a la derecha de éste, cuando pulsó un botón que tenía delante.

—Traiga las carpetas, señorita Mells.

Segundos después, entraba la secretaria del director cargada con lo que serían los expedientes de los internados. Tan pronto los soltó se fue dejándolos de nuevo a solas. Le sorprendió a Peter que la secretaria y el director no se dirigieran ni siquiera la mirada. Probablemente fuese nueva y estaría aún nerviosa.

—Muy bien. Aquí tienen toda la información sobre mis pacientes. Léanlos, y cuando estimen oportuno, vayan a la sala de estudio. El GPS les indicará su ubicación. ¿Alguna pregunta?

—¿Ya vamos a empezar? —Le preguntó Anna.

—Cuanto antes empiecen, antes acabarán. Avisen a Joe para que les lleve los pacientes.

Una sonrisa forzada es lo que les ofreció el director antes de marcharse. Había estado algo distinto que el día anterior. Seguramente habría tenido una mala noche. Peter miró hacia Anna y vio que ya había comenzado a leer. Era típico de su mujer que empezara sin él, por lo que estaba acostumbrado.

—Dime, ¿qué tal el primer paciente?

—Pues bien —a Peter le pereció increíble que Anna ya tuviese ideas sobre éste, pues lo que quiso fue interrumpirla y poder hablar de ellos dos—, se trata de un varón de unos cuarenta y tres años, adinerado, que cree que es un nuevo dios, enviado a la Tierra no para hacer el bien, sino el mal. Antes de su internamiento asesinó a seis personas que contactaron con él para hacer sesiones espirituales. Bueno, saca el texto 3.15.a. y vamos hacia la sala de estudio. Esto es pan comido.

—Si tú lo dices.

Fue Anna quien encontró la sala y el texto, pero su trabajo terminó ahí. De los pacientes era Peter quien se encargaba. Luego, ambos analizarían los datos recogidos. Hacían el equipo perfecto.

La sala de estudio era como la de reuniones, pero un poco más pequeña, y con menos sillas. A un lado de la mesa estaban Peter y Anna, y al otro se sentaban los pacientes en una silla ortopédica llena de correas. En la puerta, Joe Press se encargaría de la seguridad de ambos. Cuando ya estuvieron preparados avisaron al guardia para que trajese a Ben Tozel, o como Anna le había apodado: el “dios maligno”. Estuvieron esperando hasta que llamaron a la puerta, y al abrirse entró Ben. De estatura media, pelo largo ondulado echado hacia atrás, caminaba con la dignidad de alguien que se creyera superior. Y Ben se lo creía. Vestía con túnica, y unas cómodas sandalias aparecían por debajo de ésta. Cuando se sentó en su sitio les dirigió por primera vez la mirada y les preguntó:

—¿Qué desean ustedes de mí?

Peter y Anna se miraron, y comenzó la sesión.

—Lea el siguiente texto en voz alta, y al terminar diga en voz alta una letra, la primera que le venga a la cabeza...

Peter y Anna estudiaron a otros tres pacientes más, a pesar de que el primer paciente les agotó. Éste se había empeñado en decir que se merecía más respeto, que él no estaba allí para ponerse a leer cualquier texto. Pero lo que le ocurría realmente es que no se había traído a la sala sus gafas de lectura. Los otros tres fueron relativamente más fáciles de analizar.

El paciente número dos era Marcos Abdul. Sufría esquizofrenia con ataques de ansiedad. Para evitar que se autolesionara llevaba unas manoplas, y su mirada perdida cambiaba cuando se ponía a buscar a gente oculta de manera obsesiva. Tenía buena constitución: pelo negro ondulado, facciones marcadas, ojos azules, y buen físico. Podía ser perfectamente modelo, aunque el único desfile que podría realizar sería de camisas de fuerza.

El paciente número tres fue la primera mujer. Se llamaba Lola Manera y era la más vieja de los pacientes, con cincuenta y seis años. Bajita, canosa, y algunas verrugas repartidas por su cara. Un gorro y una escoba, y tendrían delante de ellos a la bruja perfecta. Sin embargo, la sensación que daba era de bondad. Su enfermedad era un caso demasiado extraño. Lola comenzaba a llorar cada vez que escuchaba la palabra ‘viento’. Peter comprobó que efectivamente reaccionaba así con tal palabra, por lo que tuvieron que esperar a que dejase de llorar para que terminara de leer su texto.

