Los papeles póstumos del club Pickwick

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Los papeles póstumos del Club Pickwick de Charles Dickens, constituye uno de los grandes hitos de la literatura universal. Se trata de la primera novela del autor, quien empezó a publicar la obra, por entregas, en 1836, cuando tan solo contaba veinticuatro años. Las aventuras de Samuel Pickwick y Sam Weller se convirtieron en un éxito arrollador y supusieron la metamorfosis de un joven periodista mal pagado en el gran novelista del siglo XIX inglés, cuando despuntaban las primeras luces de la era victoriana. Los inolvidables miembros del absurdo Club Pickwick protagonizan aquí, según la generosa tradición de Cervantes, una infinita sucesión de aventuras disparatadas, cómicas, tristes, transidas siempre de una amabilidad quizá nunca igualada.

Charles Dickens

Los papeles póstumos del club Pickwick

ePUB v1.3

edkalrio
15.02.12

Título original:
Posthumous Papers of the Pickwick Club

Charles Dickens, 1837

Traducción: M. Ortega y Gasset

Editor original: edkalrio (v1.0 a v1.2)

Segundo editor: Polifemo7 (v1.3)

ePub base v2.0

1. Los pickwickianos

El primer rayo de luz que hiere la penumbra y convierte en claridad ofuscante las tinieblas que parecían envolver los primeros tiempos de la vida pública del inmortal Pickwick surge de la lectura de la siguiente introducción a las Actas del Club Pickwick, que el editor de estos papeles se complace altamente en mostrar a sus lectores como una prueba de la cuidadosa atención, infatigable perseverancia y pulcra exégesis con que ha llevado a cabo su investigación entre la profusión de documentos que le han sido confiados:

«12
de mayo de
1827.—Presidencia de José Smiggers, Esq., V.P.P, M.C.P. Se toman por unanimidad los siguientes acuerdos:

  • Que esta Asociación ha oído leer con sentimientos de complacencia inequívoca y de la más entusiasta aprobación la Memoria presentada por Samuel Pickwick, P.G., M.C.P., titulada
    Especulaciones acerca del origen de los pantanos de Hampstead, con algunas observaciones sobre la Teoría de los murciélagos,
    y que esta Asociación expresa por ella a dicho Samuel Pickwick, Esq., P.G., M.C.P, su más ferviente gratitud.
  • Que al mismo tiempo que esta Asociación se declara hondamente convencida de las ventajas que para el progreso de la ciencia representa tanto el trabajo mencionado como las incansables investigaciones de Samuel Pickwick, no puede menos de abrigar el vivo presentimiento de los inestimables beneficios que si el referido docto señor ensanchara el campo de sus estudios, dilatase la zona de sus viajes y extendiera el horizonte de sus observaciones se seguirían para el desarrollo de la cultura y la difusión de la enseñanza.
  • Que, con la mira arriba expresada, esta Asociación ha tomado seriamente en consideración la propuesta formulada por el antedicho Samuel Pickwick, PG., M.C.P, y otros tres pickwickianos, cuyos nombres luego se reseñan, para constituir una nueva rama de la Unión Pickwickiana, bajo el título de Sociedad Correspondiente del Club Pickwick.
  • Que esta propuesta ha sido sancionada y aprobada por la Asociación.
  • Que la Sociedad Correspondiente del Club Pickwick ha quedado, por tanto, constituida, y que Samuel Pickwick, Esq., P.G., M.C.P; Tracy Tupman, Esq., M.C.P.; Augusto Snodgrass, Esq., M.C.P., y Nathaniel Winkle, Esq., M.C.P., han sido nombrados y reconocidos como miembros de la misma, y que han sido requeridos para que de tiempo en tiempo comuniquen al Club Pickwick, establecido en Londres, memorias auténticas de sus viajes e investigaciones, de sus observaciones acerca de tipos y costumbres y del conjunto de sus aventuras, así como todas las narraciones y notas a que diese lugar el espectáculo de la vida local individual y colectiva.
  • Que esta Asociación sienta de muy buen grado el principio de que cada miembro de la Sociedad Correspondiente sufrague sus propios viajes, y que no ve inconveniente alguno en que los miembros de la indicada Sociedad prolonguen sus estudios todo el tiempo que les plazca, dentro de dichas condiciones.
  • Que los miembros de la Sociedad Correspondiente deben darse por enterados de que su propuesta de costear por sí mismos todos los gastos de correo y transporte de paquetes ha sido objeto de deliberación por parte de la Asociación; que esta Asociación considera semejante propuesta digna de los preclaros entendimientos de que dimana y que hace constar su perfecta conformidad».