El paciente número cuatro, y último del día, fue Cosme Rollers. Con un rostro difícil de olvidar debido a todas las cicatrices y bultos, así como su calva llena de costras, a Cosme se le acusaba de asesinar a toda clase de personas con el fin de comerse su pelo. Anna tardaría tiempo en dormir de nuevo tranquila, pues Cosme no había parado de mirar el pelo de Peter, y cuando le hacían atender al ejercicio les lanzaba unas miradas asesinas.

De nuevo en la sala de reuniones, Peter y Anna comenzaron a poner en común sus opiniones.

—Aunque sé que te encanta analizar los pacientes, cariño —comenzó Anna—, nos pagan por encontrar al impostor.

—Como me conoces —dijo riendo Peter—, iba a empezar dando mi opinión sobre Ben, el dios maligno. ¿Te has fijado...?

—Peter para, que te conozco. Cuando acabemos nuestro trabajo si quieres reanalizamos a todos los pacientes, pero prefiero salir cuanto antes de este sitio. En el fondo no me gusta. Así que, a lo que vamos. ¿Sospechas de alguien?

—Te quiero.

—Lo sé.

Un beso bastó para que se pusieran de acuerdo. Precisamente como Anna, también empezaba a sospechar que algo raro pasaba, aunque no sabía exactamente lo que era. Sin embargo, el análisis de esos pacientes sería un gran paso en su carrera de psiquiatra. Antes de los números de las sensaciones no había tenido éxito, al igual que le pasó a su amigo Roberto. Peter había abierto una consulta, pero no tenía muchos clientes, por lo que realizar esa teoría le abrió puertas que no podría haber conseguido ni en sueños.

—Pues entre ellos —continuó Peter—, no creo que ninguno esté haciendo un papel. Incluso Lola, cuya peculiaridad es sospechosa, no tiene pinta de estar mintiendo. Pero, ¿qué dicen los números?

—Básicamente lo que tú solo has analizado. Ninguno ha dado una letra elevada, con la que podríamos sospechar que estaría bajo tensión; pero tampoco una letra baja, que indicaría que podría estar sano.

—¡Vaya! Esperemos que entre los tres que nos faltan encontremos algún atisbo, o tendremos que hacer otra vuelta aún más fuerte.

—Será lo más probable.

Una pausa bastó para que cambiaran al tema que les preocupaba. Empezó Anna.

—Tú también crees que hay algo raro.

—Sí —le confirmó Peter—. No sé lo que es.

—Yo empezaría preguntándome por qué hay tan pocos pacientes en un centro tan moderno. O por qué un periodista iba a querer infiltrarse aquí.

—Pues tienes razón. Son dos hechos que no encajan. ¿Quieres que mañana se lo pregunte a Santo?

—Por favor —le sonrió Anna—. Pero con mucho tacto, como los buenos psiquiatras.

Tras acompañar a Anna a su habitación, Peter iba de regreso a la suya para cenar. Sacó su GPS y empezó a seguir la línea que le indicaba el aparato. Faltaban dos pasillos para llegar, pero tras torcer la primera esquina se quedó paralizado. Al final de ese pasillo había un hombre sentado en posición fetal, con la cabeza apoyada en las rodillas, y que estaba balanceándose hacia delante y hacia detrás, hasta chocar con la pared. Avanzó un poco más hasta darse cuenta de quién era: Marcos Abdul. El paciente número dos se encontraba fuera de su celda. ¿Se habría escapado? Sin pensárselo dos veces, llamó al guardia por el GPS.

BOOK: Los números de las sensaciones
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Web Site Story by Robert Rankin
More Than a Billionaire by Christina Tetreault
H.R.H. by Danielle Steel
A Gentlewoman's Predicament by Portia Da Costa
Forevermore by Lauren Royal
Storm of Sharks by Curtis Jobling
Counter Poised by John Spikenard