Un observador —cualquiera añade el secretario, a cuyas anotaciones debemos la referencia que sigue—, un observador casual, no hubiera advertido nada de extraordinario en la desnuda cabeza y circulares antiparras que se volvieron intencionadamente hacia su rostro (el del secretario) mientras leía los acuerdos transcritos; mas, para aquellos que supieran que la gigantesca mentalidad de Pickwick palpitaba detrás de los cristales, era el espectáculo bien interesante. Allí se sentaba el hombre que había recorrido hasta su origen los pantanos de Hampstead y conmovido al mundo científico con su
Teoría de los murciélagos,
hombre tan inmóvil y encalmado como las aguas de uno de aquéllos en un día de helada, o como un solitario individuo de los de esta familia en el retiro interno de un cántaro de barro. Pero ¡cuánto más interesante se ofrecía el espectáculo cuando, al unánime grito de «¡Pickwick!», proferido por sus secuaces, animándose y lleno de vida, subió aquel grande hombre al sillón de Windsor, en que anteriormente se hallara sentado, y dirigió la palabra al Club que él mismo había fundado! ¡Qué escena tan sugestiva y digna de estudio para un artista!: el elocuente Pickwick, con una mano graciosamente escondida tras el faldón de su levita y agitando la otra en el aire para acentuar su brillante perorata; su erguido cuerpo ponía de manifiesto sus tirantes y polainas, prendas que si vestidas por un hombre vulgar hubieran pasado inadvertidas, usadas por Pickwick —si se admite la expresión— inspiraban veneración y respeto espontáneos; rodeado este hombre por aquellos que voluntariamente habían compartido con él los riesgos de sus viajes, y que estaban destinados a participar de las glorias de sus descubrimientos: a su derecha sentábase Mr. Tracy Tupman, el quisquilloso Tupman, que a la sabiduría y experiencia de la edad madura añadía el entusiasmo y el ardor de un mozo en la más interesante y dispensable de las humanas flaquezas: el amor. Los años y el mucho comer habían desarrollado aquella figura, un tiempo romántica. El negro chaleco de seda se había ensanchado más y más; pulgada a pulgada, la cadena del reloj había desaparecido del horizonte visible de Tupman, y gradualmente la abundante papada iba colgando cada vez más de los bordes de la corbata; mas el espíritu de Tupman no cambió jamás: la admiración por el bello sexo era su pasión dominante. A la izquierda del gran caudillo se sentaba el poeta Snodgrass, y no lejos, el deportivo Winkle: el primero, poéticamente envuelto en una chaqueta azul con cuello de piel de perro, y luciendo el último una verde y nueva pelliza de caza, corbatín escocés y ceñido pantalón.

La alocución de Mr. Pickwick en esta ocasión, así como el debate que siguió, figuran en las Actas del Club. Ambos acusan una estrecha afinidad con las discusiones mantenidas en otras ilustres corporaciones, y, como no está de más señalar las coincidencias que se observan en las normas seguidas por los grandes hombres, vamos a trasladar a estas páginas la reseña.

Mr. Pickwick observó —dice el secretario— que la fama es un anhelo del corazón humano. La fama poética constituía un afán para el corazón de su amigo Snodgrass; la fama de las conquistas era igualmente ambicionada por su querido amigo Tupman y el deseo de ganar la celebridad por los deportes en tierra, aire y agua anidaba hondamente en el pecho de su amigo Winkle. Él mismo —Mr. Pickwick— no negaba sentirse influido por las humanas pasiones, por las afecciones humanas
(Rumores.),
tal vez por las humanas flaquezas (Voces: No, no.); pero él aseguraba que si alguna vez el ardor de la vanidad brotaba en su pecho, el deseo del bien del humano linaje se sobreponía y ahogaba aquélla. Si la alabanza de los hombres era su trapecio de equilibrio, la filantropía era su clave de seguridad. (Vehementes aclamaciones.) Él había experimentado cierto orgullo —paladinamente lo reconocía, y entregaba esta confesión al ludibrio de sus enemigos—, él había sentido alguna vanidad al lanzar al mundo su Teoría de los murciélagos, podría o no merecer la celebridad. (Una voz: «Sí que la merece». Fuertes rumores.) Aceptaba la afirmación del honorable pickwickiano cuya voz acababa de oír: merecía la celebridad; mas si la fama de aquel tratado hubiera de extenderse hasta los últimos confines del mundo conocido, el orgullo despertado por la paternidad de tal producción nunca podría compararse con el halago que sentía al mirar a su alrededor en este momento, el más glorioso de su vida. (Aplausos.) Él era un hombre humilde. (No, no.) Por ahora sólo podía afirmar que se le había elegido para una misión honrosísima y no exenta de riesgos. Los viajes se realizaban en malas condiciones y las cabezas de los mayorales parecían bastante inseguras. Que mirasen si no hacia fuera y contemplasen las escenas que se producían a su alrededor: los coches de postas volcaban por todas partes; los caballos cojeaban; los barcos daban la vuelta y las calderas reventaban. (Aprobación. Una voz: «¡No! ¡No!». Rumores.) A ver, ese honorable pickwickiano que ha gritado «No» con tanta energía, que avance y lo niegue, si puede. (¡Bravo!) ¿Quién ha sido ese que ha gritado: «No»? (Aclamaciones entusiastas.) Se trataba acaso de algún fatuo o de algún desengañado, no llegaría a decir de algún baratero (Bravos ensordecedores.), que, celoso de los elogios, tal vez inmerecidos, que se habían dedicado a sus (las de Mr. Pickwick) investigaciones y aplastado por las críticas amontonadas sobre sus propios y débiles intentos de rivalidad, tomaba ahora este modo vil y calumnioso de...

Mr. Blotton
(de Aldgate) se levantó. ¿Aludía a él el honorable pickwickiano? (Voces de «Orden», «Señor presidente», «Sí», «No», «Continuad», «Fuera», etc.)

Mr. Pickwick no estimaba procedente dejarse dominar por el clamoreo. Él
había
aludido al honorable caballero.

Mr. Blotton, en tal caso, sólo decía que rechazaba la injuriosa y falsa acusación del honorable caballero con profundo desprecio.
(Grandes rumores.)
El honorable caballero era un embaucador. (Terrible confusión y fuertes voces de «Señor presidente» y «Orden».)

Mr. Snodgrass
se levanta. Se coloca de pie en la silla. (Expectación.) Él desea saber si este lamentable incidente entre dos miembros del Club debe tolerarse que continúe. (Siseos.)

El presidente estaba seguro de que el honorable pickwickiano habría de retirar la frase que acababa de pronunciar.

Mr. Blotton,
dentro del mayor respeto hacia la Presidencia, estaba seguro de no retirarla.

El Presidente
consideraba deber suyo preguntar al honorable caballero si aquella frase que se le había escapado había sido empleada en su acepción corriente.

Mr. Blotton
no vaciló en decir que no; que él había empleado aquella palabra en su sentido pickwickiano. (Siseos.) Él no tenía más remedio que declarar que personalmente abrigaba el mayor respeto y la más alta estima por el honorable caballero. Él le había considerado como un embaucador desde un punto de vista puramente pickwickiano. (Siseos.)

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